“¿O acaso la ciudad no
era la suma de cada pequeño egoísmo, cada desprecio, cada acto de pereza y
desconfianza y crueldad cometido por cuantos vivían en ella?”
Para llegar a esa sospecha la conciencia que
lanza la pregunta ha debido recorrer cada uno de los pasadizos físicos y
mentales de un laberinto llamado Nueva York,
oscuro y amenazante como la noche del gran apagón de 1977.
Todos los caminos de la ciudad
parecen conducir a la sala del hospital
Beth Israel donde agoniza Samantha Cicciaro, una adolescente tiroteada en el Central Park durante la última noche de
1976, el Año del Bicentenario, en el que los descendientes de los viejos
peregrinos festejaron su llegada a la tierra de promisión.
Por momentos uno alcanza a sentir que ese cuerpo doliente
es en realidad el corazón de una ciudad que arde en lo más hondo de sus entrañas, mientras las guitarras, las baterías y la poesía sucia de
las bandas de punk marcan con sus imperfectos acordes el ritmo de un mundo que
ha enloquecido.
Igual que en una canción de Patti
Smith.
Y entonces, como el narrador de
la historia, lo comprendemos: el producto más puro de América, su más honda
seña de identidad es la locura, la imposibilidad de encontrarse a sí misma
entre la alienación de la política, la economía y su manifestación más visceral:
el consumo y el derroche como expresiones del sin sentido. Así lo han desnudado
sus grandes escritores, desde Melville y
Poe hasta este Garth Risk Hallberg, autor de Ciudad en llamas, una despiadada metáfora sobre un mundo que se
desploma.
Es Nueva York. La Nueva York
celebrada, llorada, envidiada y odiada hasta el hartazgo por todos los habitantes del planeta.
Igual que en la ciudad ubicable en los mapas, los
protagonistas van por las calles con sus vidas
rotas. No importa si son triunfadores o perdedores: todos deben
depositar su ofrenda en el altar del
desastre.
Como William Hamilton – Sweeney,
por ejemplo. Heredero de una de las más grandes fortunas de la ciudad y
convertido en Billy Tres Palos, fundador de una banda de punk llamada Ex Post Facto y adicto a la heroína,
el Brown sugar cantado por los Rolling Stones en una de sus más recordadas
canciones.
O como su amante Mercer, un
inmigrante de Georgia que llegó desde su
pueblo en busca del viejo señuelo: la libertad y las oportunidades, para
descubrir al poco tiempo tatuado en el color negro de la piel el mensaje que la
ciudad les envía a quienes sucumben a
sus encantos: los que entren abandonen toda esperanza.
O puede ser también Regan, la hermana de William, quien
comprende muy temprano que su vida, su ciudad, sus afectos y su propio cuerpo
son en realidad una prisión de la que no hay salida, salvo la prodigada por la
fría caricia de la muerte.
Porque no hay lugar aquí para los
grandes mitos. Ni el del fuego familiar,
sintetizado en la caricatura de las navidades
como sucedáneo de unos afectos que no pueden prosperar en medio de
imposturas, traiciones y matrimonios rotos. Mucho menos el de América como tierra abonada para las grandes
empresas, porque en la realidad de todos los días los negocios se amasan con
crímenes y fraudes , como bien nos lo
hace saber la figura de “ El hermano
diabólico”, un personaje que emerge de las mismas tinieblas para
hacerse con el poder en medio de un
mundo que naufraga.
En semejante paisaje no hay lugar para el amor, la amistad o alguna
otra forma de consuelo. Para todos los expulsados del paraíso que van por la ciudad
no hay comunión de almas o algo parecido. A duras penas queda el sexo como incierta y
fugaz forma del olvido.
O las jeringas. O las pastillas
de colores que fulminan el cerebro y envenenan la sangre. Porque en este
desierto de rascacielos, yonquis, putas y especuladores las drogas cumplen el papel de las viejas sustancias rituales
que acompañaran el encuentro de los pueblos con sus divinidades.
Pero aquí no hay divinidad
distinta al dinero ni conjuro diferente al sálvese quien pueda que se escucha
en los gritos callejeros, en las agonías
de la cópula y en los estertores de quienes se despiden de sí mismos en los bares, en el metro, en las salas de
negocios, en los callejones … o en las salas de hospital donde seres
abandonados de la mano de Dios y de los hombres elevan una plegaria al vacío
que los cobija.
No es casual que dos de los protagonistas, William y
Mercer renuncien a la redención en un sector de la ciudad llamado Hell´s Kitchen: la novela está
surcada por parábolas de ese tipo.
De repente, irrumpen personajes
que parecen portar algo de esperanza: Pulaski,un policía tullido que aún cree en la justicia. O Richard, un
reportero convencido de que todavía es posible escapar al cinismo que lo rodea…
hasta que aparece ahogado en una charca del puerto.
Lo demás son sombras. Espejismos que surgen y se desvanecen en la noche. Una
noche eterna que palpita entre los destellos del neón , mientras sus habitantes
se deslizan hacia alguna de las muchas
bodegas abandonadas durante la crisis inmobiliaria de los setentas, esa
quiebra que- como todas- sirvió para volver más ricos a los ricos mientras dejaba a su paso una
estela de desamparados a merced de una ciudad en llamas.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
"Mucho menos el de América como tierra abonada para las grandes empresas, porque en la realidad de todos los días los negocios se amasan con crímenes y fraudes, como bien nos lo hace saber la figura de “El hermano diabólico”, un personaje que emerge de las mismas tinieblas para hacerse con el poder en medio de un mundo que naufraga."
ResponderBorrarCaramba, Gustavo, hablas del libro de Garth Risk Hallberg o comentas la actualidad política de Estados Unidos?
Bueno, mi querido don Lalo... ese calificativo de " El hermano diabólico trasciende los límites de la ficción y se instala de plano en nuestra realidad de todos los días... empezando por los Estados Unidos de América.
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