Fotografía : Yadith Ávila
Fernaín Hernández, el último sobreviviente de los viejos proyeccionistas de cine, cuenta una anécdota deliciosa. En alguna ocasión le tocó proyectar una película para un colegio religioso en el teatro de su pueblo natal. La
escogida por las monjas rectoras fue Superman, que por esos días batía todas
las marcas de taquilla. El teatro se
llenó de adolescentes y la
función empezó, pero no duró más de un minuto: el tiempo que necesitó Fernaín para descubrir que, en efecto, se trataba de
Superman pero... en versión porno. De
inmediato las monjas se lanzaron hacia la cabina y ordenaron suspender la proyección, indiferentes a la protesta de las muchachas,
que ya empezaban a entusiasmarse.
Esas cosas pasaban a menudo cuando los teatros utilizaban los viejos proyectores de
35 milímetros, hoy en vía de extinción ante la avanzada de la tecnología
digital. Muchas veces los funcionarios de las distribuidoras confundían el material y a un cinéfilo que empezaba viendo las obsesivas imágenes de Persona, de Ingmar Bergman, le tocaba
conformarse con el final de Zorba el
Griego, pues así lo determinaban las prisas de los despachadores. Los rollos
venían numerados y para una persona
encargada de remitir películas a todos los rincones del país era muy fácil confundirlos. Otras veces acertaban el título
y el número preciso de rollos pero enviaban
el material al lugar equivocado: mientras en Santa Rosa de Osos esperaban con ansia la cinta, esta
llegaba puntual... pero a Santa Rosa de Cabal.
Podría escribirse una crónica
completa sobre las aventuras y desventuras de esos viejos rollos. En un retén ilegal de la guerrilla, a los
muchachos del Cine Club Borges les robaron una copia de El mártir del calvario, que esperaban pasar durante la
Semana Santa en el Teatro de Comfamiliar. Ya me imagino a los hombres de
Tirofijo, desconcertados ante la repentina
irrupción de lo religioso, encarnado en la figura de Enrique Rambal, en un mundo tan descreído
como el suyo. A lo mejor se trataba de algún mensaje del
cielo que prefirieron ignorar.
Por la misma época, cada vez que se sentían al borde de la quiebra, los
responsables del Cine Club Vamos
Juntos proyectaban Nueve semanas y media,
el culebrón erótico de Kim Bassinger y Mickey Rourke. Era lleno seguro: durante una semana
los mirones hacíamos filas que le daban la vuelta a la manzana, hasta
que la copia estuvo tan destrozada que los pezones de la estrella femenina se confundían con las
fresas utilizadas por el seductor Rourke
para sus faenas sexuales.
El viejo Efraín, ya fallecido,
fue durante muchos años proyeccionista del Teatro Caldas, ubicado en la carrera octava entre calles dieciocho y diecinueve de
Pereira. En la edificación contigua a la
sala funcionaba una escuela de secretariado y
mecanografía en la que estudiaban muchas bellezas de la época. Pues
bien, el hombre se las arregló para abrir
un portillo a través de la pared y entre rollo y rollo de la proyección
hacía estragos en las muchachas que acababan seducidas por el poder mágico del dueño de las
imágenes.
Evoco estas cosas cuando el cine
en 35 milímetros desaparece de las salas
para ser reemplazado por las mismas
historias proyectadas desde un servidor digital. Con los antiguos rollos se esfuma, por
supuesto, la figura del hombre encargado de recibir las películas, revisarlas,
proyectarlas y devolverlas al distribuidor. En medio de esa tarea pasaban
muchas cosas: visitas femeninas furtivas, copas clandestinas y va uno a saber
qué otras aventuras. Porque la cabina de
proyección era algo así como un territorio de
transgresiones vedado a los
mortales... o al menos a quienes no
pertenecían a la cofradía.
Algunos nostálgicos todavía
se niegan a aceptar esa
realidad. “Esas proyecciones digitales
no son cine” me espetó a la cara un sesentón convertido en vocero de los
cinéfagos vieja guardia. Pero qué
le hacemos- le respondí- Si ya
pasaron los tiempos en que ir al cine era todo un rollo.
Es notable el poder de sugestión que tiene la tradicional cabina de proyección, Gustavo. No hace falta ver Cinema Paradiso para entrever la razón: la cabina y el proyeccionista representan el otro lado del sueño, algo así como la imagen invertida de nuestras fantasías. Deliciosas las anécdotas que cuentas... y como nos hubiera gustado a todos vivir una vida como la de Efrain, con su portillo, sus aspirantes a secretarias y su control de las emociones de la parroquia.
ResponderBorrar" Una vida como la de Efraín", cómo no envidiarlo, mi querido don Lalo, si vivió aventuras acaso más apasionantes que las protagonizadas por Kirk Douglas, Marlon Brando, Charles Bronson y Al Pacino juntos. Y eso sin pagar las inevitables tarifas que estos últimos debieron sufragar por cada minuto vivido.
ResponderBorrarMil perdones por la tardanza, amigo Gustavo, perderse de la Red unos días suena a demasiado tiempo. Ah, de un plumazo me ha devuelto a los tiernos años de la infancia cuando en el pueblito familiar, en aquellos tiempos de generador a diesel y escasas horas de iluminación, los chavales nos reuníamos en la única plaza y decidíamos que hacer para divertirnos. En ese ínterin, llegaba algún forastero como con su caja mágica a ofrecernos las primeras imágenes en blanco y negro que a falta de pantalla, las proyectaban en la fachada de una casa céntrica. Un alborozado rito festivo que solo era interrumpido por las risas y las interjecciones de sorpresa de los pequeños espectadores. Nunca la oscuridad había sido tan agradable y el ruido del rollo dando vueltas era el sonido que presagiaba felicidad por un par de horas. Era impagable todo aquello. Ahora todo es ruido de mandíbulas e infernales cuchicheos en esos dichosos multicines. Dejémonos de rollos: eso no es cine.
ResponderBorrarApreciado José : no por casualidad el negocio de esas salas ya no es la proyección de películas sino la venta de comestibles. El cine es apenas otro eslabón en una cadena de consumo que pasa por tiendas de ropa, joyerías, acceso a puntos de internet, perfumerías y otros tantos centros de venta de chucherías.
ResponderBorrarMi retorno maestro. Estaba por fuera de la red de redes a causa de algunos inconvenientes migratorios. Pero ahora que vuelvo me encuentro con la nostalgia del cine y de personas como Fernaín. Mi cine en Pereira, de chico, fue el Calle Real (1 y 2). Sé que aún tenían el rayo azul de los proyectores y la tranquilidad del espectador al saber que era una persona quien se encargaba de la artesanía al poner la película. Esos saltos en las imágenes, los destellos de luz, el desenfoque, las rechiflas cuando el lugar quedaba oscuro por un bajón en la "luz", los pedazos del celuloide que parecían hoyos negros mientras se proyectaba, todos los errores eran parte de ir al cine y de disfrutarlo. Ahora ya ve usted que en la limpieza digital el cine se traslada a la casa con los llamados "Teatro en casa".
ResponderBorrarAbrazos.
Bienvenido a casa, apreciado Eskimal. Hace poco supe de una señora que le solicita a Fernaín dejar la ventana de la cabina de proyección abierta ¿El motivo? ella dice que disfruta tanto de la película como del sonido de la cinta al pasar por los engranajes de la máquina. De esas pequeñas cosas está hecho el disfrute de los placeres mundanos.
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