¡Llegó el enciclopedista! Gritaba mi mamá Amelia desde la cocina
cuando el último día del mes sonaba el timbre de la puerta a primera hora de la
mañana.
Mi vieja que hoy, a los ochenta y dos años, no tiene idea de
quienes fueron Voltaire o Diderot, lo
llamaba así: El enciclopedista.
Se trataba de don Manuel
Carrillo, el señor que le vendió cuatro tomos de una enciclopedia de tapas
azules, en los que empecé a resolver los
enigmas que se abrían ante mí como un océano sin orillas.
Don Manuel entraba, se tomaba un
café mientras aguardaba el pago y
lanzaba al aire su sartal de frases mágicas, como si él por su cuenta y riesgo
fuera el autor de los descubrimientos:
-
La aurora boreal es provocada
a partir de electrones generados por las radiaciones solares.
-
Yugoslavia era en realidad un puñado de
repúblicas unificadas a la fuerza por el mariscal Tito.
-
La División Azul fue un contingente
enviado por el general Francisco Franco en auxilio de Hitler durante la invasión
a la Unión Soviética.
-
El
matemático Georg Cantor postuló la idea de los números transfinitos.
-
Los
diamantes son una forma del carbón.
-
En
Australia los conejos llegaron a ser una plaga que devoró miles de hectáreas de
cultivos.
-
Zenón formuló la paradoja de Aquilles y la
tortuga.
Yo lo escuchaba embelesado. Don
Manuel resumía para mí lo que hoy se conoce como la sociedad de la información
y el conocimiento.
Para entonces, mi mamá salía con
su fajo de billetes arrugados, el hombre se despedía con un alarde de buenos
modales y desaparecía hasta el siguiente fin de mes.
Crucé la adolescencia en un
diálogo perpetuo con los prodigios de esa enciclopedia. Cada vez que una nueva duda asomaba en el
horizonte me hundía en esas páginas
llenas de ilustraciones y fotografías.
No había preguntas del reino de este mundo que no tuvieran su respuesta allí: las del
otro mundo podían esperar.
Contemplándome así de
ensimismado, mi madre se preguntaba a ratos si lo de la enciclopedia había sido
de veras una buena inversión.
Años más tarde, cuando descubrí
quienes habían sido en realidad los
enciclopedistas, me resistí a creer que
superaran en sabiduría a don Manuel.
Por eso conservo como un tesoro
esos cuatro tomos de páginas amarillas
frecuentadas cada vez más por familias enteras de ácaros.
Debe haber muchos misterios aún
no resueltos agazapados en sus páginas.
Pero además está el asunto de la
fidelidad. Aunque por razones de
agilidad y precisión me abandono cada vez con mayor frecuencia a los poderes de Google, esos
gordos volúmenes conservan su aura encantadora.
Igual que La Biblia, Las mil y
una noches y los versos de Pombo.
Todavía hoy imagino a los
redactores de enciclopedias como una cuadrilla de gnomos hurgando en las
entrañas de la tierra. De repente destella ante sus ojos la luz verde, roja o
azul de una piedra diminuta: es una idea, un concepto recién acuñado, una
palabra precisa que el hombrecito llevará en su viaje de regreso a la
superficie para ofrendarla a los humanos.
De esa manera el horizonte se
hace más amplio: una secuencia infinita de ventanas se abre dejándonos frente a
nuevas preguntas por resolver.
Entonces comprendo por qué la
palabra ventana es tan cara al mundo de la Internet.
Un solo click y el mundo se
expande un poco más hasta tocar los bordes de la nada, esa expresión suprema
de lo que es y no es al mismo tiempo.
Los navegantes de la red conocen
muy bien esa sensación: cuando creen haber
encapsulado el infinito en una palabra o en una imagen ésta se
desvanece un segundo después.
No queda otra salida que dar el
siguiente paso como quien intenta cruzar, saltando de piedra en piedra, un
río desprovisto de orillas.
Son las mismas piedras sobre las
que he venido saltando desde que mi madre compró al fiado los cuatro tomos de
la enciclopedia.
Parado en la mitad del río, evoco
a don Manuel Carrillo y recuerdo que ya nadie puede ganarse la vida vendiendo
esos librotes. Su oficio ha desaparecido, como el del buhonero o el
afilador.
Tal vez por eso me hace tan
valioso el recuerdo de mi madre gritando desde la cocina cuando sonaba el
timbre al llegar a fin de mes:
¡Llegó el enciclopedista!
PDT les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
El nuevo enciclopedista llamado Google dice que los conejos se resisten a desaparecer y eso que el gobierno australiano ha liberado hace pocos meses un virus letal para acabar con la plaga. Entrañables evocaciones que bien pueden ser extendidas a cualquiera que haya tenido aprecio por los libros. No hay nada parecido a los recuerdos guardados en esos gruesos volumenes.
ResponderBorrar¡Un virus letal! Por lo visto, ni el mismísimo Bugs Bunny se salvará en esta ocasión, apreciado José.
ResponderBorrarA propósito : en algunas de esas enciclopedias aparecían reseñas biográficas de los personajes más célebres entre los dibujos animados.
Toda una maravilla.
Recuerdo a un personaje similar que pasaba por nuestro barrio vendiendo enciclopedias y el “último Nobel”, siempre un escritor de su misma capilla política. (Seguía vendiendo el mismo libro al año siguiente si la política del nuevo Nobel no le gustaba.) Y tu entrada me lleva a una reciente visita a una redacción periodística, tras un par de años de meditación solitaria en una cueva. Comprobé que los periodistas jóvenes siguen profundizando rápidamente su aprovechamiento de los recursos tecnológicos. Yo me considero, o me consideraba, bastante diestro en esto, pero nada que ver. (No entremos a discutir las posibles consecuencias laborales de esto en el futuro.) Bueno, ahora el jefe pide una nota en la que quedaría bien alguna alusión a la mitología griega y en un segundo nos enteramos de que no se debe confundir a Chronos, personificación del Tiempo, con Cronos (o Kronos), hijo de Urano y Gaia (la Tierra) y padre del mismísimo Zeus, quien le puso una zancadilla y lo encerró en… ya saben. Recuerdo una época en que debíamos acudir a los archivos o la enciclopedia para enterarnos del nombre real de Tiradentes, o del primer club de Stanley Matthews, o de si llovió realmente el 25 de Mayo de 1810 en Buenos Aires… Y esto también vale para muchos otros oficios que requieren de información. Cuento esto porque los artículos tenían otro sabor entonces: no es lo mismo seguirles la pista dos o tres días, documentándose aquí y allá, que despacharlos en un par de horas.
ResponderBorrarEs más o menos como la fast food, mi querido don Lalo : llena pero no alimenta, porque el olvido acontece con la misma rapidez con que se accedió a la información o a los simples datos.
ResponderBorrarA mi me sigue encantando la idea del investigador como explorador que a cada instante puede encontrarse con una sorpresa: ya conocemos los fascinantes sentidos de la palabra serendipity.
Por lo demás, están bien documentadas las consecuencias de todo esto: exceso de información y escasez de conocimiento.