Fotografías de Rodrigo Grajales
I
A la hora señalada
A las tres de la tarde del jueves 21 de noviembre, la Plaza de Bolívar de Pereira lucía
como en unas fiestas de agosto, o durante un partido de la
Selección Colombia: banderas rojas, azules y amarillas, camisetas, banderas
rojo y oro del equipo local y hasta banderas de Panamá, Bolivia y de los
movimientos indígenas.
En el fondo musical, nada de las
quenas y los charangos llorones de varias décadas atrás. El aire era pura
batucada tronando con sus tambores desde el corazón de una multitud que no
paraba de llegar de todas partes: de
Dosquebradas, de Cuba, de San Luis, de Belmonte y de varios municipios de
Risaralda, incluso desde lugares tan distantes como el corregimiento de Irra,
en la zona minera de occidente.
Ignorando las admoniciones a
menudo terroríficas de los voceros del
establecimiento, a la marcha se dieron cita los más diversos
sectores sociales: obreros, estudiantes, maestros, funcionarios públicos, trabajadores
de la salud, mujeres, campesinos corteros de caña, rebuscadores callejeros y
hasta músicos de la banda sinfónica.
A un costado de la plaza, las
puertas de la Catedral de la Pobreza estaban cerradas, consecuentes con las
invocaciones lanzadas desde el púlpito a lo largo de la semana, para que los
feligreses se cuidaran “de los peligros
encarnados en los bandidos que pretenden dañar Colombia”.
Supongo que los bandidos éramos todos los asistentes a la marcha.
Fue así como los curas se atrincheraron
en los altares.
Coherentes con sus sermones, al
fin y al cabo.
Un denso olor a marihuana con
aroma jamaiquino surgía de algunos corrillos y salpicaba el aire con un toque
retro.
Disuelto en medio de la colorida multitud vi y palpé de todo y para todos.
Vi un par de antiguos comunistas,
ya instalados cómodamente en el sistema, que lucían anacrónicos con sus
mochilas arhuacas, mientras rumiaban- a
lo mejor- nostalgias de antiguas convicciones enterradas.
Vi banderas multicolores y vi
también gente de todos los colores: negros, cobrizos, mulatos, trigueños y hasta rubios mochileros europeos
ávidos de color local, tostándose bajo
el sol de la tarde.
Vi una pobre vieja de unos
ochenta años, arrastrando un carro de paletas para ganarse la vida.
En un mundo menos atroz, la
anciana debería estar en casa acariciando a sus nietos. Pero bueno… por eso
marchábamos.
Había muchas otras cosas.
En medio del barullo, me topé con
un desconocido que sin mediar motivo me espetó su peculiar declaración de
principios:
“Me gustan las marchas porque se ven muchas viejas chimbas”.
Y si: esa también es una buena
razón para marchar.
II
En el corazón de la fiesta
A las cuatro de la tarde la plaza
rebosaba de vida.
Desde los edificios vecinos,
ancianas temerosas de Dios y de los hombres oteaban la escena a través de los
visillos, igual que si estuvieran
frente a la pantalla del televisor.
También descubrí carteles que rezumaban lucidez, poesía y humor.
Va una breve muestra:
“Con esas pensiones ya no podré
ser un Sugar Daddy”
“Un pueblo sin piernas, pero que camina”.
Otro portado por un sicólogo, trabajador en el
sector de la salud:
“Violento es tener atención sicológica una vez al mes, con diagnóstico
de depresión”
Y un reclamo:
“¿Dónde están los 11.645.000 votos contra la corrupción?”
A modo de respuesta, Colombia les
ofrece a sus hijos millones de razones para estar deprimidos.
A pesar de todo, bailan.
Porque esta multitud integrada por varias generaciones celebraba
a su manera la fiesta de la vida.
Así que la música de fondo iba de
Violeta Parra al reguetonero Maluma, pasando por los muy ochenteros Quiet Riot.
Contra todo pronóstico, encontré
varios compañeros de generación a los
que suponía derrotados del todo.
Después de saludar a varios,
me encontré con un cartel cuya pregunta
lapidaria me dejó estaqueado en la mitad
de la plaza:
“¿Qué cosecha un país que
siembra muertos?”
Abrumado, me dirigí a
la estatua del Bolívar desnudo en
busca de alguna repuesta, pero el fulano, bañado en mierda de palomas, prefirió mirar para
otro lado.
Por fortuna, por allí andaba un grupo de poetas diciendo sus
palabras como heridas sin cicatrizar.
Los poetas, al contrario de lo
pregonado por el gran Holderlin, se hacen doblemente necesarios en tiempos de penuria.
De súbito, como atendiendo a un
llamado secreto, cientos de palomas revolotearon en el aire.
Un detalle significativo: se
coreaban más consignas contra Uribe que
contra Duque. Eso confirmaba dos cosas: el
talante ambiguo y difuso del presidente y la certeza de que padecemos el
tercer periodo de la Seguridad Democrática, con todo lo que
eso significa.
Sentados en la terraza del Centro Comercial Bolívar Plaza, grupos
de contertulios bebían café, al tiempo
que tomaban fotografías a distancia: tan lejos se sienten de las duras
realidades de su país.
Habíamos partido al promediar el
día desde el barrio San Luis bajo uno
de esos soles mordientes de invierno. A la altura del Terminal
de Transportes nos recibió uno de esos sorpresivos aguaceros que son el
santo y seña de Pereira. En cuestión de minutos volvió a salir el sol y de nuevo asomaron los
nubarrones.
Pero la gente no se movió de
su sitio. Todo lo contrario: seguían llegando de todas partes hasta
abarrotar la plaza.
Tenían suficientes razones para
cruzar la noche entera bailando,
cantando y haciendo sonar sus vuvuzelas.
Dichoso, un vendedor callejero que acababa de agotar el surtido de
golosinas de sal se lanzó a gritar a todo tren:
“¡Que vivan las marchas!”
Y ni un asomo de violencia cuando ya
despuntaba la noche.
Sospecho que a todas esas, los profetas del desastre
debían estar comiéndose sus uñas virtuales en Twitter.
III
Fin de fiesta
Ah… y lo último pero no menos importante: vi
detectives apostados en las cuatro esquinas de la plaza, registrándolo todo en sus modernas cámaras.
A esta hora deben estar evaluando
cada rostro, cada gesto, cada movimiento de los asistentes.
Pero ignoro de donde van a sacar
razones para justificar sus delirios, si en las marchas del jueves 21 de
noviembre, de principio a fin, Pereira fue una fiesta.
PDT . les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
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