jueves, 2 de mayo de 2019

Aventuras de una flauta de millo






 Genaro Ocampo nació en Nariño, un pueblo frío del oriente de Antioquia acostumbrado a padecer lo suyo cada vez que alguna de las violencias -o todas juntas- se enseñorean de un territorio fértil como el que más.

Su acta de nacimiento dice que fue bautizado el 12 de mayo de 1977.

Cuenta que a sus cinco años tuvo una experiencia mística: durante una Semana Santa su padre  Rubiel  lo llevó a conocer  Sonsón, un pueblo vecino que alguna vez operó a modo de capital alterna de Antioquia.

“El Jueves Santo mi viejo me despertó a las cuatro de la madrugada y me hizo bañar  con un agua helada capaz de despertar al más perezoso de los durmientes. Habíamos llevado nuestros mejores trajes. De modo que, muy tiesos y muy majos, nos dirigimos a  la Catedral de Sonsón, engalanada  para la celebración  de esos días santos.

“Medio congelados todavía, a pesar de haber consumido sendas tazas de chocolate caliente, nos sentamos en la primera fila de la iglesia.

“Vestido de negro, y sentado frente a un  instrumento cuyo nombre yo  desconocía, el hombre contempló la inmensa bóveda vacía y nos hizo una señal de saludo con un leve movimiento de cabeza

“Y empezó a tocar con unos dedos presurosos y pausados a la vez. Entonces escuché una música que, a todas luces, no  era de este mundo. No volví a saber de mi existencia ni de mi padre, hasta que, una media hora después, el músico terminó de tocar y nos agradeció con otra venia.

“Luego supe que el instrumento se llamaba Órgano y que la música interpretada era  El Mesías, de Haendel.

“En ese momento entendí que sería músico. Mi padre nunca acabó de arrepentirse de haberme llevado a Sonsón. Durante  años apeló a toda su familia para que me convencieran de estudiar derecho, o medicina o Ingeniería. Algo útil, como suele decirse cuando alguien desnuda su vocación de artista”.



Pero Genaro no fue a conservatorios. Empujado por un instinto superior a  su capacidad de discernimiento   de esos días, se hizo al camino cuando contaba apenas  catorce años. Sus pasos lo condujeron al municipio caldense de Aguadas, donde aprendió las bases del requinto, el tiple y la guitarra de manos de unos arrieros que animaban con bambucos, pasillos y aguardiente las noches de descanso en alguna fonda caminera.

“Mi encuentro con esos músicos arrieros me enseñó que, en  mi caso, la música no estaba en las escuelas sino en las trochas y caminos. Así que, para mayor preocupación de mi familia me hice arriero, porque en muchas regiones de Colombia  las mulas siguen siendo el principal medio de transporte”.

Fue así como descubrió en Colombia un país de regiones  animadas por una diversidad de ritmos casi infinita.  A veces reemplazaba las mulas por buses, jeeps y camiones. En otras cruzaba ríos caudalosos a bordo de embarcaciones tripuladas por hombres y mujeres que entonaban cánticos desde la madrugada hasta el amanecer.

En el extremo más oriental de los Llanos descubrió los cantos de vaquería que les permiten a los hombres comunicarse con el ganado. En  Bahía  Solano se cruzó en el camino de una gringa mochilera, fanática de la  marimba de  chonta y del sexo sin compromisos.



Se hacía llamar Ariadna y una vez acabó de tejer su red le dejó una botella de viche a medio vaciar y un olor a menta en el cuerpo que lo atormentó durante cinco días.

Ni uno más.

Curado del abandono, se subió a una embarcación de contrabandistas negros acompañados de mujeres  expertas en    alabaos, esos  cantos rituales  cuyos extremos forman un arco perfecto entre el nacimiento y la muerte.

Fue  Yeison, el tripulante del barco, quien le regaló  una Flauta de Millo y la indicó la ruta para llegar hasta Dionisio, un virtuoso intérprete del instrumento que huía de la fama como de la peste.

Una hamaca, una flauta, una negra y una botella de ron le bastaban para ser dichoso en este mundo, dicen que decía.

“Di un rodeo por al pacífico  hasta llegar   al caribe, en busca del Festival del Pito Atravesao, cuya sede es Morroa, en el departamento de Sucre.  Allí encontré a Dionisio y no me le despegué hasta que me reveló todos los secretos de la Flauta de Millo. Mi mayor sorpresa fue comprobar que sonaba bastante parecido al clarinete, un instrumento de  otra procedencia.  Una razón más para convencerme de que las músicas del mundo son  hermanas y que las diferencias entre ellas son solo aparentes.

“Con mi flauta y mi mochila me subí a un bus en Valledupar, después de un festival vallenato y tres semanas  más tarde estaba en Buenos Aires, ganándome la vida con ritmos  y cantos  compuestos a lo largo del camino. La gente se arremolinaba  a mí alrededor y en poco tiempo estaban echándoles monedas a mi sombrero. Les componía a todos: a las montañas del Perú, a los ríos de Ecuador, a las arenas de Chile,  a los   nevados de Argentina. Por supuesto, también hubo composiciones para las mujeres, los trabajadores, los  indígenas. Éstos últimos no tardaban en descubrir que la Flauta de millo sonaba muy parecido a sus instrumentos ancestrales”.



Lector de  García Márquez, de Álvaro Mutis y de  Manuel Mejía Vallejo, Genaro Ocampo tiene ese don de la palabra que abre puertas en todas partes. Por eso no me fue difícil entablar conversación con él  a bordo de un bus que me traía de regreso a Pereira y a él lo llevaba rumbo a Buenaventura.

“Como no oyen hablar de mí, mis familiares dicen que fracasé en la música. En realidad  es al contrario: viajando, he conocido cientos de ritmos musicales de nuestro país y de Suramérica. El problema es que la gente confunde ser bueno con ser famoso.  Por mi parte puedo dormir tranquilo. No quiero grabar discos, porque eso es como meter  la música en un congelador. Y ella, la música, es lo importante. Los músicos somos apenas los arrieros que la llevamos de un lugar a otro de la tierra”.

Me bajo del bus en  Pereira, y Genaro  se va con su flauta de millo rumbo a ningún lugar y hacia todos los lugares donde el mundo y sus prodigios puedan ser convertidos en canciones.

Con eso le sobra y basta.


PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

3 comentarios:

  1. Bella y entrañable cronica, si todavía alguien se pregunta para qué sirve la literatura, he ahí la respuesta implícita: para dar voz a los silenciosos y otros extraños equilibristas de la vida.Curioso nombre eso de "pito atravesao" , aquí, directamente y sin inequívocos, tendría una connotación sexual, pero ya vemos cómo el lenguaje tiene sus códigos y significados de acuerdo a las regiones.

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  2. Y lleva usted razón, los colombianos tienen un natural don de la palabra, personalmente no he conocido a ninguno que sea reservado y taciturno, rasgo muy frecuente en la gente andina de mi país. Por algo dicen que la geografía condiciona el carácter.

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  3. Ja, ja, ja.Creo que los costeños de mi país ya le han sacado el jugo- en el sentido literal- a eso del "Pito atravesao", apreciado José.

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