Rara vez los escritores de
poesía y de ficción son conscientes de
los caminos transitados en sus procesos creativos.
Y está muy bien que sea así: de esa manera los protagonistas y sus circunstancias fluyen desde las fuentes más profundas hasta alcanzar la superficie, donde se enfrentarán a los únicos que pueden dar cuenta de su existencia: los lectores.
Porque no existe historia escrita
sin lector.
En ese tránsito el escritor es
apenas un intermediario. Invaluable, sí, pero intermediario al fin y al cabo.
Por eso, a pesar de que el libro
físico pudiera parecer algo fijo e
inmutable, en últimas es todos los
libros que sus lectores imaginan.
Es más: el mismo lector puede
modificarlo a su antojo, dependiendo del
tiempo y las circunstancias.
Recordé ese detalle cuando
el poeta y gestor cultural Giovanny
Gómez me invitó a compartir una charla con el escritor Héctor Abad Faciolince,
a propósito de su novela La oculta.
¿Qué es para mí La
Oculta?
Bueno, puede ser una parábola
sobre la Historia de Colombia. Una
finca. La finca imaginada como una suerte de refugio, devenido escenario de
violencias tempranas. A ese territorio,
por lejano y bien escondido que se encuentre, tarde o temprano llegarán los
bárbaros, en el viejo sentido de esa
palabra.
Es decir, los fronterizos
empujados por su propia codicia y por el
atractivo de un pedazo de tierra sin
invadir.
Eso lo aprenden muy bien Pilar,
Eva y Antonio Ángel, quienes un día
descubren todas las maneras del dolor
inscritas en la propia piel, al modo de esos tatuajes que cuentan en
imágenes cifradas la aventura de una comunidad.
Pero también es una metáfora del
desarraigo. De un anhelo inefable de volver a las raíces.
A
partir de los años cuarenta del siglo anterior, expulsados por una
de nuestras cíclicas carnicerías
disfrazadas de pugnas partidistas, miles de
colombianos ocuparon la periferia de las capitales.
Al igual que Bogotá, Cali, Manizales, Pereira y Armenia,
Medellín recibió a hombres y mujeres despojados
hasta de sí mismos. En sus fábricas y almacenes muchos encontraron la
forma de reinventarse la vida.
Otros se
quedaron al margen de todo y de todos.
Pero en ambos alentaba la
nostalgia del solar. De un pedazo de tierra que les sirviera de asidero.
Unas décadas más tarde sus
descendientes convertirían las secuelas
del despojo en un anhelo: tener la propia finca.
“Así sea media cuadra de tierra donde caerse muertos”, decían Martiniano y Ana María, mis abuelos maternos,
ellos también desplazados, despojados, humillados y ofendidos durante los
tiempos de la violencia liberal conservadora.
Comprar una finca, volver a la
tierra, a las raíces, resumía toda posible forma de redención.
En ese trasegar, podríamos decir
que La oculta es el reino perdido de la infancia, tan caro a los
grandes espíritus románticos.
Quizá para curarse de esos males,
muchas casas urbanas conservaron durante
años un área interior donde los dueños
plantaban mangos, guayabos, naranjos, bananos y todas las
variedades posibles de flores y hierbas
aromáticas.
Era lo más parecido a la finca
que podían tener. Una fracción de
paraíso al alcance de la mano.
El solar.
Finalmente, La oculta
me lleva a pensar en un país con un pie anclado en la modernización y
otro en los meandros del feudalismo con
sus prejuicios, sus atavismos y su peculiar manera de ordenar el mundo en
blanco y negro.
Miles de colombianos pasan el
sábado en el centro comercial, es decir, en su
particular versión de lo urbano y lo cosmopolita.
Pero el domingo buscan sosiego en el campo, en la
finca, en las raíces.
Por supuesto, no son conscientes
de ello. Pero lo buscan con ahínco.
Ese viaje les ayuda a emprender
la siguiente semana con algo parecido a una esperanza rediviva.
No creo que cuando escribió La oculta, Héctor Abad Faciolince haya
sido consciente de esas cosas.
Ni falta que le hace.
Pero en mi condición de lector,
ese viaje me remitió a su primer libro, Tratado de culinaria para
mujeres tristes.
Era un ejemplar de tapas azules
regalado, cómo no, por Juan Carlos Pérez.
Corrían los años noventa del
siglo anterior.
Cuando terminé de leer La
oculta, sentí que había estado en realidad frente a un nuevo capítulo de ese largo, gozoso y
tantas veces tortuoso camino que nos lleva de la cocina familiar a las
turbulencias de la historia individual y colectiva.
En ambos casos siempre estamos abandonando el
solar o a punto de volver a él.
De esa materia está hecha la buena
literatura.
PDT. les comparto enlace a dos bandas sonoras de esta entrada
No he leído La Oculta, que para ti es una parábola de la historia de Colombia; merecida recomendación, estoy seguro. Me interesa mucho lo que cuentas sobre el primer libro del autor, Tratado de culinaria para mujeres tristes: aparte de la calidad del título (de lo mejorcito que conozco), toca algo que siempre me ha intrigado. Estoy seguro que para ti será algo familiar. Me refiero a la importancia de la cocina, el lugar de la casa más importante desde que el hombre primitivo dividió su cueva en aposentos. El territorio de las madres y las abuelas, mucho más fascinante, en la historia y también la literatura, que el tan cacareado dormitorio.
ResponderBorrarNo olvide, mi querido don Lalo, que la gente se reunía a comer en la cocina. Vale decir, el viejo rito de compartir la caza y la pesca , aparte de conversar sobre los avatares del día.
BorrarEn la cocina se adquirían los conceptos básicos para emprender el recorrido por la vida... y la muerte.
Sobre esta última dama, no es casualidad que muchos pueblos conserven el rito de repartir comida entre quiene llegan a acompañar las ceremonias fúnebres.
Si lo vemos así, lo más esencial de nosotros mismos empieza y termina en la cocina.
Lo poco que he leido de Abad Faciolince (articulos en la Web, para ser precisos)siempre me ha parecido oportuno, culto y ameno. Al igual que a Lalo me intriga mucho su Tratado de culinaria, de buenas a primeras ya se me antoja suculento. Ah, de paso, su reseña me hizo recordar una novela muy entrañable y que lleva por título "La casa solariega" de Armando Chirveches, autor hoy casi olvidado por las nuevas generaciones.
ResponderBorrarEs apenas natural que ese título le inquiete, apreciado José. No es casual que usted escriba tan bien sobre recetas de cocina. Va uno a saber si entre ollas, sartenes y cacerolas no se cuece nuestro destino
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