A menudo olvidamos que la muerte
acontece justo después del olvido.
No al revés, como tantas veces quisiéramos creer.
Morimos en el momento en que el último recuerdo de nosotros se
desvanece en la memoria de quienes atestiguaron nuestro paso por el mundo.
Dicho de otra manera: nuestra
muerte es la desmemoria de los otros.
Por eso existen los cementerios,
los camposantos: para que los vivos aligeren
sus culpas visitando un montón de huesos cada vez más próximos a su
disolución.
En esa frontera sutil e
inapelable que nos separa del olvido transcurren las ciento treinta y dos
páginas de la novela Camposanto,
escrita por Marcela Villegas y publicada por Sílaba Editores en febrero de
2018.
Elena, la madre de Amalia,
protagonista de la historia, se adentra en las tinieblas del alzhéimer dejando
a su paso un estropicio de vidrios rotos: su propia vida hecha trizas.
Amalia es antropóloga forense y ejerce ese oficio
con obstinación. En muchos sentidos
intuye que ese exhumar, limpiar y clasificar huesos es en el fondo una parábola
de su errática existencia.
Luego de cursar estudios en el
exterior regresa para viajar a lo más
hondo de un país aquejado por la más peligrosa de las formas del alzhéimer: la
del que se niega a recordar, porque sabe que al fondo del laberinto lo espera una
colección de espejos enfrentados en cuyo
azogue se reflejan todas las manifestaciones posibles de la infamia.
Uno de los muchos ejércitos en guerra acaba de desmovilizarse y sus jefes se han
comprometido a revelar el sitio donde enterraron a sus víctimas.
Muy pronto, descubrimos que el
país entero es una fosa común.
Así que Amalia debe habérselas
con la desmemoria de su madre y la de la
tierra a la que decidió volver.
Para empezar, la voz de su madre
le recuerda que sus pies han de acostumbrarse a senderos de horror:
“Camino descalza sobre un
reguero de vidrios rotos. Creo en este dolor, en la evidencia que brota de las
heridas en mis pies y mancha el piso
blanco de la cocina”.
Imposible no evocar el hilo de
sangre que cruza el pueblo y llega hasta la casa de Ursula Iguarán en Cien años de soledad, anunciando las pesadillas por venir.
La suma de pesadillas que
llamamos Historia de Colombia.
Porque Camposanto es una novela tejida con una suma de evocaciones que van
de los recuerdos personales a la historia colectiva, en un ejercicio poético en
el que los milagros de la ternura y el deseo suelen preceder al acaecer de la
catástrofe.
Así lo siente Amalia, recordando a su profesor Brogan:
“Trabajo de mujeres”- decía el profesor Brogan con respeto- “Solo ellas
lo entienden”- decía y nos hablaba de
que a lo largo de la historia casi siempre han sido las mujeres las encargadas
de lavar y amortajar a los muertos. “Nos traen al mundo y nos despiden… o les
damos tantos problemas vivos que quieren asegurarse de que en verdad nos
marchamos”, remataba siempre, ahogado por su risa asmática.
Los huesos nos revelan la dimensión de su desventura mientras
Amalia toma nota para decirnos que:
“No todos somos iguales ante la muerte. La vida nunca se borra por
completo; deja sus claves sutiles en el esqueleto. Los huesos son bitácoras que
hablan de los ancestros, del hambre y de los golpes. De la enfermedad o de la dicha y la riqueza.
Reescribimos ese registro para quienes
no pueden leer el relato de los huesos pero conocen la otra historia: la del
sexo, el fenotipo, la edad y la estatura”.
A esta altura del camino, lo más
fácil sería etiquetar a Camposanto como
otra novela de la violencia.
Pero no
hay tal: ni siquiera es una novela de la violencia.
La obra de Marcela Villegas es
mucho más: es un intenso poema en prosa en el que los personajes devienen
testimonio de unas tragedias que se abisman en lo más profundo de la condición
humana.
En los meandros donde asechan el deseo y los miedos que empujan nuestro
tránsito por el mundo.
Eso es lo que trata de decirnos Elena desde
la noche eterna en que empieza a convertirse su vida:
“Cuando me despierto en la noche me parece que alguien ha cambiado las
cosas del lugar en el que las dejé al acostarme. En ocasiones me da rabia, pero
casi siempre siento miedo. Me demoro mucho tiempo en dormirme de nuevo”.
A lo mejor allí resida la clave
de todo: en que siempre hay alguien-
Dios, el destino, la Historia- que nos cambia las cosas del lugar en el que las
dejamos y nos pasamos el resto de la
existencia tratando de devolverlas a su sitio original.
Como Marleny, la madre de Felipe, un joven homosexual asesinado solo por eso: por sus
gustos personales.
Marleny quiere restituirles a
los huesos de su hijo su lugar en el mundo. Por un momento, Amalia se olvida de los formalismos burocráticos y se permite una relación de confianza, de
complicidad.
Un hueso, más otro hueso, más otro hueso no son solo un esqueleto:
Son la historia de una vida.
Apenas lo necesario para
descansar en paz antes de que reine el
olvido.
PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Gracias, Gustavo. Me diste una gran alegría.
ResponderBorrarAbrazo
La grata sorpresa fue mía, Marcela : Esa manera de mostrar lo terrible en lo bello... o lo bello en lo terrible, requiere de un aliento poético bastante escaso por estos días.
ResponderBorrarUn abrazo,
Gustavo
Ese contrapunto, recuerdo, olvido... columnas de la conciencia. El oficio "civil" de Marcela Villegas le viene de perlas a su aventura literaria.
ResponderBorrarEn el fondo todos somos antropólogos forenses, mi querido don Lalo. O al menos lo somos de nuestras propias ilusiones.
ResponderBorrar