De niño, frente a la pantalla
del televisor en blanco y negro, siempre
me fascinó la torpe obstinación del coyote
persiguiendo a ese pájaro zanquilargo por un desierto infinito.
Como todas las personas a esa
edad vi decenas, cientos de veces los mismos episodios sin que llegara a
cansarme la repetición.
Había una suerte de misterio
en esa sucesión de equívocos.
Ni los explosivos, ni las flechas
ni las trampas artesanales le ayudaban mucho al coyote en su propósito: a última hora, cuando estaba
a un tris de atrapar su presa, ésta se le escurría de las garras. Algo pasaba
siempre: o la pólvora estaba húmeda
o le estallaba un segundo antes de
arrojarla. Las flechas erraban el blanco
o chocaban con objetos surgidos de la nada. En fin, que la trampa se atascaba y
el perseguidor terminaba adolorido y atrapado por su propio artilugio.
Tardé unas cuantas décadas para
entender con algún grado de racionalidad que en esa historia palpitaba una metáfora sobre las
cosas inasibles: el deseo, la dicha, el
amor. Es decir, la vida misma.
Y entonces me resultó ineludible pensar en Sísifo empujando su piedra cuesta arriba en medio de grandes
fatigas… solo para reiniciar la tarea pocos metros antes de llegar a la cima. O al
menos a lo que él creía que era la cima.
Igual que en la historieta.
O mejor dicho: igual que en cada segundo, en cada minuto, en cada día,
en cada año de nuestra existencia.
Por eso se queman muñecos de Año Viejo y se brinda en la medianoche del
fin del ciclo anual: para regalarnos la ilusión de que el pasado queda atrás y
de paso creer que, ahora sí, vamos a
alcanzar al Correcaminos de la
propia vida.
Asunto imposible de entrada porque perseguidor y perseguido son
en realidad la misma criatura. Echamos a volar espejismos para olvidarnos del
vacío que, como el desierto, se extiende
entre nuestro punto de partida y el de
llegada. Entre la nada que nos precede y
la que nos sucede.
Como nos lo han explicado tantas
veces, desde antes de la escritura los mitos tratan de hacer comprensible
el enigma de nuestro tránsito por el mundo. Todos los
anhelos, los miedos, las fatigas, las obsesiones y los desencantos se resumen
allí. Por eso trascienden el campo del
arte y la literatura para devenir espejos,
cifras de nuestra aventura personal y colectiva.
Allí está, por ejemplo, el mito
del vampiro atravesando siglos y
geografías para recordarnos la
desesperación del hombre viejo que busca
en la piel, en la sangre de las muchachas un último aliento que le permita
recorrer el tramo final.
O el más socorrido de todos:
Prometeo sediento de infinito, encadenado a la roca de su propia impotencia.
Siglos atrás, los ancianos de la
tribu estaban encargados de cuidar y multiplicar esa suerte de galería de
espejos en que se mirarían sus
sucesores.
Los hijos de esta época
disponemos de otros artefactos para contemplar el reflejo propio y el ajeno.
Tenemos el cine, la televisión, las revistas, los discos, la internet y unos
cuantos artificios cada vez más sugestivos.
Pero no debemos confundirnos con
el ropaje. En el fondo es lo mismo:
millones de seres persiguiendo algo
entrevisto en sueños o escuchado en medio de una conversación distraída.
Justo en ese
punto se desata una persecución en la
que dejamos pedazos de nosotros mismos, como señales regadas al azar hasta que
solo queda un montoncito de huesos ardiendo en el desierto.
Igual que en la historia de
Sísifo y el Correcaminos.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.
El coyote como Sisifo... Ahora lo veo claro. Cuando yo veía esos cartoons pensaba que la ironía pasaba por el hecho (imposible de probar) de que el correcaminos no era comestible, lo veía como una mala elección de objetivo, una metáfora de esos errores capitales en la vida, como el de Borges al creer en la caballerosidad de los militares golpistas, o el de Neruda al confiar en la nobleza de la Unión Soviética. Ahora me has convencido, era o es una metáfora del amor no requerido, el de nuestras fantasías de adolescentes, teñidas de romanticismo, que siempre terminaban con la piedra arrollándonos y arrastrándonos cuando caía nuevamente al valle de las desdichas.
ResponderBorrar¡Ay Dios! ¡ A que Cimas- o simas- nos ha conducido usted, mi querido don Lalo. Ahora estamos retomando la vieja metáfora del desierto como laberinto.
ResponderBorrarMil gracias por ese sugestivo cambio de rumbo. !Peep peep!
Somos y seremos eternos perseguidores de objetos que representan lo inalcanzable (deseo, dicha, amor, otros) como bien empieza la enumeración Gustavo. De hecho, perseguir lo inalcanzable signa el hecho de vivir: la cotidianidad se nos hace soportable porque siempre nos creamos una meta, un más allá incierto.
ResponderBorrarDe acuerdo, querido coyote.
ResponderBorrarGustavo, sólo diré que algunos fanart , o el arte hecho por fanáticos, o ciertas parodias de otras series animadas, han concretado el deseo de Coyote. La inquietud se presenta en tal punto: ¿Qué hará Coyote con su vida tras capturar al Correcaminos?. Me recuerda aquella película de una historia de Stephen King, Sueños de fuga o Sueños de libertad, o The Shawshank Redemption, donde uno de los personajes, un prisionero de una cárcel gringa, recupera su libertad después de varios años de pagar su condena. Cuando sale ya es anciano y, al no encontrar un lugar en una sociedad que no era la de sus recuerdos, la de su memoria, decide suicidarse. Saludos, maestro. Le dejo el link de uno de tantos universos alternos sobre la existencia de Coyote:
ResponderBorrarhttps://www.youtube.com/watch?v=-1fpIbYc-WE
¡Carajo! Ahora si quedé metido en un berenjenal, apreciado Eskimal. Ha dado usted con el eslabón faltante : si el correcaminos atrapa al fin su presa ¿Qué se pondrá a hacer el pobre? Como sucede con todas las cosas de la vida, el cumplimiento de los deseos es apenas el paso previo al despeñadero.
ResponderBorrarMil gracias por el enlace.