Todos sabemos que biografía y
leyenda a menudo se confunden, hasta el punto de formar una urdimbre difícil de
desentrañar.
Y cuando se trata de las vidas de
santos el hagiógrafo acaba de complicar las cosas.
Pero en fin.
Cuentan sus biógrafos que Agustín
de Hipona, hijo de Mónica, fue un joven tan disoluto como los de cualquier
época: putas, vino, juego, juergas.
Mejor dicho: drogas, sexo y rock
and roll, para apelar a la conocida consigna de los años sesenta.
Es decir, que el todavía no santo apuró hasta las heces los
licores de la vida.
Y, como sucede a veces en esos casos, al final
de la juerga tuvo un rapto de lucidez y se asomó al sinsentido de todo: al
rostro de la nada.
Supongo que fue en ese momento
cuando acuñó su célebre idea de la “Tristeza post-coitum”: la desolación
del saciado.
Entonces su vida dio un giro y,
aupado por su madre, a quien más tarde convertirían en santa Mónica, dejó atrás
la senda de los instintos, que para los cristianos equivalen al pecado, y se consagró a escribir las dos obras que le dieron su
pasaporte a la Historia: Las confesiones
y La ciudad de Dios.
Esos fueron los dos pilares
donde atracó la nave a la deriva de su
vida.
De ahí en adelante pasó a
llamarse san Agustín.
Más prosaicos y por completo
descreídos, los hombres de este tiempo carecen de esa clase de asideros con
visos de eternidad
Por eso, cada diciembre
se abandonan a una orgía de consumo y derroche que los arroja a los
arrabales de enero, extenuados y pálidos como vampiros sin castillo.
Lo confirmo al contemplar los
montones, toneladas de basura que los habitantes de la ciudad arrojan en cada
esquina: cajas de cartón, plásticos, papel de regalo, luces intermitentes en
perfecto estado pero ya inútiles, cajas de comida, televisores recién
envejecidos, relojes, zapatos, juguetes.
Pensémoslo así: la infinita
locura humana traducida en basura.
Parece una imagen de los Estados
Unidos de los años cincuenta, cuando los sobrevivientes de la guerra celebraban
como niños el milagro de estar vivos.
Y lo hacían comprando cuanta
mercancía les ofrecía una prosperidad sostenida con la ruina de Europa. Para
los norteamericanos de esos días comprar era una suerte de carnaval.
Pero las imágenes de hoy
están muy lejos de ese aire festivo.
Parecen mejor un bostezo del capitalismo en su etapa más sombría. La alegría ha sido remplazada por una especie de
pulsión: la del que se siente atado a una cadena y no tiene alternativa distinta a la de obedecer.
Lo descubro en el rostro de la señora que arroja una montaña de basura a la
calle con el aire de quien acaba de
cometer un delito.
Lo advierto en el rostro de la gente que, al
despuntar el año, se apresura a escribir el segundo capítulo de la
temporada, tan apurado y fugaz como el de la compra de objetos: el consumo de
paisajes.
Familias enteras, al contado o a
crédito, empacan maletas y emprenden el viaje hacia todos los rincones posibles
de la geografía rural o urbana: ríos, montañas, lagos, selvas, bosques, parques
temáticos, museos.
Lo que sea, con tal de apaciguar
la resaca que sucede a toda bacanal.
A modo de recompensa, se entregan
a una práctica compulsiva que parece
completar el círculo: registrarlo todo en sus cámaras digitales, como si
precisaran no tanto de una prueba de que estuvieron en un lugar como un testimonio de la propia
existencia: tan abrumadora es la
sensación de irrealidad.
A su paso, dejarán también montones de basura en todas partes, comprobando, una vez más, la
vieja certeza de Ray Bradbury: “Los hombres no tienen tiempo de conocer
nada. Lo estropean todo, lo ensucian todo. No plantaron Kioscos de salchichas
en el templo egipcio de Karnak , porque quedaba a trasmano y les elevaba los
costos”.
De las iluminaciones de san
Agustín a las advertencias de Bradbury. Así transcurre mi temprana caminata
citadina este 25 de diciembre de 2019 por las calles de una
ciudad invadida por los desechos.
De repente me asalta otra
certeza: parece que cuando se trata de delirios consumistas la democracia funciona,
porque me salen al paso montículos de basura en barrios de todos los
estratos.
Lo leo en el caminar del obrero
de la construcción que lleva en la mano un teléfono móvil, del que escapa la
música inconfundible de Guillermo
Buitrago.
Ah… un detalle: también lleva
adherida a la piel esa clase de materia
pegajosa: la de La tristeza post-coitum.
Y, a modo de adenda, van estos versos:
Nada
No pasa nada.
ah, la dicha de apearse del mundo
en estos días de
ruido y alardes sensibleros.
Cerrar los ojos y
mirar cuerpo adentro
-abismarse, le llaman
a eso-
para abrirlos después
y sentir la
crispación
de comprobar que el
mundo sigue ahí
dando vueltas, con uno a bordo.
¿Ven que no pasa
nada?
PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Gran pagano, se hizo hermano de una santa cofradía...
ResponderBorrarLa historia se repite, claro. Si Agustín viviera ahora, sería una influyente voz en el coro de Twitter
"...Aquel trueno/ vestido de nazareno" . Me alegra mucho tenerlo de nuevo por estos pastizales, mi querido don Lalo.
ResponderBorrarQue tenga un muy buen año 2020
Un abrazo,
Gustavo