En sus conocidos Anales Lawman, el religioso islandés
Einar Haflidason (1307-1393) lo cuenta así:
“En aquel momento, un barco zarpó de Inglaterra con mucha gente a
bordo. Llegó al puerto de Bergen y se descargó una pequeña parte de la
mercancía. Entonces, toda la gente del barco murió y tan pronto como aquellos productos llegaron
a la ciudad, sus habitantes empezaron a morir. Por otro lado, la pestilencia se
extendió por toda Noruega y causó tal estrago que no sobrevivió más que una
tercera parte de la población. El barco inglés fue hundido junto a su capitán,
los hombres muertos y la mercancía
restante…”
Así empezaba todo en los años de
la peste: unos combatientes que vuelven de la guerra; una caravana de
mercaderes que cruza el desierto; una cofradía de peregrinos que regresa a casa
después de visitar los lugares santos;
un barco repleto de mercancías… y de ratas infestadas de pulgas y piojos.
Luego un hombre aquí y otro allá
empezaban a quejarse de dolores de cabeza, fiebres, vómitos y temblores.
Al mismo tiempo aparecían manchas
en la piel y pequeños tumores en algunas
partes del cuerpo.
Entonces se desataba la
mortandad. No había lugar del mundo conocido que pudiera escapar a ella: Mongolia, India, Turquía, Rusia, España, Egipto,
Italia, Francia.
Y luego el Nuevo Mundo.
Cada cierto tiempo la tierra
entera se convertía en una aldea de apestados.
El pavor se apoderaba de todos:
hombres y mujeres; niños y viejos; ricos y pobres; poderosos y desvalidos; frailes y
laicos; bellas y feas: todos intentaban escapar hacia algún lugar
inexpugnable.
Pero más temprano que tarde la
peste los alcanzaba.
Entonces, cada quien buscaba su
propia explicación: la ira divina, la
anómala conjunción de los astros, “los
humores malignos” del cuerpo, las emanaciones cósmicas.
Y, claro, “Los maleficios de los judíos”.
La ciencia apenas daba sus
primeros pasos en el método de ensayo y
error. Por eso, a nadie podía
ocurrírsele que las pulgas, piojos y niguas tuvieran que ver en el
asunto.
O las temibles ladillas del vello
púbico
Y menos podían sospechar que las ratas, ardillas y otros roedores tuvieran
su parte en la pesadilla.
Con sagacidad y paciencia de detective, el
gran biólogo y entomólogo español Xavier
Sistach( Barcelona,1962) se dio a la tarea de seguir la estela negra de la
peste, desde las páginas del Antiguo Testamento hasta nuestros días.
El resultado es un colosal libro
titulado Insectos y hecatombes: Historia
natural de la peste y el tifus.
A lo largo de sus 844 páginas,
Sistach apela a todo el legado de médicos, poetas, clérigos, cronistas,
músicos, mercaderes, anatomistas, biólogos, reyes, políticos y científicos en
su intento por mostrarnos un panorama de las pestes, sus orígenes, causas y
consecuencias.
Así, llevados de la mano de
Xavier SIstach, leemos en la pluma del cronista Marchionne di Coppo Stefani,
también conocido como Baldasarre de´Bnaiuti:
“En el año del señor de 1348 se
presentó una peste muy grave en la ciudad de Florencia y en su distrito. Fue de tal furia y tan tempestuosa
que incluso en las casas que tenían criados sanos, a los que se había aislado
del exterior, murieron de la misma enfermedad. Casi ningún enfermo sobrevivió
más allá del cuarto día y ni los médicos
ni las medicinas resultaron eficaces”.
Lejos de limitarse a las
descripciones propias de su profesión, el autor nos ofrece un fresco histórico
en el que muestra el trasfondo económico, social, político,
cultural y religioso en el que se dieron
las grandes acometidas de la peste.
Para lograrlo, no duda en acudir
a las páginas de El Decamerón, la
obra de Giovanni Boccaccio cuya acción transcurre en el año de 1348, justo
cuando la peste desolaba la ciudad.
“Ya habían transcurrido los años
de la fructífera Encarnación del
Hijo de Dios al número de mil trescientos cuarenta y ocho cuando a la egregia
ciudad de Florencia, nobilísima entre todas las otras ciudades de Italia, llegó
la mortífera peste que, por obra de los cuerpos superiores o por nuestras acciones
inicuas, fue enviada sobre los mortales por la justa ira de Dios para nuestra
corrección”.
De a poco, Sistach descorre el velo sobre las criaturas encargadas de ejecutar la
ira de Dios.
Se llaman Pulex irritans, descubierta por Linné, Xenopsylla cheopis, desenmascarada por Rotthschild y Nosopsylus
fasciatus, cuyo descubrimiento es atribuido a Bosc.
Detrás de esos nombres tan elegantes se esconde una legión de
insectos portadores de la peste, es decir, los vectores de la enfermedad,
conducidos hasta los hombres por las ratas y otras alimañas.
Por eso las trincheras, los
barcos y los graneros han sido algunos
de los grandes focos, según descubrimos
a medida que avanzamos en la lectura.
Como descubrimos que en la familia de célebres banqueros Rotschild
había varios entomólogos avezados.
O que los años de la peste vieron
florecer esas formas de filosofía solo
posibles en los casos más desesperados: las que aconsejan entregarse a los
placeres y tomar la flor del día antes de que la guadaña de la muerte cercene
toda posibilidad de dicha terrenal.
Para que nos hagamos a una idea
de los alcances de esa guadaña, el libro está ilustrado con cuadros
comparativos que muestran los lugares y
las épocas de mayor virulencia de la peste: el mapa de la hecatombe.
Por ese camino asistimos a los
avances de la ciencia, al tesón de los
investigadores capaces de inocularse el mal en el propio cuerpo con tal de
encontrar el remedio adecuado.
En ese intento murieron miles de
científicos y médicos, pero también nacieron muchas instituciones consagradas a salvar vidas.
Pero está también la otra cara:
como ha sucedido siempre a lo largo de la Historia, el desastre devino tierra
abonada para especuladores, oportunistas
y charlatanes, como bien lo documenta Daniel Defoe en su tan celebrada
obra Diario
del año de la peste, citada por Sistach en la página 648 de su libro:
“Los gritos de mujeres y niños en las ventanas y puertas de las casas
en donde tal vez sus parientes más próximos estaban agonizando, o acababan de
morir, se oían con tanta frecuencia al pasar
por las calles, que oírlos bastaba para destrozar el más duro de los
corazones. Estos terrores y este pánico
de la gente llevó a caer en innumerables necedades, locuras y maldades, y no
faltaron consejeros realmente perniciosos para alentarla a seguir este camino,
que no era otro que el de correr a consultar adivinos, magos y astrólogos, para
conocer su destino, o, como se dice vulgarmente, para que les dijeran la buena
ventura, les hicieran su horóscopo, y demás cosas por el estilo”.
Para que su relato y sus análisis
no se vuelvan farragosos, Xavier Sistach
está dispuesto incluso a hurgar en lo mejor de la picaresca si eso le sirve para aproximarse por un atajo al mundo de los insectos
causantes de la peste, según se desprende de estos versos dedicados por Étienne
Pasquier a Mademoiselle Desroches:
“Plazca ahora a Dios que yo
pudiera convertirme en pulga/ Pues alzaría el vuelo hasta alcanzar tu cuello/ O
con una suave rapiña succionaría tu pecho/ O lentamente, paso a paso, me
deslizaría más abajo/ Allí, como un juguetón amordazado, Yo sería pulga
idolatrada/Pellizcando yo no sé qué/ Que me gusta mucho más que yo mismo”.
Hasta para esos deleites da este
libro formidable.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Ja, diríase que este autor es un hombre de muchas pulgas (con razón es entomólogo, gente con mucha paciencia para estudiar al detalle bichos tan pequeños) para emprender semejante tarea, rozando lo titánico, de reunir tanto material y desempolvar investigaciones para contribuir con lo suyo. Hablando de pestes, me hizo recuerdo a una escena memorablemente graciosa de los Monty Python y sus Caballeros de la Mesa Cuadrada, cuando un enterrador recorre arrastrando su carreta en las calles de una aldea, gritando a viva voz que saquen a sus muertos, como si se tratase de recoger la basura. Todo muy deliciosamente absurdo.
ResponderBorrarLa peste es una de nuestras grandes metáforas, apreciado José: la imagen de especie humana entera amenazada por la ruina alimenta las visiones de poetas, clérigos y religiosos y políticos por igual. Y todos han argumentado siempre ser los detentadores exclusivos del remedio o el conjuro.
Borrar"...la mortífera peste que, por obra de los cuerpos superiores o por nuestras acciones inicuas, fue enviada sobre los mortales por la justa ira de Dios para nuestra corrección”.Boccaccio dice esto porque teme a la Inquisición. Por qué tiene que ser "justa" la ira de Dios? Pues para que la gente no le eche a él y a la iglesia la culpa de calamidades como la peste, por ejemplo. Así, Dios está enojado porque hemos sido malos, no porque sea un senor o una senora o una sombra colérico/a. Bien dices que aquí los verdaderos santos son los médicos y científicos que enfrentaron tantas enfermedades.
ResponderBorrarDe Dante a Camus, pasando por Boccaccio, claro, el rastro de la peste y su asociación con el castigo y la redención nos asfixia con su hálito letal, mi querido don Lalo.
BorrarNo importa si es un castigo si Dios, o si se trata de la célebre "furia ciega del destino" tan irracional y arbitraria como la de los dioses.
Si le echamos una mirada al cine de los últimos cincuenta años, las ciudades donde transcurren películas como Mad Max o Blade Runner son también lugares apestados.