De Cali se llevó, bien sembrados
en el corazón, su pasión por el equipo de fútbol América, “ La mechita”, y una canción que es, de hecho, el otro himno de la ciudad : “Cali pachanguero”.
Ah… Y el recuerdo de la piel de
Yuliana, una belleza llegada del Chocó profundo, bailarina de salsa y vendedora
de jugo de borojó en el vecindario del
estadio Pascual Guerrero.
Con esos afectos guardados en el
morral, el niche Manuel Largacha se embarcó
un día de julio de 2010 rumbo a una tierra de promisión resumida en
cinco letras: Catar o Quatar, allá bien
lejos, cruzando mares, montañas y desiertos.
Había escuchado ese nombre por
primera vez en 1995, cuando la selección colombiana de fútbol fue a disputar un
mundial sub 20 en esas arenas ardientes de día y heladas de noche.
Pero antes, Manuel pasó por muchos insomnios.
Los de las noches interminables
cuando, en compañía de su madre Herminia y de sus cuatro hermanos, tuvo que
escapar del fuego cruzado entre guerrillas, paramilitares y ejército.
Vivían en un caserío perdido a
orillas del río Atrato.
Fue en 1994.
Su único equipaje era la ropa que
llevaban puesta. Al llegar a Cali se hacinaron en la casa de unos
parientes, en el distrito de Aguablanca, una barriada de
marginados que creció al ritmo del desamparo de quienes se refugiaban en la ciudad, perseguidos por
la miseria y la violencia.
En las calles de Cali
sobrevivieron vendiendo todo lo que podía ser vendido: botellines de agua,
helados, muñecas, agujas, matacucarachas, ropa interior, mangos, chontaduros,
chocolatines.
De todo.
Entonces las causas del insomnio
fueron otras: el miedo a que los echaran de la pieza cuando el producto de las
ventas no alcanzaba para llegar a fin de mes. El pálpito de que sus hermanos se
echaran a perder en las calles de esa
ciudad donde cada esquina era una forma
del abismo.
Y entonces volvió a oír la
palabra mágica: Catar, Quatar.
Genaro, un albañil que jugó en
las divisiones inferiores del América hasta que un rival le hizo trizas el peroné, le habló de un gringo- en realidad
era un brasileño-, que estaba enganchando hombres jóvenes y decididos a trabajar
duro en la extracción del cobre en ese país.
“Si uno es juicioso, puede ganarse el equivalente a nueve millones de pesos colombianos al mes.
Además, el gringo le presta la plata para el viaje y apenas empiece a trabajar se lo va
descontando”, le dijo Genaro.
Suficiente para que las ilusiones
de cualquiera alzaran el vuelo.
Y
Manuel, que a sus cuarenta todavía se sentía joven, pensó que esa sería
acaso su última oportunidad de hacerles una casa a su mamá y a sus hermanos.
A partir de ese día las causas de sus insomnios tuvieron otro
matiz.
“ No pegué el ojo las diez horas
que duró el viaje a Madrid, las doce que
nos demoramos para llegar a Moscú y las seis del viaje hasta Catar.
Imagínese el miedo de llegar a un país del que uno no conoce las costumbres, el
idioma, la gente: nada”.
Pero hubo otro motivo para no
dormir:
“ Lo de los nueve millones resultó pura ilusión. Para esa época el país
se estaba llenando de haitianos y venezolanos que llegaban por montones en
barcos contratados por traficantes de personas. Como trabajaban por cualquier
cosa, ese era el pretexto de los patrones para mantener los salarios bajitos. A
duras penas uno podía pagar la cuota del viaje. Con el resto se pagaba la
habitación y la comida”.
Así pasó un año.
Durante el día
Manuel y sus compañeros trabajaban a 42°C de temperatura, extrayendo bloques de cobre que después eran enviados a
China.
En la noche y la madrugada la
temperatura bajaba a menos 2°C: las
temibles heladas del desierto.
Con ese frío era imposible dormir
y reponer fuerzas para reiniciar la jornada. Entonces, en la alta noche las
nostalgias del Chocó, de Cali, de
Aguablanca, revoloteaban como pájaros
nocturnos alrededor de su cama en el campamento.
Sus picotazos no lo dejaban
dormir.
“Por ejemplo, lo de la comida era tenaz. El pan no era el pan que
comemos aquí, sino una masa plana sin huevo, ni levadura, ni sal. El plátano y
el fríjol no se conocían. Era tan pobre todo que un tolimense montó un negocio
de comida colombiana y se llevó un hermano panadero a trabajar en Catar.
Rapidito se hicieron a un capital”.
Y entonces llegaron otras
dificultades Para darles trabajo les exigían experiencia y recomendaciones.
Imaginen: a alguien acabado de llegar. Además, los habían llevado con un visado
de turistas que expiró a los tres meses y por el permiso de trabajo les
cobraban mil doscientos dólares.
Un motivo más para no dormir.
Con ese panorama a cuestas Manuel
decidió que era mejor volver a casa. A los besos de Yuliana. A los cada vez más
escasos goles del América y a la brisa
que refresca las calles de Cali cuando cae la tarde.
Toda una fortuna, después de
todo.
En esas andaba, vendiendo jugo de
chontaduro y borojó cuando me lo encontré a la salida del estadio un domingo de
agosto.
“Me gano casi lo mismo que en Catar, pero duermo mejor”, dice,
mientras empuja su carrito al ritmo del contoneo de una mulata de ensueño que cruza la calle, toda de rojo
hasta los pies vestida.
PDT . les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Historias como estas tendrían que ser lectura obligatoria, por lo menos una por día, como ejercicio ético de la gente que quiere ser decente. La experiencia de Manuel tiene un final agridulce: su aventura terminó en fracaso, pero ahora duerme mejor. Cuántos otros quisieran decir lo mismo.
ResponderBorrarAcojo su propuesta, mi querido don Lalo, con el añadido de que debe ser también un ejercicio político. Dicho de otra manera: un país que exporta pobres tiene serios problemas éticos y políticos. Por lo tanto, no es un país decente.
ResponderBorrarHace años conocimos un joven caleño de mi tanda, a quien no entendíamos ni jota cuando hablaba a su ritmo, y tenía que decirle "quieto compadre,habla despacito que no hay prisa"y coincidentemente siempre nos pedía el "Cali pachanguero" cuando pasaba por el boliche de mi amigo, en una suerte de alegre nostalgia por su tierra. Efectivamente, era hincha del América. Eso de tener motivos para no dormir le viene de perlas a este club, en su desgraciada mala suerte de haber llegado tantas veces a la final de la Libertadores y no ganarla nunca, y su posterior descenso a los infiernos (nunca mejor dicho)es el colmo de la desdicha.
ResponderBorrar"La maldición de Garabato" era, según los hinchas supersticiosos, la responsable de los infortunios del América de Cali, apreciado José.
ResponderBorrarLuego llegaron los narcos, compraron algunos de los mejores futbolistas del continente- Gareca, Cabañas, Bataglia, Falcioni, Willington Ortiz- y con base en sus dineros venenosos parecieron conjurar por un tiempo los demonios.
Pero como éstos últimos no descansan, a la vuelta de unos años volvieron a hacer de las suyas y ya sabemos como le fue a ese equipo, idolatrado en los sectores populares.
"Me gano casi lo mismo que en Catar, pero duermo mejor”. esta frase resume parte del bienestar, Gustavo. Ahora que los trabajos son mediados por cooperativas, ahora que los de mi generación ni pueden pensar en una jubilación, ahora que todos cabemos en un call-center y allí tenemos un cubículo, sueldo miserable y muchas horas de trabajo, ya nadie recuerda lo que es detenerse sin sentirse explotado, o se sienten explotados y parece normal porque hay que sufrir hasta sangrar en esta vida. Eso de trabajar bajo presión y por comisiones ya son cualidades para ser contratado, y los contratos cada tres meses se renuevan. Como Manuel, hay que buscar la manera de dormir mejor.
ResponderBorrarBuena idea, apreciado Eskimal. Recuerde aquel sabio consejo de los frailes goliardos : " Quien bebe, duerme/ quien duerme, sueña/ quien sueña, va al cielo/ puesto que al cielo vamos/ bebamos, bebamos, bebamos".
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