No sorprende pero si abruma la
intensidad con que el presidente Iván
Duque en particular y los áulicos de su gobierno en general se refieren al
anunciado paro del 21 de noviembre como una amenaza para el destino de
Colombia.
Una suerte de parteaguas que puede arrojarnos al abismo de una vez por todas.
Como si no lleváramos siglos
cayendo por un desfiladero que parece no tener fondo.
Editorialistas, columnistas,
dirigentes gremiales, parlamentarios,
voceros de una abstracción conocida con el nombre de “Sociedad civil” y hasta comentaristas
deportivos duchos en incendiar estadios y avivar fanatismos aventuran una
cartografía del desastre en la que siempre el rol de malos lo juegan los
disidentes y “ los agitadores
profesionales”, según la jerga utilizada por
muchos de los llamados “ líderes de opinión”.
De ahí a poner a
los líderes de la protesta en la mira de los francotiradores media un solo
paso.
Y dije que no sorprende porque al
fin y al cabo padecemos el tercer capítulo del
gobierno de Álvaro Uribe, un hombre que, valiéndose de un lenguaje
apocalíptico y multiplicado por una prensa comprada y
arrodillada, logró crear el el clima
mental necesario para erigirse en salvador y por ese camino criminalizar toda
forma de protesta social.
La misma que ahora quieren
regular, para que los inconformes marchen en formación marcial el día y la hora
autorizados por el régimen.
Por lo visto, el 21 de noviembre
no hace parte de ese calendario.
El resultado salta a la vista:
los consumidores diarios de información, entre ellos varios vecinos y
compañeros de trabajo, se refieren al anunciado movimiento del 21 de noviembre
con mal disimulado sentimiento de aversión.
Es más: me miran como a un apestado cuando les digo que no sólo
estoy de acuerdo: también participaré en los actos de ese día. No importa si
insisto en que, bajo cualquier circunstancia, mi participación será pacífica y respetuosa.
Les da igual. Para ellos ya
cambié de estatus sociopolítico: en cuestión de segundos pasé de mamerto de
facto a criminal en ciernes.
Mamerto: esa es la chapa que les ponen en este país paranoico a los
disidentes. Poco importa si, como en mi
caso, nunca he militado en nada.
Ni siquiera en las barras bravas
del Atlético Nacional.
Y eso ya es mucho decir.
De modo que cuando me preguntan las razones, les
respondo con dos palabras:
Por dignidad.
Crecí oyendo a mis abuelos maternos contar
historias de horror todas las noches a la lumbre de una vela de parafina: los relatos de pesadilla
que los verdugos les tatuaron en el alma y la piel durante la
interminable noche de la violencia liberal- conservadora.
La misma noche a la que pretenden
devolvernos de un solo golpe los nuevos
despojadores.
Antes de cumplir diez años aprendí que política y
mentira son dos vocablos sinónimos. Fue el 19 de abril de 1970. El día en que
el primer Pastrana le birló las elecciones a Gustavo Rojas Pinilla.
Que tampoco era gran cosa,
aclaro: sus nietos presidiarios pueden dar fe de ello.
Apenas cuatro años más tarde supe
que el presidente López Michelsen, hijo de aquel de “La revolución en marcha”, había ordenado que el trazado de una
importante carretera nacional pasara
por una finca de propiedad de su familia en los Llanos orientales.
El nombre de la propiedad es una
joya de ese humor británico que
tanto le gustaba presumir a López: “La libertad”.
Van dos. Y yo todavía no cumplía los quince años.
Luego cruzamos un tenebroso pasadizo: el mandato de
Julio César Turbay Ayala. Un astuto político
de voz gangosa y panza de Pantagruel,
que con su Estatuto de Seguridad
se aseguró el dudoso honor de ser el pionero de la Seguridad Democrática.
El horror volvía a tocarme de
cerca: apenas contaba veinte años. Otras
formas de locura acababan de matar a Lennon en el vecindario del Central Park y yo
perdía, secuestrada, torturada y
desaparecida, a Ana Lucía Oquendo, acaso mi primer gran amor, para utilizar una
expresión cara a una época en la que esas cosas le daban sentido a la vida.
¿Su delito? Haber puesto
su conciencia crítica y sus conocimientos de derecho al servicio de los
excluidos.
Igual que hoy.
Pero la horrible noche no cesa
allí. El turno fue para Belisario Betancur. Un
mandatario gramático arrastrado por el torbellino de su pusilanimidad.
Ya nunca lo sabremos, pero
durante los días de la retoma sangrienta
del Palacio de Justicia a lo mejor protagonizaba una de sus frecuentes
escapadas a Pereira, donde se ahogaba en aguardiente y entonaba bambucos
destemplados en compañía de su amigo Luis Carlos González.
A Betancur lo sucedió Virgilio Barco, un hombre que, como el país entero, perdió la memoria.
Cuando la recobramos era tarde:
con César Gaviria en el papel de ventrílocuo, estábamos en las garras del catecismo neoliberal, el
manual diseñado para promover la religión del mercado.
La misma que nos
redujo a la miserable condición
de autistas dedicados al acto reflejo de
producir, consumir y desechar: la triste impronta del homo economicus.
Como ven, nos vamos acercando al
día de la marcha y sus muchas justificaciones.
Continúo entonces: la estulticia de Andrés
Pastrana, un presentador de televisión devenido presidente. Con esto queda
dicho todo.
Y el reinado de Álvaro Uribe y su joya de la corona: ese inaceptable
eufemismo de los falsos positivos para
referirse a crímenes de Estado.
Ah bueno, antes de llegar al
tercer capítulo de Uribe estuvo Santos
con su hábil juego de la egopolítica, Nobel incluido.
Hasta que llegamos a este noviembre lleno de lluvias y presagios.
Aquí tenemos al presidente
copando todas las pantallas, todos los
micrófonos, todas las portadas… y los portales.
Como un profeta monomaníaco-
perdón por la necesaria redundancia-
no cesa de advertirnos sobre los
peligros de la protesta social.
Lo comprendo: igual que sus áulicos
debe haber visto demasiadas imágenes de televisión sobre las movilizaciones en Chile, Ecuador, Gran Bretaña, Hong-Kong y otras
turbulencias del mapamundi.
Puros movimientos instigados por
los mamertos, los castrochavistas y
hasta por un fantasma que se suponía muerto y enterrado: El comunismo internacional.
Ni siquiera se han
tomado la molestia de advertir lo obvio: que esta gente está lejos de
querer cambiar el mundo. Sólo aspiran a una participación moderada en el
pastel.
No están movidos por ideologías o
por doctrinas políticas. No por casualidad en Chile adoptaron a modo de himno
una cancioncilla ligera de los ochentas: El
baile de los que sobran.
Pero ni siquiera eso puede
permitirse el modelo económico en sus
versiones más tardías. Como un perro que entierra los huesos y de repente pierde el sentido del olfato, está dispuesto
a extinguirse en su propia ley: consume y cállate.
Y yo, que no soy consumidor,
tampoco quiero callar.
Es cuestión de dignidad ¿Saben?
Y esas cosas no se negocian.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.
Excelente escrito Gustavo, no te quito ni añado una sola coma de lo que dices. Lo que me preocupa son los capuchos en su rol de provocadores al servicio del regimen que simulan querer cambiar. Estos no saben de argumentos, sembrarán la anarquía si pueden, para justificar la entrada de los otros.
ResponderBorrarVaya dilema.
Con seguridad, allí estarán, apreciado Javier. Digo, los encapuchados y su costalado de piedras. Pero a las provocaciones solo podemos responder con respeto y cordura.
ResponderBorrarMil gracias por el diálogo.
Excelente radiografía,del desastre de gobernantes,que han llenado este país de hambre y miseria,con un pueblo ignorante y amnésico.
ResponderBorrarBueno... esperemos que todavía haya tiempo para devolverle la memoria.
ResponderBorrarMil gracias.
Solo nos queda la esperanza y creer que el pueblo Colombiano quiere empezar a enderezar las cosas... No es fácil, pero algún día se tendrá que empezar por algo aunque sea por cuestión de supervivencia.
ResponderBorrarLic.Gustavo, por la misma razon INOBJETABLE, es que apoyo la movilizacion de este 21 de Noviembre ,DIGNIDAD...BESOABRAZO,con salsa y control.Javier.
ResponderBorrarInsisto en eso, apreciado Javier: la dignidad es de las pocas cosas de valor que nos quedan.
ResponderBorrarLa afinidad de López Michelsen con la cultura inglesa va más allá del humor y la política. Te cuento: hace un par de meses fui con mi mujer a Stoke-on-Trent, el corazón de la industria inglesa de la cerámica. Había una exposición y mi mujer es aficionada a esta artesanía. Nos enteramos de ue el patriarca de la empresa más exitosa, Josiah Wedgwood,basó su prosperidad (además de su indudable talento y empuje) en el hecho de que su fábrica estaba instalada en la orilla del canal que llevaba sus productos a los grandes puertos ingleses, en una época (siglo 18) en que el transporte terrestre era una calamidad. En el museo de Wedgwood nos explican que esta afortunada coincidencia es una nueva prueba de la capacidad empresarial y creativa del viejo Josiah. Sí, claro, pero ya en territorio de Josiah Spode (creador de la técnica de "bone china"), el gran rival histórico de Wedgwood, nos dicen que dio la casualidad que J.Wedgwood presidía la empresa que había concebido y construido ese bendito canal. De modo que, aprovechando esa "información privilegiada", compró los terrenos por donde cruzaría el canal y allí construyó su fábrica. Esta pugna es típica en la teoría de la selección natural, que luego explicaría uno de los descendientes del viejo Josiah, un tal Charles Darwin.De más está decir que la empresa de Wedgwood ha sido más exitosa que la de Spode.
ResponderBorrar¡ Ah carajo! No sabía de antecedentes tan jodidos, mi querido don Lalo. Con razón el patriarca López Pumarejo ( El de " La revolución en marcha") se enriqueció invirtiendo en pozos petroleros " antes" de que fueran descubiertos.
ResponderBorrarComo vemos, el crimen organizado se mueve por todos los rincones del globo.
Un abrazo y mil gracias por la información privilegiada.