Los buenos libros de poesía suelen ser breves. Cuando dan con el tono preciso, su brevedad se traduce en intensidad. Son como esos licores que se deben degustar a sorbos cortos, de modo que el espíritu del poema recorra de a poco los sentidos del lector hasta depositarlo en la más pura claridad.
Eso pasa con el libro Vanas gentes, del escritor quindiano Juan Aurelio García. Son veintidós poemas que , sumados, no alcanzan el centenar de páginas publicadas bajo el sello de El Impresor , diseño de Stella Maris y prólogo de Nelson Romero.
El primer poema, titulado Al amable lector, es una advertencia: De parte del poeta/le quiero recordar y declarar/pero a las buenas/ que desocupe la soledad/ esos dominios/ donde suele pasearse como un emperador. De ahí en adelante, el tono será ese : el de la interpelación al lector en particular y al poeta en general. Está claro que, para serlo de veras, el escritor necesita de un lector. Por más que parezca un lugar común, a menudo se olvida esa condición elemental. En su defecto, se postula la idea del poeta refugiado en su casa de cristal, consagrado a escuchar el eco de su propia voz.
Para refutarlo, Vanas gentes nos recuerda que la poesía es, ante todo, comunión. Ya sea dicha en las plazas o recitada en “ la noche oscura del alma”, la palabra poética es un conjunto de signos que sólo adquieren pleno sentido en el oído del lector. Porque en sus comienzos la poesía fue eso: ritmo, música. No importa si, a partir de la creación de la escritura, la asociamos con el ojo y con la lectura silenciosa. Sin el ritmo, es decir, sin el latido del corazón , el poema es letra muerta.
Y Juan Aurelio Garcia lo sabe. En el poema titulado Recital el autor se pregunta: Yo no sé para qué viene el poeta/ si no baila ni llora/ni tampoco se despeina/o si al menos no adivina/ a santo de qué/ viene a remover tanta ceniza. En Sueño de gloria, otro de los poemas del libro, nos dice con fina ironía: Ojalá pudieran los poetas/ser como los cantantes/ cultivar fama y echarse a dormir. Y continúa: Hacer giras que los lleven / en el ocaso/ a esos pueblecitos que faltaron en la agenda/ donde con mayor vigor se les imita/ y se les aplaude/ como a los viejos héroes.
Como a los viejos héroes. La pregunta por el rol del poeta y por el sentido de sus palabras alienta en cada uno de los versos. Es la eterna sensación de extrañamiento del poeta en un mundo que siempre le será hostil, aunque de vez en cuando lo aplauda. Ya se preguntaba el gran Hölderlin tres siglos atrás : ¿ Y para qué ser poeta en tiempos de penuria? Para disimular esa condición de extrañeza, el escritor puede ocultarse en el traje del burócrata- uno piensa en Pessoa- que se atrinchera detrás de un escritorio para pulir sus versos. O eso nos sugiere la voz de Juan Aurelio García cuando escribe: Nunca se podría afirmar que roba tiempo/que entre la redacción de una queja/propia de su oficio/ y la revisión con tachaduras/que le practica a un formulario/ se le cuele un haikú o un epigrama.
Vanas gentes los poetas, se nos recuerda a cada instante. De ahí la obstinación en títulos como La ascensión del poeta, A los poetas vergonzantes, Los poetas loteros, Letra muerta y el ya mencionado Sueño de gloria.
Vista así, adquiere pleno sentido la cita de don Francisco de Quevedo que encontramos al comienzo del libro: Se les perdona todo lo que han escrito/ se les agradece no haber escrito más.
Eso explica también el tono coloquial de quien interpela: la pregunta sería imposible si el autor adopta un tono de superioridad que, de entrada, anule sus propósitos. Lo coloquial es aquí un recurso, una manera de comunicar, no mera llaneza del lenguaje. Al contrario, la preocupación formal es una de las constantes del libro. Para muestra , estos versos del poema Alabado sea Dios: Parece ser que los poetas de talla menor/ viven del aplauso/ es decir/ del agua y del sol/ como las flores / O sea que nuestros poetas son como las flores/ como esas flores baratas/ besitos de novia las llaman/ que a montones nos regala un buen día de sol/ y que están a un tiro de piedra/ de nuestras calles sitiadas por el trópico.
Las flores, el más socorrido de los lugares comunes, devienen aquí recurso tanto estilístico como argumentativo: en el primer caso señalan el ripio como elemento distintivo de la mala poesía. En el segundo parece enhebrarse una plegaria, cara a la tradición cristiana: Señor, señor, perdónalos porque no saben lo que hacen.
A mi modo de ver- y de leer-, ese es el corolario del libro : que, para bien o para mal, las vanas gentes están allí como elemento indispensable para diferenciar el trigo de la cizaña, cuestión que nos devuelve a la sentencia de los viejos sabios: nada es gratuito en este mundo. Por eso, aun los peores son necesarios para mantener el equilibrio en el universo.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=4nLp2WKgocU
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