De tanto repetirse, la escena ya
hace parte del paisaje cotidiano: decenas, cientos, miles, millones de personas
de todas las edades se fotografían a sí
mismas con sus teléfonos y despachan las imágenes hacia los lugares más
remotos, con la esperanza de obtener un
me gusta que dé cuenta de la propia existencia.
La vieja y necesaria mirada del
otro como última prueba de nuestro paso por el mundo.
Desde luego, la sola palabra selfie contiene su propia carga de
narcisismo, ese viejo sentimiento que
llevó a la madrastra de Blancanieves a preguntarle una y otra vez al
espejo: “ Espejito, espejito ¿Quién es la
más bonita?”.
Pero hay mucho más que eso.
La obsesión por fotografiar y
compartir con el mundo el más nimio de los detalles se relaciona también con la
necesidad de crear conjuros contra el vértigo.
Al fin y al cabo, en estos tiempos nuestra relación con la vida se parece bastante al acto de cabalgar un
relámpago. Consumimos trajes, comidas, bebidas, músicas, sexo y paisajes a una
velocidad tal que hace imposible hacer de
la experiencia parte del acervo de conocimientos necesarios para recorrer el camino sin sucumbir del todo a la
desintegración.
Así que hay mucho de desasosiego
existencial en esas prácticas tan vanas en apariencia. En el gesto de
fotografiar un helado, un plato, un auto, unos labios que besan, alienta una
antiquísima necesidad humana: la de
sentir que algo perdura en medio de una sucesión de segundos y minutos que nos
precipitan al abismo.
Para eso está el arte, me dirán
ustedes, y les asiste toda la razón. En la misma página del mismo libro de
Shakespeare las manos ensangrentadas de
Lady Macbeth renuevan una y otra vez su pacto con el desastre.
En la misma página de Cien años de Soledad, Remedios la bella
es arrebatada hacia el cielo por una fuerza superior a los designios humanos.
Y en el mismo movimiento de su segunda sinfonía,
Johannes Brahms nos revela de golpe la
dimensión entera de su pesadumbre.
Pero la mayoría de las personas
no tienen acceso a esos consuelos, entre otras cosas porque disfrutar y conocer
el arte demanda una gran dosis de tiempo y, por lo tanto, de paciencia para
descifrar mundos que todo el tiempo
proponen el desafío de signos, símbolos y metáforas.
Es decir, claves para asomarse a los múltiples e insondables rostros del mundo.
Ya nos lo advirtió Ray Bradbury en una de sus parábolas: “Los hombres no tienen tiempo de conocer nada. Lo estropean todo. Lo
ensucian todo”.
Y no hay tiempo, porque quien
dispone de ese tesoro suele ponerse a pensar, y como el que piensa acaba
formulando preguntas incómodas, suele volverse muy peligroso.
Justo en ese punto, decide luchar
contra la alienación que lo envuelve: ese despojarse de sí mismo que es la
clave de todo control político, económico, religioso y cultural.
Un pensador ya olvidado, Herbert
Marcuse, se refirió a esa criatura cosificada como “ El hombre unidimensional”.
Lo que equivaldría a hablar de un
pájaro sin alas.
Si faltaba algo para completar
ese cuadro, los prodigios digitales se encargaron de esa parte del trabajo.
Hay que ver el aire autista y
enajenado de quienes reciben y emiten mensajes a través de la pantallita para
darse cuenta de que están a merced de cualquier
prestidigitador con capacidad de sugestión, sea éste un demagogo, un gurú o un vendedor de
baratijas.
Como todo pasa tan rápido, casi nadie se da cuenta
del alcance de las cosas que cruzan ante
la mirada sin tocar el cerebro: todos están ocupados en cabalgar ese relámpago
que puede desmontarlos al menor descuido.
Casi nadie nota, por ejemplo, que
Twitter sería una excelente herramienta- algo así como un lápiz digital- para
renovar y enriquecer el género del aforismo.
Cosas como estas que me compartió
mi compadre Gustavo Arango hace unas semanas: “Si quieres hacer reír a Dios, cuéntale de tus proyectos”.
Gustavo Arango, el mismo tipo que
puso una canción de Jorge Villamil a sonar en los labios de un monje
budista que cruzaba los desiertos de
Asia central.
Pero claro, tiempo es lo que les
sobra a los monjes budistas. Por eso habitan las formas supremas de la lucidez:
la que permite ver el otro lado de las
cosas.
Ese otro lado que no podemos
ni tan sólo sospechar, porque estamos atados a una vertiginosa rueda de
producción, consumo y derroche que acabará desintegrándonos con solo dar un
clic.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Arango tiene razón. Su cita es maravillosa. Normalmente dios suena como un Padre Padrone más o menos arbitrario o brutal (¿vieron la película de los Taviani?). El dios de Arango tiene sentido del humor, es capaz de ironía, de comprensión, hasta de burla. Lo bueno de dios, si cabe, es lo que tiene de humano, pero sospecho que si queremos tenerle respeto no debemos imaginarlo tomándose selfies o mandando tuits.
ResponderBorrarJa. En realidad nunca he entendido cómo hacen para sobrevivir las personas carentes de sentido del humor, mi querido don Lalo. Esas que van todo el tiempo tomándose en serio al mundo y, peor aún, a sí mismas.
ResponderBorrarAsí las cosas, creo que un dios bromista es lo más saludable que podría pasarle a este mundo desquiciado.
Un abrazo
Gustavo