“(…) Por supuesto, al no existir
ya ningún freno ni resistencia y al presentarse una temperatura favorable, la
revuelta palaciega pudo empezar o, más bien, proseguir en las zonas más
adecuadas; la sangre convertida en hematina ácida en los vasos de la mucosa gástrica destruyó
en varios sitios la estructura de la pared estomacal y, en particular, la
unidad formada básicamente por pepsina y ácido clorhídrico pudo lanzarse contra
los tejidos de los órganos abdominales. Como consecuencia de la actividad del
regimiento de criados enzimáticos, se desintegró el glucógeno hepático y se
produjo la autólisis del tejido pancreático, autólisis que proyecta una luz
implacable sobre aquello que oculta: el hecho de que todo ser vivo lleva
inherente, desde el momento de su nacimiento, su propia destrucción”.
Ese lenguaje, clínico y solo en
apariencia impersonal, se refiere en
realidad a lo más íntimo, a lo
inapelable: a la desintegración del propio cuerpo y con ella el retorno a la
sustancia primordial de la que estamos hechos los hombres, las plantas y las bestias.
En este caso, el narrador nos
lleva a
la contemplación de la muerte de la señora Pflaum, una de las
protagonistas de la novela Melancolía
de la resistencia, del escritor húngaro Lásló Krasznahorkai, autor, entre
otras, de las obras Y Seiobo descendió a la tierra y Ha
llegado Isaías.
Aunque en la novela de
Krasznahorkai la palabra protagonista lleva implícito un contrasentido, porque
los personajes de la historia no protagonizan nada.
Todo lo contrario: en realidad
son sombras empujadas y arrastradas por los acontecimientos que los definen
y les asignan un lugar en la historia de una ciudad que nunca acaba de
adquirir un nombre.
A lo largo de cuatrocientas dieciocho páginas es apenas eso:
la ciudad y nada más.
Pero es allí donde acontecen los
hechos.
¿Cuáles hechos?
Bueno, los que, al arrasarlos, le dan sentido al errático destino de los
personajes.
Pero, insisto, palabras como destino, personaje, protagonista, son
apenas convenciones para aproximarse a lo inefable.
Porque, peor que despertarse en medio de una pesadilla, es abrir los
ojos y encontrarse con la sospecha de
que algo ominoso se avecina, ya no en el reino del sueño sino en el de la
vigilia: es decir, que despertar no va a
salvarnos de nada.
Todo lo contrario: nos
arrojará, solos y desnudos en el vórtice mismo de los acontecimientos.
Acontecimiento: he aquí otra palabra conflictiva.
Puestos a buscar soluciones
fáciles, podríamos decir que Melancolía de la resistencia acontece en uno de los círculos del infierno.
O en todos a la vez. Pero eso no
ayuda mucho.
Es mejor acudir a una de las
claves del relato: la música. Entonces podemos decir que la novela es algo así
como una sonata interpretada al lado de un cadáver que se sabe indefenso ante
las acometidas de la disolución y a duras penas opone esa clase de melancólica
resistencia que Marguerite Yourcenar
definiera en el título de uno de sus libros como “El
tratado del inútil combate”.
En eso consiste la novela de
László Krasznahorkai : en el relato de
unas vidas que se anudan a su pesar alrededor de una ciudad que se deshace a
cada minuto mientras la basura se acumula en las calles, formando una segunda
corteza, viscosa y nauseabunda, por la que caminan hombres , mujeres y niños
que intentan huir de las múltiples
formas del mal insinuadas en un
antiquísimo símbolo: la llegada de un circo cuyo mayor atractivo es una ballena
gigante, que en realidad es la clave de una conspiración.
A esa improbable conspiración
intentan dar respuesta- cada uno a su manera-los habitantes de la ciudad.
“¡Habrá que hacer algo!”, gritó uno de ellos, cansado de sus esfuerzos
para saludarle, y después de que Eszter consiguiera liberar la mano que trataban
de estrechar. Era Mádai, un hombre sordo que acostumbraba a gritar sin piedad
al oído de sus víctimas con el fin de intercambiar opiniones, lo cual, repetía, no le importaba en absoluto, y si
bien los otros dos coincidieron en esta exhortación, adoptaron posiciones
divergentes en torno al qué”.
“Hacer algo”. Eso parece tarea fácil cuando los hombres se
enfrentan a una realidad concreta.
Pero cuando se está ante la
inminencia del horror poco puede hacerse.
Gyorgy Eszter, por ejemplo, es un
reputado profesor de música
convertido “por la fuerza de los acontecimientos”, en Inspector de basuras en
una ciudad cuyo lema de redención está
condensado en la frase “Patio limpio, casa ordenada”, auténtica
premonición de todas las formas posibles de totalitarismo, así en la vida
doméstica como en la pública.
Su visión del mundo aparece
definida con claridad en la página ciento sesenta y tres:
“El mundo, aseguró Eszter, es sólo una fuerza indiferente y un montón
de cambios amargos, sus incongruencias se mueven en direcciones contrarias, y
es excesivo su ruido, su matraqueo y traqueteo, la campana que toca a rebato
para la lucha… y no hay nada más, esto es todo cuanto vemos. Pero los colegas
en la existencia terrenal, todos los que han venido a parar a esta barraca azotada por las corrientes de aire imposibles
de caldear- incapaces de soportar la expulsión
de una supuesta y lejana dulzura- viven en el permanente estado febril
de la espera, aguardan algo que desconocen, confían en algo a pesar de todos
los indicios en contra, mientras constatan día tras día la absoluta inutilidad
de toda espera y toda esperanza”.
En medio de ese caos irrumpe de
repente la lucidez de los niños. En este caso, se trata de los hijos del
borracho comisario de policía de la ciudad, quienes al cruzarse con Valuska-
una suerte de santo redentor en la vida de Eszter- la noche en que la pesadilla
se hace al fin realidad, lo fulminan con
una frase que no admite apelación: “A mí
me gustaría ser un loco y decirle al
rey que su reino anda mal".
Que el reino anda mal. Que el
mundo nunca ha cesado de andar mal es una verdad que todos aprendemos al
momento de nacer.
Pero lo olvidamos pronto para
abandonarnos en brazos de la
esperanza, “esa puta de vestido verde” de la que hablara Julio Cortázar.
Para recordárnoslo, László
Krasznahorkai ha urdido esta inquietante novela cuyo sentido último aparece
resumido en la frase de uno de los personajes: “Vivir como un triunfador constituye en realidad la más amarga de las
derrotas”.
PDT . compartimos enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=Zi8vJ_lMxQI
PDT . compartimos enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=Zi8vJ_lMxQI
Kraszna qué dijo?, inquietante desde el nombre, vamos. Y esa mirada fiera de verdad que asusta, esperemos que su escritura no sea algo psicópata. Por los párrafos que nos comparte, se adivina que es un autor tremendamente lúcido aunque de aliento pesimista, pues no duda en aniquilar la esperanza que es lo último de lo que se vive. Ya desde el primer párrafo nos anuncia que en realidad la vida es una larga agonía. Eso me hace recuerdo a la frase de Dante: "lasciate ogni speranza voi che entrate" (los que entramos a la vida, claro).
ResponderBorrarMás que oportuna esa cita suya del gran Dante, apreciado José: la novela del húngaro transcurre al menos en uno, si no en todos los círculos del infierno. Razones de sobra para abandonar toda esperanza.
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