… y al octavo día, Dios bostezó…
Venimos al mundo atados por un solo nudo inmodificable, que es la muerte. De ahí en adelante nos dedicamos a crear otros nudos, destinados a formar una trama que sólo puede conducir a la locura, la desesperación o el aburrimiento hasta que de nuevo, reanudando el círculo, la muerte los desata todos.
De la locura y la desesperación ya se ocupó el escritor norteamericano David Foster Wallace en su novela La broma infinita, todo un fresco sobre las distintas formas de insania de los habitantes de su país, abordadas por sus grandes autores desde Nathaniel Hawthorne y Edgar Allan Poe hasta Thomas Pynchon y el mismo Wallace.
En El rey pálido, novela póstuma inacabada que su editor en inglés Michael Pietsch se encargó de armar como un rompecabezas a partir de fragmentos aislados, D.F. Wallace explora el mundo del aburrimiento, cuya expresión física es el bostezo, insondable y eterno como toda experiencia extrema.
Ese estado de conciencia se origina en la percepción del paso del tiempo a través de nosotros. Porque no es la vida la que transcurre en el tiempo a modo de línea recta, como nos enseñan las convenciones, sino al revés: el tiempo atraviesa, como una fuerza centrífuga, todo lo viviente y a cada segundo- otra convención- lo horada hasta reducirlo a cenizas, devolviéndolo a la materia primigenia.
“ Somos como una de esos quesos de lujo agujereados por los gusanos” dice en medio de su delirante lucidez uno de los personajes de La broma infinita, un hombre obsesionado con la música de los Grateful Dead. La muerte gratificante, el viejo consuelo de los paralizados por la visión del abismo.
A ese transcurrir del tiempo le pusimos nombres: segundos, minutos, horas, días, semanas, años, siglos, con la esperanza de asir aunque sea alguno de sus incesantes destellos. Por eso forjamos el concepto de acontecimiento, algo así como tiempo condensado, igual de pasajero, así esa condensación se dé en las agitaciones del sexo o en las pesadillas de la guerra, tan fugaces como todo lo demás.
No importa la duración o la intensidad: al final, todo desemboca en un bostezo tan grande como el que se apoderó de Dios el octavo día de la creación.
Para ubicarnos en el centro mismo de ese estado del alma, David Foster Wallace, que además aparece como personaje en El rey pálido, escogió un escenario: La Agencia de Recaudación de Impuestos ubicada en Peoria, decadente ciudad industrial perteneciente al estado de Illinois
En sus intentos de conjurar el aburrimiento los hombres lo han intentado todo: desde viajes alrededor del mundo hasta la lucrativa industria del entretenimiento , pasando por todas las formas conocidas de la fábula, el mito y la ficción. Intentos fallidos, desde luego. Así como nadie puede escapar de la muerte, porque es la materia de que está hecha la vida, tampoco puede huir del aburrimiento porque es imposible escapar de sí mismo.
Las metáforas del bostezo
Aunque, en sentido estricto, el bostezo es por si solo una metáfora, el narrador de la novela necesita darle una forma. Por eso el libro está precedido de una cita: “ Llenamos formas preexistentes, y al llenarlas las cambiamos y ellas nos cambian”( Frank Bidart, Borges and I). Y por eso también, en la página cien de la edición en castellano, el narrador advierte: “ Si conoces la posición que adopta una persona hacia los impuestos, puedes determinar toda su filosofía. El código tributario, en cuanto lo conoces, encarna la esencia de la vida( humana): la codicia, la política, el poder, la bondad, la caridad”.
La frase es adjudicada al señor Dewitt Glendenning Jr, Director del Centro Regional de Examen del Medio Oeste, una agencia de la Oficina de Hacienda.
Para ampliar la idea, en la página 108 leemos la descripción de la burocracia gubernamental, formulada por el juez H. Harold Miller en el caso Atkison et al. Contra Estados Unidos : “ El único parásito que es más grande que el organismo del que se alimenta”. A lo que el narrador añade: “ La verdad es que dicha burocracia se parece mucho más a un mundo paralelo, al mismo tiempo conectado con el nuestro e independiente de él, que funciona con sus propias leyes físicas y sus imperativos de causa”.
En sus tentativas de explorar y comprender la condición humana, la literatura no ha tenido terrenos vedados: la familia, la política, los sentimientos, el trabajo, el sexo , los deportes, la religión y muchos otros campos han sido objeto de análisis para poetas , ensayistas y novelistas. Pero ocuparse de los impuestos en el terreno de la ficción es otra cosa. Conducir al lector hasta sus entrañas y hacerle respirar el vaho que alienta como una niebla en sus despachos y pasillos, es algo que sólo se le podía ocurrir a una mente como la de David Foster Wallace.
Porque no es casual que él mismo se incluya como personaje. De hecho, el punto de partida de la novela es un malentendido: al llegar el primer día a las oficinas de la Agencia en Peoria, donde debe presentar sus pruebas de admisión ( un catálogo interminable de formularios que apuntan a poner a prueba las aptitudes del candidato y su paciencia para soportar a largo plazo situaciones tediosas), lo confunden con un homónimo, un David Wallace experto en impuestos y perteneciente a un rango superior. Por eso lo tratan al principio con deferencia, incluida una felación practicada por una empleada oriunda de Medio Oriente como parte del protocolo de bienvenida.
La ocasión es aprovechada por el narrador para retirarse a una de las frecuentes glosas y digresiones suyas en las que despliega toda su capacidad corrosiva: animado por la imagen, evoca el tan norteamericano escándalo protagonizado por Bill Clinton y la becaria Mónica Lewinski tras hacerse pública la que pasaría a conocerse como “La mamada de la Casa Blanca”. En una deriva predecible, los abogados del presidente resolvieron el caso apelando a una antigua leguleyada: afirmar que una felación no es propiamente sexo. Fin de la glosa.
El primero de la fila
Para que el lector sienta de entrada que no está frente a personajes reducidos a la condición de cifras, Wallace aprovecha los largos tiempos de la espera para asomarse a algunos aspectos de su historia personal, su familia, su pasado, sus achaques, sus anhelos y frustraciones. Y aquí entra en su pleno despliegue la conocida capacidad del escritor para adentrarse en la mente de toda la procesión de freaks, outsiders, paranoicos, misántropos y todo el catálogo completo de esa fauna que sólo una sociedad tan competitiva, egoísta y feroz como la suya puede producir.
Para que no haya lugar a dudas, aquí va la relación de sólo algunos entre los síndromes y síntomas presentados por los empleados de la Agencia, según memorando 41-23-78 (b): Paraplejia crónica. Paraplejia temporal. Parálisis agitante temporal. Tortícolis. Lumbago. Lordosis diédrica. Fugas asociativas. Hipomanía. Ciática. Tortícolis espasmódica. Umbral de sobresalto bajo. Hemorroides. Fugas ruminativas. Colitis ulcerativa. Hipertensión. Hipotensión. Dolor de cabeza vascular. Ciclotimia. Ansiedad localizada. Tics faciales y digitales. Visión borrosa. Temblores finos. Ansiedad localizada. Ansiedad generalizada. Hemorragias sin explicación.
Y dejemos aquí, por ahora.
Lo mejor es dejarse conducir por esas oficinas y pasillos donde tendrán que convivir un hombre llamado David Cusk, agobiado por daños faciales que le desencadenan un terror incontrolable traducido en torrentes de sudor cuando sospecha que alguien lo mira a la cara durante más de dos segundos… y en efecto se pone a sudar aunque la persona ni siquiera se haya fijado en su presencia. Junto a él desfila una panda completa de cuasi delincuentes juveniles que rememoran sus días de estudiantes sin responsabilidades, ahora que por fin la vida parece haber conseguido que acaten a regañadientes los códigos del sistema, o del American way of life, según reza el conocido tópico.
De esos tiempos rescatan , entre la saga de bromas crueles nacidas de las entrañas mismas del aburrimiento, recuerdos como el del ataque sufrido por un estudiante conocido como Marcus El Gordo Prestamista a manos- o mejor a dientes- de otro apodado El Surrealista, una noche en que intentaban la conocida broma de irrumpir en la habitación de algún compañero y después de que cuatro de ellos lo sujetaban de pies y manos , el gordo se bajaba los pantalones y sentaba en su cara, para escapar unos segundos después amparados por las tinieblas. El relato dice así:
“ (…) Se esperó a que Marcus El Gordo Prestamista ya le estuviera tocando la cara con el culo, pero todavía no le hubiera apoyado todo el peso encima, y de pronto se lanzó hacia arriba y le dio un mordisco en todo el culo. Y no estoy hablando de un mordisquito de enamorados, sino de una dentellada total tipo doberman, con todos los incisivos en el arco de la nalga del culo de Marcus, de manera que hasta mirando desde donde le agarraba el tobillo, pude ver que al Surrealista le chorreaba la sangre por la barbilla, y cómo el culo de Marcus El Gordo Prestamista se flexionaba mientras él se soltaba de golpe y lanzaba un grito que hacía saltar las ventanas (…)”
Pero el simulacro de ingreso a la vida adulta no permite ese tipo de exorcismos y los aspirantes a examinadores, auditores, revisores, pasapáginas y otros aprendices ubicados en la parte baja de la pirámide laboral, tendrán que ejercitar una paciencia de corte budista si quieren afrontar el tortuoso camino hacia las instancias de poder, recorrido que resume la filosofía implícita en el legado de sus padres. La estampa ofrecida por Wallace no da lugar a dudas: sentados durante ocho horas en asientos bautizados con justicia como Sillas Calambre, su tarea será encontrar la concentración suficiente para hacer que el mundo quepa en un formulario que , a su vez, define los límites de los contribuyentes y su grado de importancia a la hora de robustecer las finanzas del Estado. El objetivo último, como se define en las 10 Leyes del Personal de la Agencia Tributaria, está precisado así: “ Todos los examinadores GS-9 quieren ser Examinadores GS-11. Todos los examinadores GS-11 quieren ser Auditores. Toda la gente de Recaudación quiere hacer Investigación Criminal. Todos los Auditores quieren ser Agentes de Apelaciones o Supervisores. Todos los Supervisores quieren ser Jefes de Grupo…”. Resumiendo: un decálogo cifrado del trepador.
Si lo consiguen , a lo mejor aprendan que el camino más expedito para conocer de verdad los bienes de un contribuyente conduce siempre a un caso de divorcio que algunas veces, a modo de aderezo, incluye un crimen. En un divorcio, los impulsos de amor y deseo sufren una conversión Producido el quiebre, afloran el rencor, el resentimiento, la envidia y las ambiciones. En ese nuevo estado de cosas, una de las partes no ahorrará recursos para llegar hasta el último rincón en busca de una cuenta corriente, un negocio oculto o una propiedad a nombre de terceros. La otra parte tampoco se quedará quieta y echará mano de todas las artimañas a su alcance para ocultar una tajada de sus bienes. Como puede verse, estamos ante un escenario inmejorable para la identificación de evasores por parte de la Administración de Impuestos. Sin embargo hay algo más: esas batallas entre parejas y familias, así como la energía que demandan son también una vía de escape para la insoportable dosis de aburrimiento a la que se han reducido sus vidas.
Una descripción precisa de ese estado, o mejor dicho, de esa condición, la encontramos en el personaje llamado Lane Dean, funcionario de rango medio, sintetizada por el narrador en este fragmento: “ (…) Lane Dean reunió toda su voluntad e hincó los codos e hizo tres declaraciones seguidas y se puso a imaginar distintos lugares elevados desde donde podía tirarse. Se sentía autorizado a decir que ahora sabía que el infierno no tenía nada ver con fuego ni con soldados congelados. Encierra a alguien en una sala sin ventanas y ponlo a hacer tareas de a pie que sean lo bastante complicadas como para obligarse a pensar, pero que aun así sigan siendo tareas de a pie, tareas donde haya involucradas cifras que no guardan relación alguna con nada que él haya visto ni que le interese, una pila de tareas que nunca descienda, y encima cuélgale un reloj en la pared, y déjalo a su aire. Dile que cuando se empiece a sentir inquieto encoja el culo y piense en la playa (…)”
La oficina como otro círculo del infierno: ese tipo de revelaciones sobre la condición humana abundan en las páginas de El rey pálido.
Lejos está pues D.F Wallace de limitarse a reflexiones abstractas sobre el aburrimiento, por lo demás abordado por tantos filósofos desde otra perspectiva y con distintos lenguajes. Su propósito es hacerle sentir al lector la textura densa de esa sustancia en la que vivimos tan inmersos que hasta nos acostumbramos a ignorar su presencia, así como los peces parecen ajenos al agua que los contiene. En la página 345 de la edición castellana encontramos la siguiente descripción del personal hacinado en una sucesión de cubículos: “ Irrelevante Chris Fogle pasa página. Howard Cardwell . pasa página. Ken Wax pasa página. Matt Retgate pasa página. Ann Wiliams pasa página. Anan Singh pasa dos páginas juntas por equivocación y luego pasa una hacia atrás, lo cual hace un ruido distinto. David Cusk pasa página” … y así, como en un mantra, hasta que el lector pasa sin darse cuenta a ser parte de esa rutina cuyo propósito último es alcanzar una percepción del mundo en la que la obediencia y la eficacia constituyen una especie de religión.
Religión contra la que David Foster Wallace luchó a lo largo de su vida y a través de su obra. Obra difícil y necesaria, por lo demás. Con El rey pálido, en la que debe reconocerse además el trabajo del editor, capaz de reconstruir un todo a partir de fragmentos estableciendo relaciones entre ellos, gozamos ahora de una visión completa del papel decisivo de este escritor, muerto a los 46 años, como una de las voces imprescindibles para entender la rica , diversa y contradictoria materia de las realidades contemporáneas.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=l0zaebtU-CA
Basta una palabra: brillante
ResponderBorrarQué bueno recibir su visita por aquí, mi querido don Lalo. Veo que está dedicado al Haikú.
ResponderBorrarUn abrazo y hablamos.
Gustavo