Despliego las páginas del periódico y contemplo el desfile interminable. Muy prendados de sí mismos, pronuncian discursos, firman pactos, declaran la guerra o buscan la paz, marcan goles, cierran negocios, baten marcas. En las páginas sociales nacen, se casan, se gradúan, viajan, regresan, se reproducen, se enferman y mueren en medio de una feria de vanidades. En las notas judiciales, los pobres y marginales pagan sus quince minutos de fama con la única moneda de que disponen: la propia vida. Llego a las páginas de opinión y me veo a mí mismo, muy tieso, intentando en vano exorcizar, en una cuartilla, el peso enorme de mi desazón.
Como en la vida, en las páginas
del periódico todo el mundo cumple su propio rol: los ricos y poderosos por aquí, los arribistas por allá y los eternamente frustrados por
este la lado. Al fin y al cabo, eso de
que en un futuro no lejano a cada
niño nacido le implantarán un dispositivo electrónico con el libreto de su propia vida,
es decir, con su improbable identidad, no deja de ser un malentendido : en
realidad esa práctica es tan antigua como el homo sapiens. Solo que,
hasta ahora, esa tarea la han
desempeñado las instituciones llamadas pilares: la familia, la escuela y la
iglesia. Más tarde llegaron los medios de comunicación a cerrar el círculo imponiendo modelos de
vida medidos por la capacidad de producción y consumo. Nada nuevo, en verdad.
Como es imposible desempeñar el mismo papel durante todo el tiempo sin
caer en la demencia, los mortales nos
inventamos las evasiones a modo de
puertas de escape. Hay que ver
como fábricas y oficinas engullen gente
a primera hora de la mañana. Ellos llegan
bien bañados y recién afeitados. Perfumadas y emperifolladas ellas. A
las seis de la tarde esas mismas
oficinas los vomitan hechos una piltrafa, sin más anhelos que la expectativa del fin de semana o de unas
vacaciones que aguardan al final del
camino como un salvavidas ilusorio.
Entonces cada quien pone a prueba
su capacidad de evasión, dependiendo de sus recursos. Está el turista que
empaca sus maletas y escapa hacia cualquier lugar de la tierra, para regresar
un par de semanas después cargado de fotografías y chucherías, solo para
descubrir que su colección de máscaras lo aguarda detrás de la puerta
Un poco más abajo, ya son legión quienes
se arrojan a chapotear en un lago de alcohol y fantasías químicas, del
que emergen un poco más pálidos y nimbados de una singular lucidez que se
evapora una vez reasumido el papel de todos los días.
Los más, optan por el más
expedito de los recursos: el sexo, ese puente hacia el reino animal, en el que, liberados por unos minutos de taras y prejuicios, todos
nos hundimos en un recinto donde,
entregados a los instintos primordiales, reina
el olvido de nosotros mismos en una siempre renovada promesa de
liberación, que se diluye y nos devuelve
esa condición de animales tristes después de la cópula de que hablara san
Agustín.
Queda, claro, el eterno
recurso de la religión. Aunque en
estos tiempos los dioses hayan sido
secuestrados por toda suerte de timadores, prestos a engordar la cuenta bancaria con los miedos
y desesperaciones del prójimo. No es casual que en cada cuadra se multipliquen dos tipos de negocios: los templos de sectas
religiosas y los puntos de apuestas.
Ante la imposibilidad del escape,
casi todos optamos por gritar gol en una veintena idiomas como una patética forma de consuelo: hace una semana, mi mujer
me sorprendió festejando un gol de la liga rusa. Entre apenado y cínico,
ensayé una justificación: qué le vamos a
hacer- le dije – si al igual que en
aquél viejo poema, yo tampoco tengo donde esconderme.
Ja, mal vamos si nos consolamos reaccionando por pura inercia ante un gol, y hacerlo cuando alguien empuja el balón en la línea ya es enfermizo o patológico. Debería curarse en salud como yo más o menos hice, evadiéndome durante unos diez días al cerrar el año, en una suerte de apagón digital que me propuse, sin siquiera mirar las noticias o los resúmenes deportivos. Bien dice, no tenemos dónde escondernos, pero podemos desenchufarnos todavía, aunque sea por un rato, de la realidad y todos sus tentáculos. Aunque esto último tampoco es plenamente satisfactorio porque suena a fugaz o ilusorio. Ay, esa “condición de animales tristes” parece marcar nuestro sino como pesado fardo desde que nacemos.
ResponderBorrarPS. Esta banda sonora le viene bien a su entrada de hoy, a modo de cierre, aunque me temo que es otra efímera válvula de escape… ¡qué le vamos a hacer!
https://www.youtube.com/watch?v=xGytDsqkQY8
Mil gracias por la banda de escape... perdón: sonora, apreciado José. el problema es que los diez días de exilio hacen más patéticos los restantes 365 : se lo puede uno pasar todo el tiempo añorando ese paraíso perdido.
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