Uno
de los tópicos de la creación literaria
es el de la pretensión de eternidad. Casi sin excepción, los escritores asumen
su oficio como una manera de perdurar en
la memoria ajena.
Vivir y dejar obra fue la consigna de ese mito
adolescente llamado Andrés Caicedo. Por su lado, paladín de la cursilería como lo fue siempre, Gabriel García Márquez
respondió en una ocasión que escribía para
que los amigos lo quisieran más.
Lo que es
otra manera de aspirar a la
presencia perpetua en los recuerdos de los demás.
Esa
concepción de las cosas se hace manifiesta
a la hora de publicar el primer libro, una experiencia por lo demás
bastante parecida a la iniciación
sexual: entre el miedo y las demasiadas expectativas se pierde lo esencial.
Al
final solo queda ese regusto agridulce que es la forma más visible de la
decepción.
Cuando
el autor, joven o viejo, tiene entre sus manos el primer ejemplar de su cosecha, alienta la esperanza de que las palabras, revestidas de un aura mágica
desde el comienzo de los tiempos, modifiquen algo, si no del vasto
universo, al menos sí de su entorno
inmediato.
Pasarán
apenas unas horas antes de descubrir que
nada ha sucedido: ninguna estrella se ha salido de su órbita, los ríos no han cambiado de cauce
y las muchachas deseadas no se desnudan con más presteza.
Resumiendo:
salvo al autor, a su señora madre y a algún amigo solidario, a nadie más le
interesa el episodio: ni siquiera a los intrusos que se hartaron de vino y
pasabocas en la ceremonia de lanzamiento donde el mismo amigo solidario se encargó de hacer una
presentación llena de hipérboles que hablaban de resonancias kafkianas, intertextualidades,
y no sé qué de extraño cruce entre heroísmo
y villanía de los personajes.
Ah...
olvidaba algo muy importante: Si acaso
podrá interesarle a algún editor
capaz de ver posibilidades comerciales en su texto.
Lo
demás es silencio.
La
pregunta por el destino de los libros está surcada entonces por la milenaria
concepción de la palabra como un elemento a la vez mágico y fundacional.
Mágico,
porque opera a modo de clave capaz
de abrir las puertas de universos
impenetrables. Fundacional en su condición de punto de partida para
explorar facetas desconocidas y oscuras de la condición humana.
Pero
hay que andarse con tiento. Ya lo advirtió el español Enrique Vila-Matas,
parafraseando a su vez unos versos de
don Antonio Machado: “Los libros son ríos
que van a dar a la mar del olvido”.
Vistas
las cosas desde esa perspectiva, deberíamos
darnos por bien servidos si los libros nos ayudan a conocer un poco
más acerca de nosotros mismos. Es allí donde cobra valor la frase de Enrique
Vila- Matas: dejémonos llevar por ese
río de palabras que otorgan conocimiento hasta
desembocar en ese mar de olvido que es la recompensa para el desasosiego
sin remedio de los mortales.
Debe
ser fruto de mi incurable mala conciencia, pero cada vez que recibo la
invitación al lanzamiento de un nuevo título, pienso en aquella frase del Dante que abre las puertas de “La Divina comedia”: “Los que entraís, abandonad toda esperanza”. Admito que mi
actitud es tan perversa como la del vejete desengañado que habla pestes del
amor y les recomienda a los nietos
evitar los predios de Eros, aunque en secreto añore la dosis de candor y de hormonas necesaria para extraviarse en
esos berenjenales.
Tengo
un amigo nonagenario llamado Wenceslao
Triana. Sensato como es, siempre
encabeza sus columnas de opinión invocando a sus dos o tres lectores: no
necesita más para revalidar la noción
dialéctica que no concibe escritor sin lector. A veces creo incluso que se inventó a esos tres contertulios invisibles como una
manera de darle sentido a la absurda
faena de levantarse cada mañana con el único propósito de llenar una cuartilla inspirada en sus observaciones
del día anterior.
Fue
Wenceslao quien me enseñó un día frente a una botella de ron a orillas del Mar Caribe
que la única eternidad imaginable para los libros son las librerías de viejo
y los Agáchese, esos lugares donde
las familias iletradas o los descendientes arruinados
se deshacen, uno a uno o de un solo
golpe, de las joyas atesoradas durante toda una vida por los antepasados lectores.
Según
la lógica de ese viejo libidinoso y lúcido, en realidad los Agáchese
son lo más parecido a la eternidad que puede sernos concedido. Cuando
se llega a ras del suelo, es porque se
ha pasado, al menos, por un par de manos misericordiosas. El resto es soberbia.
Por eso quiero invocar la memoria de Wenceslao compartiendo con mis dos o tres lectores- también los
tengo, no crean- esta estampa de la Pereira de hoy.
Tirados
sobre un rectángulo de papel encerado, varios nombres ilustres contemplan ese
cielo de Pereira que al menor descuido amenaza con transformarse en tormenta. “El Rey Lear” de Shakespeare, “Paradiso”, de José Lezama Lima, “La Vorágine” de José Eustasio Rivera y “La Tejedora de Coronas” de Germán
Espinosa, son los participantes de esa tertulia a ras del suelo, que esperan la
llegada de uno de esos lectores devotos tan escasos en estas tierras.
Al
igual que en las ventas callejeras de discos de segunda, aquí vienen a parar,
en promiscua y democrática mezcolanza, los libros de los clásicos y los de los
autores de manuales de esoterismo y de textos de autoayuda. Si uno cuenta con
suerte, puede conseguirse una edición en buen estado de “La Divina Comedia” por dos mil pesos o un ejemplar de las colecciones
masivas publicadas por la Editorial Oveja
Negra en la década de los ochenta por tres mil.
Aunque
la mayoría de los clientes son jóvenes estudiantes en busca de algún texto
reciclado para cumplir con sus obligaciones escolares, de vez en cuando hace su
aparición uno de esos lectores que miran, no al cielo sino al suelo en busca de
alguna revelación. Como en el caso de Roberto Díaz, un profesor de literatura
que recita de memoria a Silva y a Barba Jacob y que se escandaliza cuando
descubre a Borges bostezando junto a una autora de libros sobre ángeles y a
Octavio Paz mirando de reojo un libro donde se relatan las aventuras de un ex
prófugo de la justicia.
“Con lo costosos que están los libros,
uno tiene que agradecer que existan estos lugares”.
Dice
guardándose bajo el brazo la joya que acaba de adquirir: un ejemplar intacto de
“El Amante de Lady Chaterley”, la
novela de D.H. Lawrence que escandalizó las conciencias de la Inglaterra post
victoriana. Cada semana, Roberto se da un paseo por los puntos callejeros de
venta de libros usados y siempre regresa a su casa del barrio Boston con una
sonrisa pintada en el rostro.
Durante
la última excursión se encontró con un ejemplar de la célebre edición de “Cien Años de Soledad” publicada en 1967
por Editorial Sudamericana.
La
vida te da sorpresas.
“Es muy difícil que entre tanta basura
pornográfica, esotérica y de autoayuda no se encuentre una reliquia literaria.
Y si no la tienen en el momento uno deja el título, el nombre del autor, algo
de plata y en dos días le pueden conseguir muchas cosas. No sé si existe una
gran bodega de libros usados en algún lugar, pero ellos encuentran los títulos”, recita para sí mismo examinando la solapa de “La Arboleda perdida”, el exquisito
libro de memorias del poeta Rafael Alberti.
Conozco
un vendedor borrachito de la diecinueve que a las diez de la mañana ya tiene
varios tragos encima y con tal de seguir la fiesta hace hasta lo imposible por
conseguirle a uno los encargos. “Para mi,
que es un enviado de los dioses”, Sentencia el hombre levantando el dedo
índice y se pierde por entre la multitud que a esa hora transita por la carrera
octava. El objetivo de esta tarde es un buen libro de poemas de algún autor
colombiano.
Aurelio
Arturo no estaría mal.
Como
en el caso de los discos usados, los compradores de libros viejos son una
especie bien particular: buena parte de los títulos y autores que buscan
podrían encontrarla en internet. Sin embargo, ellos van por la calle con el
aire expectante de los que saben que a la vuelta de la esquina la vida les
tiene alguna sorpresa.
Viéndolos
acercarse con aire de iniciados a los “Agáchese”,
uno recuerda las palabras del escritor risaraldense Rigoberto Gil Montoya,
cuando afirmó que estos sitios son, por derecho propio, los verdaderos
encargados de darle carta de ciudadanía a toda posible aventura literaria.
Y cuando un lector emprende el camino de
regreso con su descubrimiento bajo el brazo, hay razones para descreer de las
afirmaciones de Vila- Matas : también en el oficio de la escritura acontece a
veces el milagro de la redención.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Curiosa forma de llamar a esos puestos de venta callejeros. Aquí hay algo similar pero tienen que ver con la comida, los populares Agachaditos, sitios donde se puede merendar por unos pesos casi al ras de piso.
ResponderBorrarHa de tener usted razón, sobre las ansias de eternidad, sino no se publicarían tantas obras cada año y eso que la venta de libros en papel sufre un retroceso constante, dato que puede ser respaldado por el cierre de librerías.
Bueno, apreciado José : Agachados o Agachaditos, ambas formas de negocio cumplen un propósito común: alimentar el cuerpo y el alma.
ResponderBorrar