Doña Helena, la señora que vende golosinas de sal
en una esquina de la carrera diez, en el barrio Berlín de Pereira, está a punto de revolucionar uno
de los productos claves en la identidad gastronómica de la región andina colombiana: la arepa, esa
especie de pan de maíz, que al lado de los fríjoles y la panela fue la única fuente de sustento para tantas generaciones.
Lo suyo es simple: dentro de poco empezará a vender arepas transparentes, por
obra y gracia de los precios del maíz, que convirtieron en objeto de lujo un alimento que desde
hace siglos acompaña la dieta diaria de millones de personas en
Colombia. Además , lo dice con un invencible humor negro: para comprar
sus insumos a unos topes que se incrementan cada mes y seguir sosteniendo el precio
para sus clientes, sus arepas
tendrán que hacerse cada vez más delgadas, al punto que
amenazan con alcanzar los límites de la transparencia. “Al menos así pueden
mantener la ilusión de que están comiendo, como el que se conforma con mirar la
foto de la novia ausente” sentencia con
una lucidez que ya desearían para sí los tecnócratas que diseñan las políticas
agrarias y firman los tratados comerciales en esta tierra del nuca jamás.
Ya los mexicanos lo
habían sufrido tanto que organizaron protestas
para defender el derecho a la entrañable tortilla que constituye la base
de su dieta diaria. Lo más grave de todo
es que en ambos casos no se podrán
sustituir esos alimentos con pan
fresco, porque los derivados del trigo hace tiempo se convirtieron en una
exquisitez impensable para esa mayoría
de la población que se ejercita en el milagro diario de la supervivencia. Así
van las cosas en el que, según los ministros de economía de los países más ricos,
es el mejor de los mundos posibles: un
paisaje donde la opulencia de unos contrasta con el drama de millones que deben renunciar al disfrute de las cosas que durante mucho
tiempo produjeron en sus huertas caseras.
“Ese es el mundo”,
responde- cínico- un administrador
recién graduado A la frase le falta, por supuesto, el complemento: “Ese es el
mundo que nos interesa”, debería decir. Ese mundo se expresa en
acuerdos que poco tienen de
tratado y mucho de imposición. Al tenor
del discurso de la globalización desactivan y
paralizan la producción en países
enteros, garantizando así mano de obra, materias primas y condiciones
tributarias enfocadas a asegurar las ganancias.
A ese panorama debemos sumarle la última conquista del capital: resulta que los productos de la tierra ya no se
destinan a alimentar a la gente, si no a llenar los vientres de los automóviles y las máquinas que se multiplican a un ritmo demencial, propiciando
que los mismos gobiernos y sus aliados en el sector privado estimulen la
apropiación de la tierra para destinarla al negocio de los biocombustibles. Por ese camino, además del maíz, productos como la yuca y el arroz han
pasado a formar parte del catálogo de privilegios monárquicos, al lado
del faisán, el caviar y las trufas.
Los resultados de
esas decisiones letales saltan a la
vista : los granos dorados que aparecen
en los mitos fundacionales de tantos pueblos como el
origen mismo del hombre americano y que le han servido a sucesivas generaciones para sobrevivir y alegrar la existencia con
la diversidad de pequeños prodigios que van de la tortilla a la arepa, pasando por las
cremas, las tortas y la mazamorra,
acabaron por volverse tan costosos que
en su puesto del barrio Berlín doña Helena decidió recurrir a la última y desesperada fórmula de amasar
arepas transparentes.
Por lo mismo, yo siempre quise comer arepa con caviar rociado encima. Y bandeja paisa con Sauvignon de...
ResponderBorrarSaludos. Cami.
Buen provecho entonces, apreciado Camilo.
BorrarMenos mal que usted es tacaño con las fotos, amigo Gustavo, que si no me hubiera dado hambre. Pensé que la arepa era estrictamente un preparado venezolano o quizá de la frontera común, por lo que me sorprende que sea también alimento básico de la región andina. En mi país, a pesar de ser unos habituales comelones del cereal (especialmente el choclo en mazorca o el cocido de maíz seco acompañando cualquier sopa), es muy raro encontrar pan de harina de maíz y mucho menos tortillas. Y eso que acá es más barata que la harina de trigo, que a menudo es importada. Hay cierto desdén por ese pan de pobre que parece encarnar el maíz, de ahí que no haya la costumbre de consumirlo. Pero lo que me cuenta de Colombia me asusta, no vaya a suceder que un día las transnacionales manipulen los precios de nuestras papas como andan manipulando las semillas con el asunto de los transgénicos. Una sopa boliviana sin papas sería una auténtica catástrofe para nosotros. Ah, y ¿qué es eso de “golosinas de sal”?, explíquese, por favor.
ResponderBorrarLamento informarle que ya lo están haciendo, apreciado José. Digo , lo de las transnacionales.
BorrarDe paso, le cuento que en Colombia acaban de aprobar el uso de la marihuana con fines medicinales. Y adivine quienes están detrás.