Genaro Ocampo nació en Nariño, un
pueblo frío del oriente de Antioquia acostumbrado a padecer lo suyo cada vez
que alguna de las violencias -o todas juntas- se enseñorean de un territorio
fértil como el que más.
Su acta de nacimiento dice que
fue bautizado el 12 de mayo de 1977.
Cuenta que a sus cinco años tuvo
una experiencia mística: durante una Semana Santa su padre Rubiel
lo llevó a conocer Sonsón, un
pueblo vecino que alguna vez operó a modo de capital alterna de Antioquia.
“El Jueves Santo mi viejo me despertó a las cuatro de la madrugada y me
hizo bañar con un agua helada capaz de
despertar al más perezoso de los durmientes. Habíamos llevado nuestros mejores
trajes. De modo que, muy tiesos y muy majos, nos dirigimos a la Catedral de Sonsón, engalanada para la celebración de esos días santos.
“Medio congelados todavía, a pesar de haber consumido sendas tazas de
chocolate caliente, nos sentamos en la primera fila de la iglesia.
“Vestido de negro, y sentado frente a un instrumento cuyo nombre yo desconocía, el hombre contempló la inmensa
bóveda vacía y nos hizo una señal de saludo con un leve movimiento de cabeza
“Y empezó a tocar con unos dedos presurosos y pausados a la vez. Entonces
escuché una música que, a todas luces, no
era de este mundo. No volví a saber de mi existencia ni de mi padre,
hasta que, una media hora después, el músico terminó de tocar y nos agradeció
con otra venia.
“Luego supe que el instrumento se llamaba Órgano y que la música
interpretada era El Mesías, de Haendel.
“En ese momento entendí que sería músico. Mi padre nunca acabó de
arrepentirse de haberme llevado a Sonsón. Durante años apeló a toda su familia para que me
convencieran de estudiar derecho, o medicina o Ingeniería. Algo útil, como
suele decirse cuando alguien desnuda su vocación de artista”.
Pero Genaro no fue a
conservatorios. Empujado por un instinto superior a su capacidad de discernimiento de esos días, se hizo al camino cuando
contaba apenas catorce años. Sus pasos
lo condujeron al municipio caldense de Aguadas, donde aprendió las bases del
requinto, el tiple y la guitarra de manos de unos arrieros que animaban con
bambucos, pasillos y aguardiente las noches de descanso en alguna fonda caminera.
“Mi encuentro con esos músicos arrieros me enseñó que, en mi caso, la música no estaba en las escuelas
sino en las trochas y caminos. Así que, para mayor preocupación de mi familia
me hice arriero, porque en muchas regiones de Colombia las mulas siguen siendo el principal medio de
transporte”.
Fue así como descubrió en
Colombia un país de regiones animadas
por una diversidad de ritmos casi infinita.
A veces reemplazaba las mulas por buses, jeeps y camiones. En otras
cruzaba ríos caudalosos a bordo de embarcaciones tripuladas por hombres y
mujeres que entonaban cánticos desde la madrugada hasta el amanecer.
En el extremo más oriental de los
Llanos descubrió los cantos de vaquería que les permiten a los hombres
comunicarse con el ganado. En Bahía Solano se cruzó en el camino de una gringa
mochilera, fanática de la marimba
de chonta y del sexo sin compromisos.
Se hacía llamar Ariadna y una vez
acabó de tejer su red le dejó una botella de viche a medio vaciar y un olor a
menta en el cuerpo que lo atormentó durante cinco días.
Ni uno más.
Curado del abandono, se subió a
una embarcación de contrabandistas negros acompañados de mujeres expertas en
alabaos, esos cantos rituales cuyos extremos forman un arco perfecto entre
el nacimiento y la muerte.
Fue Yeison, el tripulante del barco, quien le
regaló una Flauta de Millo y la indicó
la ruta para llegar hasta Dionisio, un virtuoso intérprete del instrumento que
huía de la fama como de la peste.
Una hamaca, una flauta, una negra
y una botella de ron le bastaban para ser dichoso en este mundo, dicen que
decía.
“Di un rodeo por al pacífico
hasta llegar al caribe, en busca
del Festival del Pito Atravesao, cuya sede es Morroa, en el departamento de
Sucre. Allí encontré a Dionisio y no me
le despegué hasta que me reveló todos los secretos de la Flauta de Millo. Mi
mayor sorpresa fue comprobar que sonaba bastante parecido al clarinete, un
instrumento de otra procedencia. Una razón más para convencerme de que las
músicas del mundo son hermanas y que las
diferencias entre ellas son solo aparentes.
“Con mi flauta y mi mochila me subí a un bus en Valledupar, después de
un festival vallenato y tres semanas más
tarde estaba en Buenos Aires, ganándome la vida con ritmos y cantos
compuestos a lo largo del camino. La gente se arremolinaba a mí alrededor y en poco tiempo estaban
echándoles monedas a mi sombrero. Les componía a todos: a las montañas del
Perú, a los ríos de Ecuador, a las arenas de Chile, a los
nevados de Argentina. Por supuesto, también hubo composiciones para las
mujeres, los trabajadores, los indígenas.
Éstos últimos no tardaban en descubrir que la Flauta de millo sonaba muy
parecido a sus instrumentos ancestrales”.
Lector de García Márquez, de Álvaro Mutis y de Manuel Mejía Vallejo, Genaro Ocampo tiene ese
don de la palabra que abre puertas en todas partes. Por eso no me fue difícil
entablar conversación con él a bordo de
un bus que me traía de regreso a Pereira y a él lo llevaba rumbo a Buenaventura.
“Como no oyen hablar de mí, mis familiares dicen que fracasé en la
música. En realidad es al contrario:
viajando, he conocido cientos de ritmos musicales de nuestro país y de
Suramérica. El problema es que la gente confunde ser bueno con ser famoso. Por mi parte puedo dormir tranquilo. No
quiero grabar discos, porque eso es como meter
la música en un congelador. Y ella, la música, es lo importante. Los
músicos somos apenas los arrieros que la llevamos de un lugar a otro de la
tierra”.
Me bajo del bus en Pereira, y Genaro se va con su flauta de millo rumbo a ningún
lugar y hacia todos los lugares donde el mundo y sus prodigios puedan ser
convertidos en canciones.
Con eso le sobra y basta.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Bella y entrañable cronica, si todavía alguien se pregunta para qué sirve la literatura, he ahí la respuesta implícita: para dar voz a los silenciosos y otros extraños equilibristas de la vida.Curioso nombre eso de "pito atravesao" , aquí, directamente y sin inequívocos, tendría una connotación sexual, pero ya vemos cómo el lenguaje tiene sus códigos y significados de acuerdo a las regiones.
ResponderBorrarY lleva usted razón, los colombianos tienen un natural don de la palabra, personalmente no he conocido a ninguno que sea reservado y taciturno, rasgo muy frecuente en la gente andina de mi país. Por algo dicen que la geografía condiciona el carácter.
ResponderBorrarJa, ja, ja.Creo que los costeños de mi país ya le han sacado el jugo- en el sentido literal- a eso del "Pito atravesao", apreciado José.
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