Un personaje de la película Network (Poder que mata) dirigida por Sidney Lumet en 1976, advirtió que
el infierno acaecería sobre la tierra cuando todo el mundo estuviera
interconectado.
No sería ese el primer o el último caso en el que los artistas
anticipan los acontecimientos.
No hay que esforzarse mucho para
constatar que el director se quedó corto en su premonición.
Basta con mirar al señor que al
volante de su vehículo examina ansioso
una y otra vez la pantalla de su teléfono móvil, aun a riesgo de sufrir
un accidente.
O detenerse en la imagen de la
señora que, en el transcurso de cinco minutos, saca de su bolsillo el teléfono móvil a la espera de una señal de este mundo o del otro.
Nunca se sabe.
“Ñeeerdaaa,
ji la gente ya no puede cagad tanquila!” Exclamó mi vecino, el poeta
Aranguren, indignado porque en el baño público contiguo al suyo un pobre hombre
intentaba defenderse de los asedios de su jefe, de su mujer, de sus hijos, de
su amante …o de todos los anteriores.
Tranquilo, poeta, tranquilo, le
digo, como cada vez que toca a la puerta
de mi casa atribulado por alguna pena del cuerpo o del alma.
Supongo que al hablar por teléfono sentada en el retrete
la gente intenta cumplir con la regla de oro del capitalismo: “Optimizar el tiempo”.
Aunque, en sus apuros, no se da
cuenta de que con esas prácticas sólo consigue
empobrecerlo.
Pero cuando Aranguren se indigna
es de verdad verdad.
“¡Coooñooo, como tú edej un bendejio que ejtá a jalvo de los acojos del
jelular!” Grita a los cuatro
vientos, como si estuviera en la tribuna del estadio animando a su querido
Unión Magdalena.
No te lo creas del todo, poeta,
le digo: tengo correo electrónico y lo reviso
al menos tres veces al día.
De modo que, siguiendo al personaje de
Lumet, también estoy conectado con algún
círculo del infierno.
Además, no tengo la intención de
fundar una secta de enemigos del celular:
ya les he contado que el espíritu gregario me lo quedaron debiendo para otra
vida.
En mis tiempos de profesor
universitario tuve una estudiante que se ausentaba a menudo de clase: tenía que
asistir a su cita con un terapeuta que intentaba curarla de su adicción al teléfono móvil.
Misión imposible: de hecho, el
tipo también era adicto al aparatito. Decía necesitarlo como herramienta de
trabajo. Sospecho que, como sucede a menudo con esas terapias, en esas
reiteradas reuniones se consolaban los dos.
“Peddo el correo eledtónico es otra cosa: uno como ujuadio tiene el
condtol”.
De modo que el poeta Aranguren
sucumbió a otra falacia: que uno tiene el control. Esa creencia
echa raíces en una visión de las cosas resumida en una frase tan
efectista que se volvió mensaje publicitario.
Según esa idea, todo está a un
clic de nuestra vida: el sexo, las mercancías, los servicios, los expertos, la
religión.
El problema reside en que después de cada clic todo se
desvanece, se hace fantasmagoría: otra vez Karl Marx recordándonos que “Todo lo sólido se desvanece en el aire”.
Desde el descubrimiento del
fuego, cada invento, cada desarrollo tecnológico no sólo nos ayuda a dominar y
controlar el entorno: ante todo, modifica nuestra estructura mental y por lo
tanto la visión que tenemos de nosotros
mismos y del mundo.
Por eso, detrás de la idea de que
el universo entero está a un solo clic
alienta la amenaza del facilismo: como si tratara del dedo de Dios en persona
todas las cosas de la vida parecen estar al alcance de nuestro dedo índice: ya
no tenemos que salir a buscar el mundo,
como se nos contaba en los relatos de
viajes iniciáticos.
Y si no salimos a buscar el mundo nos quedamos sin la
experiencia y su fruto más preciado: el conocimiento.
A cambio de éste último, nos inundan de información y
sensaciones imposibles de aprehender, dado el vértigo en que todo transcurre.
Por eso estamos hoy en manos de
ese poder que mata frente al que nos advertía hace cuatro décadas el personaje
de Sidney Lumet: el de unos medios cada vez más sofisticados y, por lo tanto,
mejor dotados para controlar cada uno de nuestros actos.
Así las cosas, entiendo al
detalle las angustias de Aranguren: hasta ahora, cada vez
que quiere llegar a mi casa debe caminar una hora o pedalear en su vieja
bicicleta durante treinta minutos.
En el trayecto conversa con monos
aulladores, acaricia el lomo de gatos extraviados, espía el escote de las
vecinas, habla de política o de fútbol con algún campesino.
O recita para sí mismo versos
de Oliverio Girondo y Jaime Gil de Biedma.
Y tiene miedo, mucho miedo, de que
esas cosas se pierdan con dar un solo clic.
PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Eso de no tener que salir a buscar el mundo es muy cierto, y se da de manera muy patética en países como Japón y Corea, donde la adicción a la tecnología ha provocado una suerte de síndrome o enfermedad social, especialmente en jóvenes que desarrollan cierta aversión y hasta temor al simple hecho de salir a la calle para interactuar con el resto de la gente. Es decir se pasan la vida a punta de clics y sin salir de casa en absoluto.
ResponderBorrarPor distracción mía, la respuesta a su comentario quedó más abajo, apreciado José.
BorrarCuando Miguel ángel pinto la creación de Adán en la sixtina con su dedo macartizante señalado el origen de la humanidad; nunca penso que podría ser el fin, buscado el cielo encontro el infierno a solo un clic. Como una premonición simbólica el renacimiento de la humanidad, coinciden con su final.
ResponderBorrar"Dedo macartizante" ¡ Carajo! usted si que ha puesto el dedo en la llaga, estimado Antonio. De ahí en adelante el asunto no ha hecho sino perfeccionarse.
BorrarApreciado José: sospecho que Condorito, ese entrañable personaje del cómic latinoamericano, en sus momentos de estupor ya no hace ¡Plop! sino ¡ Clic!
ResponderBorrarCabe pensar que la única realidad posible, "real", es la de los sueños. La realidad verdaderamente nuestra, en lugar de esa conspiración colectiva que vemos en televisión y leemos en los diarios. La comunicación instantánea y universal no nos hace libres, como nos mentían hasta hace muy poco. La única libertad posible para un individuo responsable es la de la imaginación y el ensueño. He dicho.
ResponderBorrarAmén, mi querido don Lalo. Usted sabe lo que me complace volverlo a tener por estos pagos.
ResponderBorrar