Luego, el silencio se hizo
camino. Arrojados al barullo de la sociedad humana no tardamos en advertir la
dosis de desamparo implícita en el hecho
de estar vivos.
Muy temprano llegamos, pues, a
la primera encrucijada: elegir el
silencio exigía recorrer una buena parte
del camino en soledad.
En cambio, optar por la senda concurrida tenía un alto precio: el de la libertad de estar
con uno mismo a cambio de la seguridad de la manada.
Salvo excepciones, los hombres
optamos por el segundo camino.
Y aquí vamos, cada vez más
aturdidos por el estruendo que mana de todas partes, como si fuéramos presa de un volcán enfurecido.
Estruendo de las radios, de los
televisores, de los automóviles, de los espectáculos deportivos, de los
teléfonos, de los energúmenos que gritan cada vez más alto.
Por eso, a esta altura del viaje,
el aturdimiento es nuestra principal
seña de identidad.
El homo aturdido y, por lo tanto,
sordo, ya no sabe a quién dirigir sus plegarias.
Lo peor de todo es que ya no puede
volver atrás porque teme al silencio. A ese rumor de hojas que podría
devolverlo a lo más cierto de sí mismo.
Y
no hay nada a lo que tema tanto
el hombre como al hilo de luz que le dibuja en la alta noche los rasgos de
su último rostro.
El definitivo: aquel con el que
ha de enfrentarse a la muerte.
“El solitario es un caminador”. Le debo esa frase feliz a mi
compinche Rigoberto Gil, compañero de viaje en largas caminatas por las afueras de Pereira.
Juntos, hemos escalado laderas y cruzado bosques bendecidos
por cascadas que irrumpen como un
milagro en medio de la ruta.
También hemos aliviado los pies en las aguas
misericordiosas de un riachuelo de tierra fría.
En algún diciembre de natillas y
canciones de Buitrago devoramos caminos polvorientos bajo un sol que no daba
tregua.
Ah… el tipo es escritor, y de los
buenos. Pero confieso que me gustan más esas caminatas donde la conversa fluye
sin parar hasta que “La euforia santa del silencio”, desciende sobre nosotros y nos
devuelve a la quietud primordial.
A la indispensable paz
interior que nos ha sido escamoteada por
el vocerío de las gentes obligadas por
la propia codicia a competir en los mercados donde siempre gana el más gritón.
Pausa para un crédito: lo de la
euforia santa del silencio es del poeta Darío Jaramillo Agudelo, un degustador
de auroras a quien ni siquiera la barbarie que lo despojó de uno de sus pies ha
impedido echarse al camino cada vez que el corazón le reclama su diaria dosis
de sosiego.
Sumo y sigo: es muy difícil
encontrar un compañero de caminatas. Alguien que simplemente sea cómplice de nuestros silencios. Al fin y
al cabo, la gente es proclive a enamorarse de sus propias peroratas. Su
cháchara nos impide mirar el camino como a otra forma del silencio que se
expresa en el rumor del viento, en el
discurrir del agua, en el canto de los pájaros.
En el mutismo sin tiempo de los
árboles.
El descubrimiento de esto
último se lo debo a mi abuela Ana
María: ella misma era un árbol siempre
dispuesto a prodigar frutos imposibles.
Ella y su esposo Martiniano
tenían una pequeña parcela llamada “El
Tigre”, a tres horas de camino de la
cabecera municipal más próxima.
Y cuando digo de camino quiero decir a pie. O “A
pata de indio”, como se estilaba
decir en esos tiempos, sin que lo
asediaran a uno los campeones de la corrección política.
Yo tendría unos siete años. Cada semana esa
vieja querida hacia un viaje de ida y vuelta hasta el pueblo. Llevaba huevos,
queso y café para vender en el
mercado. De regreso cargaba su líchigo con carne, sal y aceite.
Lo indispensable para “seguir llevándola”, según solía decir.
El recorrido de ida y vuelta nos
tomaba seis horas. Hoy la acusarían ante el Instituto de Bienestar Familiar por
someter a un niño a esas torturas.
Pero es al revés: fue la vieja y
amada Ana María- un árbol silencioso, un camino lleno de encrucijadas ella
misma- la que me reveló desde muy temprano las muchas dimensiones del silencio,
que para los grandes iniciados sigue siendo la más sincera y efectiva de las
plegarias.
Ya lo dijo Paul Simon en esa
canción suya tan hermosa como manoseada: “Dios
nos habla en el silencio”.
Por eso, cuando en uno de mis
recorridos me cruzo con un club de caminantes me santiguo y busco un atajo.
Son algo así como una
profanación: lucen uniformes con el nombre del club, llevan palos comprados a
medida en algún Homecenter, consumen
comida chatarra como niños posesos y
portan radios para escuchar las noticias.
Pero, sobre todo, parlotean. Y
para colmo de males lo hacen todos al
mismo tiempo.
En esos instantes añoro a mi
compinche Rigoberto Gil tan rigoroso él, hasta en las caminatas.
Y extraño también la lucidez de
Joel Pérez, que una tarde inundada de ron me dijo: “Toda la vida estuve esperando un amigo como usted. Alguien que me haga la visita y no me hable”.
Y ese amigo, que hace ya
siete años se fue a vivir al barrio que
hay detrás de las estrellas, sí que sabía de largos, larguísimos silencios.
Y vuelvo a invocar la presencia de la abuela Ana María:
caminando juntos bajo el sol o la
lluvia me enseñó una y otra vez lo esencial: que primero fue el silencio.
PDT . les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Ah! Qué placer leer este texto, Gustavo. Eso de tu abuela y las caminatas de seis horas es conmovedor. Me hubiera gustado caminar al lado de esa vieja linda, contigo y las piedras del camino. Fuiste afortunado...
ResponderBorrarMuy afortunado, mi querido don Lalo. Ana María era casi analfabeta, lo que no le impidió ser portadora de una sabiduría que, a estas alturas del camino, todavía me mantiene en pie.
ResponderBorrarAh... estoy convencido de que estos encuentros virtuales con usted a lo largo de los años, constituyen otra forma de caminar conversando con las piedras.
Si se puede caminar en sueños, también se camina por estos senderos virtuales, Gustavo.
ResponderBorrarGustavo. dias sin decir algo de tus cosas. sigo siempre ahi tras tus escritos. Hoy sentí esos silencios que cuanto más esenciales más nos llevan a entender las dimensiones de nuestro tiempo y este tiempo entre todos los tiempos. Tambien aprendía caminar mis silencios al paso de los abuelos y también las conversaciones, y ese paso del silencio que nos lleva sin afanes con la levedad que nos hace sorprendernos con cada hoja, cada pájaro y los olores de la vida. Saludo desde Cali.
ResponderBorrarMil gracias, Guillermo, por el diálogo. Cuando siento que el silencio se hace uno conmigo, evoco la poesía de hombres como Aurelio Arturo o José Manuel Arango, ellos mismos hechos de largos silencios.
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