Un haz de chispas enciende la esquina de la calle veinte del
Parque Olaya Herrera de Pereira en esta tarde
de sábado.
Como atraídas por un imán, medio
centenar de personas se reúnen a contemplar un rito que viene de siglos.
El centro de todo es el cuerpo
de Zulma Obando, una mujer negra de
treinta años que se mueve al ritmo de la marimba de chonta, instrumento
del Pacífico colombiano en el que
se juntan el viento, el agua y la madera
para hacerse música, alabanza, canción.
Cada movimiento de Zulma es palabra, cada surco de su piel una
historia, como la cicatriz rosa que le cruza
la mejilla izquierda: recuerdo del navajazo propinado por un miliciano, la primera vez que intentó
escapar de las filas paramilitares
en las montañas del pueblo vallecaucano de Puerto Merizalde, el lugar
donde se refugiaron sus padres, Roselio
y Etelvina.
Allí donde empezó todo.
Roselio y Etelvina bajaron por el río y la selva desde Bebedó y luego por la
costa chocoana, huyendo de los explotadores de madera y oro que un día llegaron
con sus motosierras y desplazaron a cuanto vecino constituía un obstáculo para sus intereses. Quienes se
opusieron encontraron muy pronto
un cementerio en el bosque o una tumba de agua en el río.
Todos los parientes de Zulma acabaron así. Menos sus padres, que una
madrugada empacaron sus cosas en costales de fibra y siguieron el curso del
río hasta alcanzar la costa alta del Pacífico, a unas diez horas de
Buenaventura, adonde se dirigieron en una embarcación repleta de fugitivos y
contrabandistas.
En ese puerto cantado por el
maestro Petronio Álvarez engendraron a
su única hija y de allí partieron otra vez costa abajo, en un ardiente verano
de 1989. Vivieron en al menos una docena
de pueblos de la costa Pacífica, hasta que un día de 1995 llegaron a Puerto Merizalde, convencidos
de que habían encontrado al fin un lugar
donde echar raíces.
Zulma vende en las calles jugos
de chontaduro y borojó, dos frutos con legendarios poderes afrodisiacos. Tanto,
que a una combinación de ambos con otros productos le dicen
revientacatres. Usted se toma una
dosis de esto y lo pone a caminar en tres patas, exclama un hombrón de casi dos metros, que
hace fila frente a la olla donde Zulma
reparte su bebida mágica.
Mama, que será lo que quiere el
negro. La tonada sale de una vieja
grabadora Sanyo comprada en una tienda de artículos usados. Zulma no para de mecerse mientras
con una mano entrega los vasos rebosantes de la bebida espesa y con la otra recibe
billetes y monedas de mil pesos. Es un
día caluroso y las ventas se multiplican.
De Buenaventura también tuvieron
que salir a las volandas, cuando las
primeras bandas de extorsionistas
empezaron a cobrarles a sus padres cuotas semanales por permitirles mantener su negocio de venta de bebidas y
comestibles preparados con frutos traídos del Chocó. Zulma lo cuenta así:
De nuestra casa en Buenaventura escapamos a medianoche, porque las ventas ya solo daban para pagarles a los tipos esos. Una pandilla conocida con el nombre de Los afrecheros. Salimos con lo que llevábamos puesto y nos embutimos en una lancha, propiedad de los Arrieta, unos amigos de mi papá que transportaban combustibles por toda la costa, desde Buenaventura hasta Tumaco. Yo tenía apenas dos o tres años de nacida y ya sabía lo que era el miedo. De modo que, para espantarlo, me ponía bailar con la música de la grabadora de algún viajero, y si no había música me movía al ritmo de las olas del mar. Todo el mundo se entretenía mirándome. Por eso decían que yo venía a ser la recreadora de los pasajeros.
Después de un recorrido de varias semanas, acabamos en un lugar llamado Puerto Merizalde, donde mis padres se ganaban la vida con lo que tuvieran a mano: la venta de comestibles, la pesca, la madera, la caza. Cualquier cosa con tal de no morir de hambre. Y yo baile que baile. Todas esas cosas me las contaron, porque la verdad todavía estaba muy chiquita y me acuerdo de muy pocos detalles.
En Puerto Merizalde se hizo adolescente y descubrió que, aparte de
los placeres del baile, el cuerpo prodiga otro tipo de goces. En 2003 se
enamoró de Luis Bastidas, un
ecuatoriano corpulento que recorría la costa a bordo de una pequeña
embarcación repleta de linternas, botas de caucho, analgésicos y
antibióticos para los grupos armados que
transitaban por la zona.
Fue por esos días cuando tuvieron noticia de la
presencia de guerrilleros y paramilitares
en esos territorios.
Bello puerto del mar mi Buenaventura/ donde se aspira siempre la brisa
pura. Los movimientos de Zulma avivan el deseo en la decena de hombres que
la miran bailar en esa esquina. Durante
la semana, mientras les vende la bebida
afrodisiaca, les habla de su siguiente presentación: en un parque de Cartago; en una escuela
de La Virginia; en la caseta comunal del barrio San Nicolás de Pereira, o aquí,
en esta esquina del parque Olaya Herrera, donde oficia el ritual con el que sus
antepasados conjuraban a los demonios o celebraban los milagros de la vida en
remotas aldeas de África.
A mi querido Luis me lo
mataron a tiros una tarde de domingo
mientras tomaba cerveza en una tienda del pueblo. Nunca supimos quién lo hizo,
pero eso vino a ser como un anuncio, porque a las pocas semanas unos tipos
armados visitaron a mis padres en su negocio. Primero les compraron algunas cosas y luego fueron al grano: necesitamos llevarnos
a su hija, porque tenemos pocas mujeres
en el campamento, les dijeron. Ustedes
escogen: ella se va con nosotros y les garantizamos una plata cada mes, o aquí
mismo los quebramos a todos.
Por supuesto, mis papás se negaron. Los tipos les dieron una semana
para pensarlo y yo, para salvar su vida, me escapé una noche por la ventana y
me reuní con los hombres en un caminito a la salida del pueblo. Al final resultaron ser unos paramilitares
que me convirtieron en la prostituta de los comandantes. Cada fin de semana
tenía que pasarlo con uno distinto, hasta que uno de ellos quiso obligarme a
hacer cosas que me daban asco. A pesar de que ponía en peligro la vida de mis
padres, no soporté más y escapé en la
semana santa de 2005 con la ayuda de
unos muchachos que, por más plata y mejores condiciones, habían decido pasarse a la guerrilla.
Jugos de amor para enderezar la guasamayeta, se lee en la etiqueta del frasco que Zulma vende a
dos mil pesos la unidad. Es enero
de 2017. El sol cae a plomo sobre las
calles de La Virginia, un puerto sobre
el río Cauca que hace unas cinco décadas vivió
sus días de gloria. A la mujer la
llama el golpe de los remos en el agua y
por eso se acerca por aquí por lo menos cuatro veces al año.
Mama qué será lo que quiere el negro.
Fue así como llegamos a Tumaco, un punto de tráfico de armas y drogas
controlado en parte por la gente de las Farc. Allí empecé a trabajar como
correo, llevando paquetes y mensajes a
lugares cercanos. Como me enseñaron a manejar moto las cosas se hacían con
mayor facilidad. Fue todo un cambio de vida, hasta que me quedé embarazada de
Rubén, uno de mis compañeros de fuga. Y ahí fue cuando los jefes de la
guerrilla empezaron a acosarme para que abortara. Por esos días ya sabía que
los paras habían matado a mis padres y sentía que el
bebé era lo único bueno que tenía en la vida. En la misma moto en la que
llevaba mensajes escapé una madrugada, pasando toda clase de retenes, hasta que
un señor de un camión me ayudó a llegar a Pasto, donde trabajé un mes haciendo
limpieza en restaurantes para conseguirme los pasajes en bus hasta Cali.
En el sector de Aguablanca, una barriada de marginados que palpita en las entrañas de
Cali, Zulma logró contactar a unas paisanas llegadas del Chocó profundo,
desplazadas a su vez por mineros y
madereros provenientes de Antioquia. Con ellas estuvo seis meses hasta que nació Wanda, la pequeña hija que desde
entonces se convirtió en el motivo de
todos sus desvelos.
Y aquí estoy, vendiendo jugos
para que los hombres calienten la verga y las mujeres mojen la entrepierna. En
los días de descanso, bailo ante mis
hermanos de raza y ante todo aquél que
quiera verme ¿No le parece que eso si es
prestarle un gran servicio a la humanidad?
Y se queda allí, girando entre
las incandescencias de esta tarde de sábado,
mientras los asistentes, abismados ante esos movimientos que parecen surgir del
centro de la tierra y vencen por momentos
la ley de la gravedad, pagamos
con monedas devaluadas esta inesperada forma del milagro.
PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Este comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderBorrarZulma, Eucaris, Danerys... una geografía de nombres, de pieles que la insensatez de la guerra preña de dolor; pero también hay lugar para la alegría, como lo demuestra Tavo en esta estupenda crónica que meece letras de molde. ¡Qué viva Changó!
ResponderBorrarEl gran putas, el mandigas, el diablo: los nombres de este símbolo de la vida son legión, como lo relata el Nuevo Testamento.
BorrarDe ahí viene la fuerza que les ayuda a sobrevir a seres como Zulma.
Y yo me sigo preguntando por qué a ninguno de mis paisanos no se le ha ocurrido copiar la idea de este milagroso brebaje “para enderezar la guasamayeta” (resulta que también en nuestra amazonia tenemos la “chonta” pero solo la consumen los lugareños), habida cuenta de que Bolivia es el paraíso de las supersticiones, tal negocio debería florecer sin mayor problema, aventuro. Creo que voy a ser el primero que se avive, jeje. El problema es dar con la fórmula mágica, seguramente más celosamente guardada que la receta de la coca cola. Gracias por la magnífica historia, y por la música exquisita que nos comparte.
ResponderBorrarAnímese,José. Nada se pierde con ensayar. Digo... por lo de enderazar la guasamayeta.
ResponderBorrarY lo de las músicas. Bueno, este continente es todo un prodigio de ritmos y relatos que lo surcan en todas direcciones.
Zulma Obando es una refugiada... de los madereros, de los buscadores de oro, de los paras, de los guerrilleros, de los hombres. Me pregunto con qué cara Trump le prohibiría la entrada. Gran relato.
ResponderBorrarBueno... con su cara de hermano diabólico, mi querido don Lalo.
ResponderBorrarQué bello Tavo, te sobraste !!!
ResponderBorrarAmén.
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