En la fábula infantil existe un lugar fuera del tiempo y el espacio,
donde un día podremos vivir las vidas
que nos faltan.
Las que descartamos al momento de elegir la existencia que casi
siempre habremos de acarrear hasta la hora de la muerte, porque un día
atendimos a un impulso o tomamos una
decisión.
Las vidas que determinan la
colección de máscaras llamada personalidad, ese artefacto imprescindible para sobrevivir en el mundo sin enloquecer del
todo.
Con el paso del tiempo, la
literatura judía en el exilio desarrolló una capacidad especial para revelarnos
el sinsentido de esas vidas y el carácter deleznable de su colección de
máscaras.
En el caso de
los escritores judíos nacidos en Norteamérica ameritan mención especial
las novelas de Saul Below y Philip Roth.
Sus obras son un viaje al fondo
del abismo de hombres y mujeres solo en teoría exitosos: sus logros mundanos no
sirven para disimular el tamaño de su
desastre interior y la fragilidad de las instituciones sobre las que se
asientan sus valores.
Desde Pastoral Americana, Philip Roth no ha hecho cosa distinta a ahondar
en ese abismo, que es a la vez un laberinto.
Su novela La contravida no es ajena a esa condición.
En la ficción, el novelista
Nathan Zuckerman contempla el ataúd donde yace el cuerpo de su hermano Henry,
un exitoso dentista fallecido a los treinta y nueve años, después de someterse
a una delicada cirugía de corazón.
Las pastillas recetadas en
principio por su médico le produjeron impotencia sexual y el hombre no se sentía capaz de renunciar a esa parte de
su vida.
Así que entró al quirófano y no
volvió.
A petición de Carol, la viuda de
Henry, Nathan escribió un texto de tres mil palabras que al final no leyó en el funeral: era demasiado para el
pobre muerto y sus dolientes.
Desde los tiempos de La Biblia, el pueblo judío ha sido
educado para la introspección. Esa capacidad para escudriñar el propio corazón
lo ha dotado de una habilidad especial para explorar el alma ajena, con su
alijo de grandezas y miserias.
Y como el núcleo de todo es la
tribu, la familia, a un buen escritor le resulta imposible no desnudar los
entresijos de que están hechas esas
instituciones.
Nathan Zuckerman ya lo hizo en un
libro titulado Carnovsky, que desató la
furia del clan.
Sin embargo, antes de someterse a
la operación, Henry volvió a él en busca de consejo.
“¡Imbécil! ¡Burro! ¡De ninguna de las maneras! Si no fuiste capaz de
abandonar a Carol y fugarte con María, una mujer a quien de verdad amabas, no
vas a ir al hospital, en busca de una operación peligrosa, sólo porque una
chiquita de la consulta te la chupa todas las tardes antes de marcharte a cenar a tu casa. He escuchado tus alegatos a favor de
la operación, y hasta ahora no he abierto la boca; pero mi veredicto, que hace
ley, ¡es no!”.
Fue su lapidaria respuesta.
Pero Henry yace ahora en su ataúd
y Nathan guarda en el bolsillo el texto de tres mil palabras que
contiene algunas de las ahora imposibles
vidas de su hermano. Tan imposibles como los delirios de un gringo loco, convencido de que el mesías
no regresará mientras no se juegue béisbol en Jerusalén.
Las vidas de Henry.
Sus viajes en busca de una
respuesta a lo que significa ser judío
y, por lo tanto, pertenecer al ámbito cultural de la lengua hebrea.
La nunca emprendida fuga a
Basilea en compañía de María y su consiguiente destino de triunfador en Europa.
Su improbable rebelión contra los
designios de la institución familiar y la clase social, resumidos en un par de horas de sexo con su
asistente Wendy.
Implacable, Nathan sigue rumiando sus pensamientos al lado del
cadáver:
“(…) Y teniendo en cuenta que ya había aceptado a
Wendy como solución de compromiso, cuando lo que para sí mismo había soñado era
volverse a hacer en Europa con una esposa europea, convertirse, en Basilea, en
un dentista norteamericano en el destierro, una persona hecha y derecha,
robusta, sin trabas, Zuckerman había descubierto que sus ideas se ajustaban más
a lo siguiente: “ Es su rebelión con el acuerdo a que había llegado, lo que
resulta de los restos de la pasión brutal. Doy por supuesto que no acude a mí
para oírme decir que la vida pone barreras y que la vida niega cosas, y que lo
único que se puede hacer es aceptarlo. Está aquí para discutirlo y descartarlo
en mi presencia, porque la capacidad de negarme algo a mí mismo no está, desde
luego, entre mis mejores cualidades
(…)”.
Como todo gran escritor, Nathan
Zuckerman es una mala conciencia. Por lo tanto, no hace concesiones a la
sensiblería ni a lo políticamente correcto. Su lúcida conclusión es que no
existen otras vidas: sólo contamos con ésta
y debemos vivirla a tope.
No importa si se trata de sus asuntos más
íntimos o de esa suma de equívocos que constituye el trasegar de los judíos por
el mundo.
Un destino tan errático que no
tardó en convertir la tierra prometida en un gueto donde se dedicaron a
glorificarse a sí mismos y a convertir en apestados a todos los demás: los
gentiles.
El mismo destino que lleva a
Carol a plantearse reflexiones tan amargas y lúcidas como esta:
“¡Religión! ¡Fanatismo, superstición, guerra y muerte a porrillo! ¡Pura necedad medieval! Si
echaran abajo todas las iglesias y todas las sinagogas y les construyeran
encima campos de golf, el mundo sería un sitio mucho mejor para vivir”.
En eso piensa mientras su sobrina
Ruth interpreta en el violín un
fragmento del Jerjes de Handel ante
el cadáver de su padre.
Todos los personajes de esta
novela alientan en el fondo la ilusión
infantil de que a lo mejor se puede volver a la tierra de nadie donde
los aguardan sus otras vidas. La
contravida postulada por Roth en el título de su novela. Pero la realidad es otra cosa, como bien lo
plantea el narrador en un párrafo sobre
la circuncisión, esa suerte de
designio judío grabado en la fuente suprema del orgullo masculino.
“Bueno, se acabó. Aquí termina mi texto pastoril, y termina con la
circuncisión. Que haga falta practicarle esa delicada operación al pene de un chico recién nacido
se te antoja la piedra angular de la irracionalidad humana, y quizá lo sea. Y
que la costumbre sea inquebrantable, incluso para el autor de mis libros, tan
escépticos ellos, demuestra, a tus ojos, lo poco que vale el escepticismo
cuando entra en conflicto con un tabú tribal. Pero ¿por qué no verlo
desde otro punto de vista? Sé muy bien que
promocionar la circuncisión va completamente en contra de Lamaze y de
las ideas que hoy en día predominan y que tienden, todas, a quitarle brutalidad
al nacimiento, proponiendo incluso que el parto se verifique dentro del agua,
para que el niño no se lleve una sorpresa desagradable al salir”.
¿Y por qué eludir las sorpresas
desagradables si el camino está lleno de
ellas? Se pregunta uno como lector, siguiéndole el hilo al sentido último de
esta historia: que siempre será mejor vivir la vida como nos ha sido dada, con
su colección de rostros sublimes y terribles.
Nada más.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Gustavo.
ResponderBorrarParece que entendemos poco esto que se llama vida. Nacemos ignorantes y partimos de igual manera, pero con un plus: nos vamos como doctos ignorantes.
Si se fija, la mayoría (llámese masa, grupo, clan o sociedad) necesita directrices para saberse conducirse en el mundo. La historia de la ética, las leyes, las religiones, son esas recetas mentales que guían la conducta y la existencia. Vaya uno a saber si ese texto de Henry de tres mil palabras no leídas, pudo ser un testamento de vida hecho jirones literarios.
Ya lo dijo el querido Amado Nervo: "La verdadera tragedia no está en la tumba sino en la cuna". En fin, la vida hay que seguirla con todas sus miserias, alegrías y desdichas. Si es que vivir significa algo, aunque morir, (para consolación mística)puede ser una vida invertida.
Va un abrazo.
Mil gracias por su valiosa reflexión, Diego. Otra de las facetas de este asunto reside en el propósito contumaz de fijar el talante variable e impredecible de la vida en un catálogo: la existencia como una forma de la taxonomía, idea que ya alentaba en Aristóteles y que condujo a la instrumentalización del mundo que hoy conocemos y padecemos.
ResponderBorrarAsí las cosas, nuestro devenir se parece cada más a esos cuadernos donde se pegaban alas de mariposas y hojas de plantas, mientras los profesores intentaban hacernos creer que eso allí fijado era de veras la manifestación de una mariposa o una planta de eucalipto.
Su reflexión de hoy me hace recordar justamente una película de otros notables judíos, los hermanos Coen, quienes en "Un hombre serio" ponen a caldo, con su ironía caracteristica, ese legado ancestral de costumbres y tradiciones del pueblo hebreo, desnudando situaciones tan absurdas que rayan en humor negro. Ya desde el título presagia que la vida es una sucesión de parodias involuntarias e inevitables, o si se quiere, algo parecido a esa cobtravida que describe Philip Roth.
ResponderBorrarEsos Coen si que miran las tradiciones de su pueblo con buen humor. No podría ser de otra manera, como bien lo sugiere Zuckerman en el momento de preguntar ¿Por qué diablos mee piden que me comporte como un judío? Soy judío y ya.
ResponderBorrary yo soy colombiano,y ya,lic.gustavo.Te pregunto,que opinion,tienes de la obra LOS PROTOCOLOS DE LOS SABIOS DE SION-EL PELIGRO JUDEOMASONICO....Abrazo como el sol.Dichoso dominical,Javier.
ResponderBorrarEste comentario ha sido eliminado por el autor.
ResponderBorrarUNO viendo como se mueve el judaismo sionismo, en WALL STREET,N.Y,a traves de ellos,se comprueba que el tigre-ellos-no es como lo pintan...Cordial saludo.Javier.
ResponderBorrarBueno, no solo los judios se mueven en Wall Street, apreciado Javier.
BorrarBueno, apreciado Javier. No he leido el libro en mención, aunque lo he oido citar cientos, si no miles de veces.
ResponderBorrarAsí que no tengo autoridad para opinar sobre ese texto, aunque entiendo que versa sobre una hipotética conspiración sionista para controlar el mundo, que a su vez le ha servido de soporte a toda suerte de corrientes anti sionistas... que a su vez...