La materia del tiempo.
En los relatos homéricos los héroes abandonan la casa y
parten en busca de lo que los antiguos llamaban “Un destino”.
Al final solo encuentran una sucesión de quimeras y empiezan
a sospechar que el reino buscado no está
adelante sino atrás: El paraíso perdido entronizado por la cosmovisión cristiana unos
siglos más adelante.
O el Shangri- La
de algunos pueblos orientales.
La Montaña mágica
entrevista en las brumas del tiempo por
los poetas de los cuatro puntos cardinales
Bajo múltiples ropajes, la metáfora del viaje y el regreso
cruza las literaturas del mundo entero.
Por distintos caminos los hombres intentan aprehender las puntas de la madeja con que está tejida su vida.
Es decir, el tiempo y sus manifestaciones.
La obra entera del escritor norteamericano Thomas Wolfe –
1900- 1938-está centrada en la búsqueda
de las huellas del tiempo que pasa y va sembrando el olvido en la piel de los hombres.
El tiempo que nos roe desde adentro y deja sus marcas en el afuera.
De hecho, su novela cumbre
está titulada Del tiempo y el río.
Al menos en occidente, desde Heráclito nos habituamos a ver
en el río que pasa y no regresa la más certera imagen del tiempo que nos habita
y en el que habitamos.
No es casual que el
gran mito norteamericano se condense en
la imagen de los peregrinos del Mayflower
que un día partieron de la vieja Inglaterra en busca de su propia tierra de
promisión: Un continente entero donde
plantar su simiente y escapar así de persecuciones seculares.
El paraíso perdido.
No es cuestión de azar
que en el béisbol - el deporte nacional de los Estados Unidos-el home- run, la carrera de vuelta a casa, constituya la jugada suprema.
En los años de su breve paso por la tierra, Wolfe se dedicó
a buscar los elementos que le
permitieran descifrar las claves de ese anhelo.
Nacido con el siglo XX, cruzó la adolescencia escuchando los
ecos de la Primera Guerra Mundial, la contienda que anunció el desplome de las
promesas de felicidad sin límites insinuadas en el discurso sobre la fe en el
progreso, derivados del reinado de la ciencia y la razón.
Entrado en la treintena fue
testigo de la quiebra de un mundo que había convertido la especulación
financiera en una nueva religión.
Poco antes de morir,
mientras el planeta se preparaba para otra guerra, vivió los efectos de
la tercera gran oleada de inmigrantes que llegaban de todas partes, atraídos por el canto de sirena cifrado en
miles de fábricas y en millones de hectáreas de tierra baldía.
Cuando esos
inmigrantes se hubieron instalado, descubrieron que habían echado raíces
en el vacío.
Las ciudades no eran sus ciudades y la tierra baldía no era
su tierra.
Al menos es lo que se desprende de estos párrafos:
“Me alejé y seguí
caminando hasta que encontré el sitio. Y
de nuevo, de nuevo, volví a entrar en aquella calle y hallé el lugar
donde las dos esquinas se encontraban, la manzana compacta, la torrecilla y los
escalones. Me detuve un instante mirando hacia atrás, como si la calle fuera el
Tiempo.
“Por un momento esperé
que surgiera una palabra, que una puerta se abriera, que se acercara un niño.
Esperé, pero no hubo palabras y nadie apareció”.
El peregrino sin fe.
Con la misma sustancia que le permitió levantar el edificio
de Del
tiempo y el río, Thomas Wolfe se da
a la tarea de ofrecernos un atisbo del alma de América a través de tres títulos
que pueden leerse como obras autónomas o como capítulos independientes de una
misma historia: la de los intentos fallidos por encontrar el camino de regreso
a casa.
La primera de ellas es El
niño perdido. En poco menos de cien páginas Grover Wolfe, el protagonista,
recreado por las voces de quienes compartieron su corta existencia, intenta
conjurar los poderes de la muerte y el
olvido a través de una permanente evocación en la que los sentidos juegan el
rol principal: imágenes, olores, sabores son convocados una y otra vez como una manera de oponerse a la disolución
que lo ronda.
Que nos ronda a todos.
Al modo de un coro griego, la madre y los hermanos tejen una
red que, aunque de manera precaria, los ayudará a preservar el recuerdo del
hijo y hermano muerto cuando se aprestaba a abandonar la infancia.
Estamos en 1904, el año de la Exposición Universal celebrada en Saint Louis, una especie de
templo dedicado a consagrar los prodigios de la Revolución Industrial.
Encandilados por ese resplandor, los norteamericanos no
advierten que el mundo se tambalea bajo
sus pies… hasta que todo se rompe durante la gran crisis de 1929.
Las alas rotas.
Es entonces cuando Thomas Wolfe emprende la segunda parte del recorrido. El título de la novela no precisa de explicaciones: Especulación. El apacible pueblo donde nació John es presa del frenesí inmobiliario. Las tierras se compran y se venden a un ritmo demencial.
Surge entonces el nuevo gran mito: la ciudad con su
despliegue de sortilegios y decepciones.
La ciudad como fuerza que los imanta y los conduce hacia sus laberintos, donde acaecen nuevas
formas del paraíso perdido.
Aludiendo a la raza de los especuladores, el narrador nos
anuncia:
“ Todos eran presas de caza para ellos : el cojo, el
tullido y el ciego, los veteranos de la Guerra Civil o sus decrépitas viudas, y
también los chicos y las chicas de las escuelas, los camioneros negros, los
ascensoristas, los vendedores de soda, los limpiabotas. Todos invertían en el
negocio inmobiliario y cualquiera se consideraba un promotor, ya fuera de
nombre o en la práctica”.
Todos a una, atendiendo a un ignoto llamado, los
norteamericanos se dedican a tocar a las puertas del cielo.
Y ese será el motivo de la tercera novela: Una puerta que nunca encontré.
Imposible no evocar las imágenes de una película de John Schlesinger,
protagonizada por Dustin Hoffman y John Voight.
Un provinciano y un pícaro descubren inesperadas formas de
solidaridad en las duras calles de Nueva York.
Perdidos en la noche
fue su título en español.
La noche es el mundo y la ciudad la metáfora del extravío de
los hombres que se buscan, se olfatean y se abandonan a la menor oportunidad:
“No sabría decir si su
camino era correcto, pero estaba seguro de que no era el mío. Su puerta era una
de ésas por las que yo no podría entrar nunca. Y, de repente, la desnuda y
vacía desolación llenó mi vida de nuevo, y me vi caminando bajo el cielo
inmemorial, sin un muro en el que descargar mi fuerza, sin una puerta para
entrar y sin propósito alguno para la furiosa inutilidad de mi alma. Ahora el
gusano volvía a corroer mi corazón. Me sentía de nuevo inmerso en la lenta,
interminable extenuación de los tiempos grises”.
El gusano es, desde luego, el tiempo. Thomas Wolfe no se ha apartado
ni un instante de su gran obsesión: la imposibilidad del regreso a la
parcela esencial de la propia vida, al
reino del niño perdido donde iniciamos la senda de nuestro extravío.
PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:
Pura coincidencia, Gustavo. Estaba escuchando una entrevista a Sabato donde comenta que se debe regresar a las comunidades, a las diferencias en una nación, nada de absolutismo. Es un intento de volver ante lo abrumador del desarrollo de la tecnología, que intentó sostener un porvenir por sí misma en la historia contemporánea, por allá en los setenta.
ResponderBorrarPero es imposible, y la desazón de Sobre Héroes y Tumbas puede leerse junto a la trilogía de Wolfe.
Qué bueno eso de asociar el tono crepuscular de Sobre héroes y tumbas con la línea narrativa de Thomas Wolfe, apreciado Eskimal.
ResponderBorrarDespués de todo, Buenos Aires experimentaba por esos días fenómenos muy similares a los vividos por las grandes ciudades norteamericanas: inmigración, crecimiento desbordado, desarraigo y desazón.
En el caso norteamericano , esos sentimientos encontraron su expresión en el jazz y el blues.
Por su lado, en el sur el tango fue el gran territorio donde los porteños ajustaron cuentas con un destino siempre errático.
Mil gracias por revelarme esa sutil y decisiva conexión.
Ni sospechaba que el famoso home run encierra un gran significado, aunque a diferencia de lo planteado, es la plasmacion del regreso triunfal, el héroe que recién cobra la piel de héroe, si vale el término. Y esa excelente película aquí la vimos como " vaquero de medianoche", una poderosa imagen se me quedó grabada: la del joven texano sufriendo los rigores del frío como perfecta metáfora de la frialdad de toda esa sociedad que habita una de las urbes más deshumanizadas del mundo. Curioso también el dato del parecido de nombre con el otro Thomas Wolfe, mejor conocido como Tom, otro que pone a hervir en caldo ácido a la opulenta sociedad neoyorquina.
ResponderBorrarVale también esa interpretación del home run, apreciado José... aunque detrás de esa glamorosa concreción del Sueño Americano subyace la pesadilla, no lo olvidemos.
ResponderBorrarY de esas cosas sí que sabía Thomas Wolfe.
Ah, se me pasó una aclaración, apreciado José:
Borrarel nombre del otro es Tom Wolff.