Cuando llegan las vacaciones,
Diego Hernán Ardila dedica tres días a revisar su viejo campero Land
Rover modelo 1967 y prepara sus bártulos con minuciosidad de relojero:
picos, sogas, botas, guantes, arneses, linternas, pasamontañas, calcetines,
cinturones, recipientes para el agua y muchas variedades de chocolate.
Entonces pone a funcionar el viejo motor y parte carretera abajo rumbo a alguna montaña entre Popayán y la Tierra del Fuego.
Como tantos viajeros solitarios- que son los únicos viajeros de
verdad- va en busca de su reino perdido.
Para ello tendrá que evitar las
hordas de turistas, emisarios naturales del ruido y el tumulto.
Su
destino esta vez son los Andes a la altura de Mendoza, entre Argentina y Chile.
Pero a lo mejor tome un desvío y
se dirija hacia Puno, en los límites
entre Perú y Bolivia. Allí donde el sol
y el hielo reanudan cada mañana su vieja
charla.
Ardila ama una vieja palabra inglesa: Serendipity. Algunos la
traducen como error afortunado. Yo pienso que en realidad quiere decir
revelación, reencuentro. Es decir, la fuerza que mueve a los andariegos de todo
el mundo.
Y ese es, en últimas, el propósito de este
profesor de matemáticas que ama la perfección de las ecuaciones y el misterio
de los números transfinitos.
Después de muchos días de
escaladas y de sentir las agujas del frío clavadas en la piel, Diego Hernán Ardila, de cuarenta y cinco años,
obtiene la recompensa, que en su caso va
mucho más allá de coronar la cima o superar una marca: En realidad su premio es
alguna de las múltiples formas del silencio.
Quienes lo valoramos sabemos que
el silencio no es uniforme. Al contrario:
se presenta bajo diversas manifestaciones. A veces es un rumor
de agua. En otras aparece como un murmullo
de viento y arena. En días especiales nos habla con el elocuente y preciso lenguaje
de las piedras.
Por eso es un fruto tan difícil.
Somos una especie ruidosa. Más
ruidosa incluso que las cotorras y los monos aulladores.
Nos gusta el ruido porque nos
permite escapar de nosotros mismos. Nos ayuda a no escuchar los latidos del
propio corazón.
¡Súbale, Súbale! Les dicen a sus oyentes los programadores de
música en las estaciones de radio, en una abierta incitación al estropicio auditivo.
¡Goooooooool! Ladran los
narradores de fútbol, y los fanáticos les responden en un coro de treinta mil
voces.
¡Compre ya el último juego de sala! ordena un energúmeno en una
pieza publicitaria.
Y
así se nos va la vida, sin poder escuchar lo esencial, porque a lo
anterior se suman las bocinas de los automovilistas frenéticos, los amplificadores
instalados en bares y almacenes , así como los pregoneros de cuanto cachivache
venden para ser feliz en el más allá y en el más acá.
Nos negamos a admitir que al final del camino nos aguarda el
silencio. Una reserva infinita de silencio.
A millones esa perspectiva los
aterra.
Por eso arman el bullicio cada
vez que se presenta la oportunidad.
Y por eso cada semestre Diego Hernán Ardila
suspende por un mes sus diálogos con
Bertrand Rusell y Georg Cantor, esos
poetas de los números, y se va en busca de su viejo amigo. Ese con el que puede
conversar sin palabras.
El poeta Paul Simon también sabía
de esas cosas. Por eso compuso The sound of silence, una canción despojada de sentido con el paso de los años y
convertida en tonada de púlpito por pastores de todas las sectas.
Se acercan las vacaciones de
mitad de año y Ardila ya empieza a consentir su viejo Land Rover. Ese vagabundo de la tierra, ese guerrero del camino que
no lo abandona ni en las circunstancias más hostiles.
El sonido de su motor es lo único
que escucha en sus largos recorridos. Después de dos décadas ha aprendido a entenderse
con él. Al fin y al cabo, el campero es
su única familia.
El jeep y las ráfagas de viento que
le anuncian la proximidad del silencio.
PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.
En definitiva, un espíritu libre. Parece un personaje afín a Mad Max en el fondo, más allá de las diferencias de estilo y personalidad. Aunque siempre me ha parecido que los viajeros solitarios emprenden la aventura para huir de sí mismos, para encontrar un antídoto al hastío. En los periplos del viaje, quizás tropiecen con eso que otros autores llaman hallazgo afortunado o descubrimiento inesperado.
ResponderBorrarAh, y los viejos Land Rover ya no se ven mucho por estas tierras, quizá alguno en manos de un jubilado, aquí mandan los jeeps Toyota setenteros.
Yo lo veo al revés, apreciado José : se buscan a sí mismos en el camino y el silencio, que son, por definición, los únicos escenarios en los que resulta posible aproximarse a lo que en otros tiempos llamaban " La esencia del ser", esa noción desterrada por el homus consumidor, que solo es capaz de encontrarse en los objetos a través de una secuencia infinita que solo conduce- esa sí- al hastío sin remedio.
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