jueves, 2 de noviembre de 2017

La añoranza del solar





 Rara vez los escritores de poesía  y de ficción son conscientes de los caminos transitados en sus  procesos creativos.

Y está muy bien que sea así: de esa manera los protagonistas y sus circunstancias fluyen desde las fuentes más profundas hasta alcanzar la superficie, donde  se  enfrentarán a los únicos que pueden dar cuenta de su existencia: los lectores.

Porque no existe historia escrita sin lector.

En ese tránsito el escritor es apenas un intermediario. Invaluable, sí, pero intermediario al fin y al cabo.

Por eso, a pesar de que el libro físico  pudiera parecer algo fijo e inmutable, en últimas  es todos los libros que sus lectores imaginan.

Es más: el mismo lector puede modificarlo a su  antojo, dependiendo del tiempo y las circunstancias.

Recordé ese detalle cuando el  poeta y gestor cultural Giovanny Gómez me invitó a compartir una charla con el escritor Héctor Abad Faciolince, a propósito de su novela La oculta.



¿Qué es para mí La  Oculta?

Bueno, puede ser una parábola sobre la Historia  de Colombia. Una finca. La finca imaginada como una suerte de refugio, devenido escenario de violencias tempranas.  A ese territorio, por lejano y bien escondido que se encuentre, tarde o temprano llegarán los bárbaros, en el viejo sentido de esa  palabra.

Es decir, los fronterizos empujados por su propia codicia y por  el atractivo de un  pedazo de tierra sin invadir.

Eso lo aprenden muy bien Pilar, Eva y Antonio  Ángel, quienes un día descubren todas las maneras del dolor  inscritas en la propia piel, al modo de esos tatuajes que cuentan en imágenes cifradas la aventura de una comunidad.

Pero también es una metáfora del desarraigo. De un anhelo inefable de volver a las raíces.



A  partir de los años cuarenta del siglo anterior, expulsados por una de  nuestras cíclicas carnicerías disfrazadas de pugnas partidistas, miles de  colombianos ocuparon la periferia de las capitales.

Al igual que  Bogotá, Cali, Manizales, Pereira y Armenia, Medellín recibió a  hombres y mujeres  despojados  hasta de sí mismos. En sus fábricas y almacenes muchos encontraron la forma de reinventarse la vida.

Otros  se  quedaron al margen de todo y de todos.

Pero en ambos alentaba la nostalgia del solar. De un pedazo de tierra que les sirviera de asidero.

Unas décadas más tarde sus descendientes  convertirían las secuelas del despojo en un anhelo: tener la propia finca.

“Así sea media cuadra de tierra donde caerse muertos”, decían  Martiniano y Ana María, mis abuelos maternos, ellos también desplazados, despojados, humillados y ofendidos durante los tiempos de la violencia liberal conservadora.



Comprar una finca, volver a la tierra, a las raíces, resumía toda posible forma de redención.

En ese trasegar, podríamos decir que La oculta es el  reino perdido de la infancia, tan caro a los grandes espíritus románticos.

Quizá para curarse de esos males, muchas casas urbanas conservaron durante  años un área  interior donde  los dueños  plantaban mangos, guayabos, naranjos, bananos y todas las variedades  posibles de flores y hierbas aromáticas.

Era lo más parecido a la finca que podían tener.  Una fracción de paraíso al alcance de la mano.

El solar.



Finalmente,  La oculta  me lleva a pensar en un país con un pie anclado en la modernización y otro en  los meandros del feudalismo con sus prejuicios, sus atavismos y su peculiar manera de ordenar el mundo en blanco y negro.

Miles de colombianos pasan el sábado en el centro comercial, es decir, en su  particular versión de lo urbano y lo cosmopolita.

Pero  el domingo buscan sosiego en el campo, en la finca, en las raíces.

Por supuesto, no son conscientes de ello.  Pero lo buscan con ahínco.

Ese viaje les ayuda a emprender la siguiente semana con algo parecido a una esperanza rediviva.

No creo que cuando escribió La oculta, Héctor Abad Faciolince haya sido consciente de esas cosas.

Ni falta que le hace.

Pero en mi condición de lector, ese viaje me remitió  a  su primer libro,   Tratado de culinaria para mujeres tristes.



Era un ejemplar de tapas azules regalado, cómo no, por Juan Carlos Pérez.

Corrían los años noventa del siglo anterior.

Cuando terminé de leer  La oculta, sentí que había estado en realidad frente a  un nuevo capítulo de ese largo, gozoso y tantas veces tortuoso camino que nos lleva de la cocina familiar a las turbulencias de la  historia  individual y colectiva.

En  ambos casos siempre estamos abandonando el solar o a punto de volver a él.

De esa materia está hecha la buena literatura.

PDT. les comparto enlace a dos bandas sonoras de esta entrada
 

5 comentarios:

  1. No he leído La Oculta, que para ti es una parábola de la historia de Colombia; merecida recomendación, estoy seguro. Me interesa mucho lo que cuentas sobre el primer libro del autor, Tratado de culinaria para mujeres tristes: aparte de la calidad del título (de lo mejorcito que conozco), toca algo que siempre me ha intrigado. Estoy seguro que para ti será algo familiar. Me refiero a la importancia de la cocina, el lugar de la casa más importante desde que el hombre primitivo dividió su cueva en aposentos. El territorio de las madres y las abuelas, mucho más fascinante, en la historia y también la literatura, que el tan cacareado dormitorio.

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    1. No olvide, mi querido don Lalo, que la gente se reunía a comer en la cocina. Vale decir, el viejo rito de compartir la caza y la pesca , aparte de conversar sobre los avatares del día.
      En la cocina se adquirían los conceptos básicos para emprender el recorrido por la vida... y la muerte.
      Sobre esta última dama, no es casualidad que muchos pueblos conserven el rito de repartir comida entre quiene llegan a acompañar las ceremonias fúnebres.
      Si lo vemos así, lo más esencial de nosotros mismos empieza y termina en la cocina.

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  2. Lo poco que he leido de Abad Faciolince (articulos en la Web, para ser precisos)siempre me ha parecido oportuno, culto y ameno. Al igual que a Lalo me intriga mucho su Tratado de culinaria, de buenas a primeras ya se me antoja suculento. Ah, de paso, su reseña me hizo recordar una novela muy entrañable y que lleva por título "La casa solariega" de Armando Chirveches, autor hoy casi olvidado por las nuevas generaciones.

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    1. Es apenas natural que ese título le inquiete, apreciado José. No es casual que usted escriba tan bien sobre recetas de cocina. Va uno a saber si entre ollas, sartenes y cacerolas no se cuece nuestro destino

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  3. Este comentario ha sido eliminado por el autor.

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