I
Arenas movedizas
En las páginas finales de Huguenau o el realismo, la última de las
novelas que conforman la Trilogía de los sonámbulos, del escritor
vienés Hermann Broch, Alemania arde en
llamas. Los resplandores anaranjados del fuego iluminan los pasos erráticos de quienes intentan
escapar o aproximarse a lo que suele
llamarse Teatro de los hechos.
Estamos en noviembre de 1918,
durante uno de los coletazos más feroces del fin de la Primera Guerra Mundial.
La guerra, el final de la guerra,
es apenas la metáfora de una época que se desploma sobre quienes la vivieron,
convencidos de que pisaban terreno firme.
Pero nada es firme en el mundo de
los hombres. Y menos esa materia deleznable llamada Historia, esa suerte de
ficción urdida por los anhelos y temores de sus testigos y protagonistas.
Fiel a su propósito de llevar
hasta el límite los recursos de la literatura como instrumento para abismarse en los misterios
de la vida, Broch levantó este edificio narrativo constituido por tres
novelas que después fueron bautizadas con el título de Trilogía
de los sonámbulos.
A diferencia de obras totalizadoras emprendidas por otros autores,
la Trilogía exige la lectura de las tres novelas, pues los destinos de los acontecimientos y sus protagonistas se enlazan en una urdimbre de
la que participan a partes
iguales la poesía, la narrativa, la
teología, la filosofía y la crónica en tanto en cuanto son elementos acuñados
por la humanidad para tratar de comprenderse
a sí misma y a las fuerzas externas que
la desbordan.
De modo que Pasenow o el romanticismo, Esch o la anarquía y Huguenau
o el realismo son los soportes de este trípode sobre el que se alza
el espíritu de Broch para contemplar el rostro de la interminable noche
humana.
El rostro de lo irracional, de lo
más primitivo de nuestra condición, apenas
contenido por la estructura de normas
y convenciones que esconden otras
formas de lo irracional.
Lo que en términos teológicos
conocemos con el nombre de El Mal.
El narrador de Huguenau o el realismo nos recuerda que
las revoluciones son la rebelión del mal contra el mal. Por eso, salvo las apariencias, no existe diferencia
alguna entre el comunismo y el
capitalismo. Ambos modelos están basados en “la
decisión de elevar las máquinas a objetos de culto, haciendo sacerdotes de los
ingenieros y de los demagogos”.
II
Las insignias del valor
Así las cosas, lo que se
desintegra tras la Primera Guerra Mundial no es un modelo político o económico,
como creen los historiadores: es una concepción del mundo soportada en un
sistema de valores que las aristocracias rurales y su expresión militar y
eclesiástica creían eternos: el honor,
el valor, el orden. De hecho, en la última parte de la trilogía, Broch emprende
una serie de digresiones sobre la naturaleza de esos valores.
Por lo pronto, en la primera
página del libro, encontramos al joven
Joachim von Pasenow a punto de enrolarse en el ejército. Su padre está
convencido de que todo ese mundo de orden y
obediencia, de desfiles, uniformes, charreteras y cantos marciales es lo
único capaz de mantener en su sitio al universo.
Fiel a esos principios, Joachim
duda pero obedece, y eso lo precipita en
los abismos de la Historia, de los que no lo salvarán ni un matrimonio de
conveniencia ni los violentos alegatos
de su padre, como el que encontramos en la página 145:
“Aquí hay que restablecer el orden. Señor notario, ¿se han ocupado de usted? ¿Le han
preguntado si bebe vino blanco o tinto?
Solo veo tinto. ¿Y por qué no han servido champán? Un testamento hay que regarlo con champán”.
Sobre ese tipo de convenciones se
asienta la vida entera de la sociedad.
A modo de contraparte, la vida de Joachim
tiene en Bertrand una especie de duende
maligno que, a despecho de los valores rurales, decidió emprender el camino de
la industria, el dinero y la especulación: símbolos de un mundo que, como el de
la burguesía, se abate con su pragmatismo sobre unas vidas que temen al cambio
como a la peste: detrás de su sortilegio se esconde el rostro de la noche.
De las tinieblas y sus siempre devastadoras sorpresas.
Para conjurar esas sorpresas los
futuros suegros de Joachim deciden
instalar un gong en su casa rural:
“El criado Peter estaba en la terraza de la casa señorial de Lestow y
hacía sonar el gong. La baronesa había introducido la costumbre de anunciar así
las horas de las comidas, desde que estuvo en Inglaterra con su marido. Y
aunque el criado Peter se servía de este instrumento desde hacía varios años,
sentía siempre un poco de vergüenza al
provocar aquel ruido pueril, sobre todo porque el sonido llegaba hasta la calle
del pueblo y le había valido el sobrenombre de Tamborilero”.
Más adelante, en las páginas
de Esch
o la anarquía, encontraremos al próspero y sibarita Bertrand, descreído de cualquier cosa que no
sea placer, disolviéndose él mismo en un torbellino que Esch pretende
conjurar alentando cada día el sueño,
solo el sueño de escapar a una América
de leyenda donde todavía es posible la
quimera de la felicidad.
En principio, este Esch se gana
la vida como Contable y tiene su
particular tabla de valores:
“Para un contable el debe y el
haber son dos pilares que sostienen el universo entero. Así, si una sola
cifra no está en su sitio, el universo entero empieza a tambalearse”.
Estamos ante algo así como la filosofía de la contabilidad por partida
doble que constituye la esencia del espíritu burgués.
El mismo espíritu que se
expresará más tarde en la figura del
ingeniero teniente Jaretzki, un soldado que perdió su brazo izquierdo en
la guerra, y como está obsesionado con la simetría desearía que le amputaran
también el derecho.
De hecho, el día en que a Jaretzki le instalaron la
prótesis se sintió como “Una máquina recién nacida”.
A su modo, con esas palabras
estaba expresando el espíritu de los tiempos. Ese espíritu que ya no viaja al
ritmo alado del caballo sino a la velocidad metálica del tren:
“Pero ellos son como personas a las que se hubiese despertado
excesivamente pronto del sueño, llamándolas a la libertad para que alcanzaran
puntuales al tren. Por eso sus palabras son cada vez más inseguras y
soñolientas, hasta terminar en un confuso murmullo. Uno u otro
añade aún que prefiere cerrar los ojos a una velocidad tan delirante, pero los
compañeros de viaje, refugiándose en el sueño, ya no le escuchan”.
Arrojado, igual que sus
contemporáneos, al vértigo de las máquinas, cuya expresión más demencial es la
guerra, Jaretski está convencido de que los hombres sólo pueden entenderse
cuando están borrachos. Por eso pide que le den una borrachera de cualquier
cosa: de morfina, de patriotismo, de comunismo…de algo que emborrache del todo.
De algo que despierte en todos un sentimiento de solidaridad.
III
El cero absoluto
Broch nos dice así que la
Historia se ha desbocado y con ese acelerarse los valores alcanzan su máximo
nivel de degradación, porque “Al que se haya frente a la muerte se le
concede la libertad de permitírselo
todo”.
Y eso es lo que hace el cínico
protagonista de Haguenou o el realismo,que
se permite incluso el asesinato y el
engaño, porque en el mundo de los
antivalores esas cosas ya no son crímenes sino anécdotas, datos para una
biografía.
A esa altura del camino
comprendemos que “La soledad del ser
humano es tan grande, que nadie, ni siquiera Dios que lo ha creado, sabe nada de él”.
El espíritu de la época ha
migrado hacia el dinero y las máquinas, esas manifestaciones que para el
narrador constituyen la quintaesencia de
lo infernal, del hombre arrojado a los brazos del sinsentido. Por eso, en el mundo de lo íntimo “La relación entre Hanna y su esposo está fundada en una felicidad
puramente anatómica, pobre recompensa para quien busca el absoluto”.
Y ya no hay absoluto en este
mundo.
Salvo el cero. Porque en un mundo absolutamente racional no puede
existir ningún sistema de valores trascendente. “Es una época tan racional que de continuo ha de estar huyendo”.
Ya no hay asidero: ni siquiera la
vieja tabla de salvación ofrecida por protestantes, judíos y cristianos.
Para los judíos, por ejemplo,
todo son símbolos. La misma diáspora,
que a los ojos de los demás supone un drama, para ellos es símbolo.
Solo que para el hombre máquina
de los sistemas engendrados por la
Revolución Industrial los símbolos se han extinguido. ¿El resultado? el valor
ético del acto y el valor estético de lo realizado pierden su sentido. De esa manera, un mundo que solo haya
equilibrio en la rapidez se vuelve invisible hasta para el filósofo.
Y para el narrador la única
actividad verdadera es la actividad contemplativa del filósofo.
En la página 698 de la Trilogía, el narrador nos da cuenta de ese
estado de cosas:
“Hubo un hombre que huyendo de su propia soledad buscó refugio en la
India y en América. Pretendía resolver el problema de la soledad con medios
terrenales. Era un esteta y por ello tuvo que matarse”.
Lo que alcanza a intuir resulta
pavoroso: en últimas, la guerra es también una manera de resolver el problema
de la soledad.
De restaurar el sentido de la
comunidad.
A todo eso contribuye el carácter
fragmentario y ficcional del Yo,
condición que nos revela lo quimérico de toda improbable identidad individual.
Porque intuyen eso, los hombres se refugian en la masa y se entregan a los
caudillos: es el último y desesperado recurso contra la disolución del ser.
Por eso, en Huguenau
o el realismo no cesan de advertirnos:
“Piénsese lo que se piense de la actividad filosófica, comparado con ella el mundo exterior seguirá
siendo cada vez menos digno de atención y
más insignificante”.
Hermann Broch
IV
El llanto del soldado
Al final de la saga, el joven
soldado Joachim es ahora el mayor von Pasenov.
Antes que en lo material su derrota es espiritual.
Por eso, como todos los vencidos
que se rehúsan a propinarse la propia
muerte, busca en la palabra del buen
Dios alguna clase de consuelo para sus desventuras.
“Después de todo, el mayor von Pasenow
era un hombre que anhelaba profundamente recuperar la confianza en la
Patria, que anhelaba hallar una confianza visible en las cosas invisibles”.
Ante la irrupción de lo
irracional de la razón, que algunos personajes llaman “El asalto de los de abajo”, frente a la intuición de esas formas
de lo infinito todos somos sonámbulos.
Y sólo el lenguaje, escamoteado
por todos los poderes, puede devolvernos el habla. De una manera u otra, los protagonistas de la
Trilogía viven a la espera de ese instante, incluido Huguenau, acaso el más
alienado de todos.
“Esperar es como tener un
alambre de púas en el espíritu”, reflexiona el narrador de la tercera
novela. Lo cual es otra manera de decir que recuperar el habla, el lenguaje es
resucitar de entre los muertos.
En esa espera, el mayor von
Pasenow se pregunta adonde han ido a
parar sus valores cuando, al escuchar la Sonata
para Violonchelo en Mi menor, de
Brahms, una lágrima se desliza por su mejilla. Pero no nos llamemos a engaño: no
llora por las ineludibles devastaciones de la guerra: llora por ese mundo
irrecuperable que el músico supo interpretar tan bien: el mundo de claroscuros
de los sonámbulos.
Solo entonces comprende, aunque
tarde, que la guerra es en realidad nuestro segundo y, acaso, verdadero rostro:
el rostro de la noche pues, como ya se ha dicho antes:
“Las revoluciones son insurrecciones del Mal contra el Mal,
insurrección de lo irracional contra lo racional, insurrección de lo irracional-
bajo la apariencia de razón liberada de sus cadenas- contra las instituciones racionales que, para mantener
su estabilidad, apelan, muy satisfechas de sí mismas, al irracional valor del
sentimiento que reside en ellas; las revoluciones son la lucha entre la realidad y la
irrealidad, entre la violencia y la violencia”.
Justo en ese punto, Broch nos
recuerda que esa fuerza invisible que nos empuja es, de todos modos, algo que ha
salido de nosotros mismos.
PDT . les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Gracias por este texto, Gustavo. Tiene el encanto y el misterio (no son, acaso, lo mismo?) de los descubrimientos. Alguien, hace mucho tiempo, me hizo ver que descubrir algún rasgo inédito en otra persona solo tiene importancia si nos revela algo novedoso de nosotros mismos. Lo que cuentas de esas paradojas tan luminosas en la obra de Broch nos recuerda el complicado y permanente abrir y cerrarse de nuestros telones internos, con esa iluminación en claroscuro que mencionas. Esta es una comprobación que nos visita continuamente. Hace unos días, un columnista británico, para describir a los líderes políticos modernos, recordaba que cuando estudiante preguntó a su profesor de inglés por qué Shakespeare había hecho de Falstaff su personaje más entrañable en Henry IV y Henry V, a pesar de sus numerosos defectos morales. El columnista atribuía esto a que Falstaff permitió a Shakespeare completar un cuadro dramático insatisfactorio sin ese apoyo caricaturesco. No lo sé, pero sí es evidente que el espectador da un suspiro de alivio y se incorpora en la butaca cuando este personaje entra en escena, incluso cuando se sabe que reclutaba soldados y los enviaba al matadero, que en definitiva era un cómplice en actos de grotesca crueldad (los franceses recuerdan las hazañas de Henry con menos simpatía que los ingleses). Supongo que necesitamos a Falstaff como descarga a tierra cuando, como dices,"los hombres se refugian en la masa y se entregan a los caudillos, en el último y desesperado recurso contra la disolución del ser". El problema es cuando descubrimos que Falstaff también es un personaje nefasto en el repertorio de las tinieblas... o de la soledad.
ResponderBorrarBueno, este delicioso diálogo con usted ha sido uno de los grandes descubrimientos acerca de mi propia vida, mi querido don Lalo.
ResponderBorrarY como llevamos un buen trecho conversando, usted sabe de mi devoción por esos escritores nacidos en el centro de Europa, que se adentraron en las entrañas de ese continente herido de muerte una y otra vez.
Ya sabemos: Robert Musil, Thomas Mann, Heimito von Dodeder , Joseph Roth. Un poco más tarde, pero también debemos mencionar a Alfred Doblin.
Para todos ellos, el derrumbe y disolución del Imperio Austrohúngaro fue " solo" una metáfora: la del fin de lo humano, tal como lo habíamos conocido a partir del advenimiento del cristianismo.
Ah... claro, ineludiblemente, como siempre que hablamos de gran literatura, tenía que aparecer Shakespeare y este Falstaff que parece gravitar todo el tiempo entre Chaplin y Nosferatu.
De nuevo, mil gracias por el diálogo.
Un abrazo,
Gustavo