Cuando uno lee la historia de Colombia, su primera conclusión es que ni todas las lágrimas alcanzan para llorar tantos muertos. El nuestro ha sido un camino sembrado de sangre y dolor, cuya estela pervive tanto en los individuos como en la obra de músicos, escritores, pintores y cultivadores de la tradición oral.
En el caso de la literatura, ese rastro puede seguirse a través de crónicas, cuentos, novelas, poemas y ensayos que de distintas formas dan cuenta de las secuelas de la tragedia en nuestra manera de vivir y de relacionarnos con el mundo.
En los poemas de Álvaro Mutis y Juan Manuel Roca, en las crónicas de Alfredo Molano, Juan José Hoyos, Germán Castro, Alberto Salcedo y Carlos Sánchez Ocampo resuenan los ecos del llanto colectivo. Al lado de ellos, los escritores de ficción nos han legado un conjunto de obras que nos permiten mirar de frente las honduras del horror. De El día del odio de Osorio Lizarazo a La mala hora de García Márquez y Cóndores no entierran todos los días de Gustavo Álvarez Gardeázabal; de Estaba la pájara pinta sentada en el verde limón de Albalucía Ángel a El laberinto de las secretas angustias de Rigoberto Gil Montoya; de Los ejércitos de Evelio Rosero a Camposanto de Marcela Villegas, los narradores han sabido recrear esa atmósfera que respiramos desde niños como si fuera algo natural.
Unos se ocuparon de la violencia entre liberales y conservadores; otros de la irrupción de las guerrillas como expresión del descontento campesino; otros del papel del narcotráfico en la sociedad y los más recientes de dramas no menos dolorosos como la desaparición forzosa y los asesinatos de civiles perpetrados por el ejército colombiano con el fin de hacerlos aparecer como guerrilleros muertos en combate.
A esta última categoría pertenece la novela Cada oscura tumba, del narrador, poeta y ensayista Octavio Escobar Giraldo (Manizales,1962), publicada por la editorial Seix Barral en abril de 2O22.
De entrada, en el primer párrafo ( página 11), el narrador deja claro lo que serán la forma y el contenido de la historia:
“ Siempre le gustaron los disfraces, por eso está tan emocionado con el juego que propuso Jefferson. No le molestan las voces que lo apuran, ni desnudarse en un galpón que huele mal, lleno de grandes bolsas de abono. Le molesta no hallar un mueble limpio en donde poner la ropa que se está quitando. Su mamá le enseñó a ser organizado, y en la casa, a la que no ha vuelto porque le prometieron cien mil pesos solo por mover unos bultos de cemento y unas filas de ladrillos, siempre deja su ropa doblada sobre la cómoda- así le dice su hermana: la cómoda- que compraron en una promoción en Homecenter y que armaron con dificultad, poniendo mucha atención en los diagramas que él nunca entendió. Primero metieron los tarugos, unos deditos de aserrín, en los agujeros de la madera prensada, para después apretar los tornillos con las llaves que venían en la bolsa de plástico. Los tres hombres, que ya están disfrazados de soldados, le insisten en que se cambie rápido, y trata de colgar su camisa en un clavo que sobresale de la pared de tablones, pero se cae una y otra vez y el rapado se acerca y lo empuja y le dice que se deje de maricadas”.
Así, como en los juegos previos a las fiestas de disfraces, las víctimas van al matadero. Para enfatizar el contraste, la descripción de los hábitos domésticos nos habla de un mundo de seguridad y rutinas que empieza a quedar atrás. En poco tiempo, la vida de asesinos y víctimas se precipita por ese despeñadero tan conocido por quienes nos sentamos frente a la pantalla del televisor y presenciamos la pesadilla nacional como si se tratara del nuevo capítulo de un seriado de acción.
Una de esas víctimas es Ánderson, un joven retrasado mental devoto del Independiente Santafe, que será presentado por las autoridades ante los medios como el jefe de finanzas de un frente de las Farc en Santander. Ningún periodista se fija- o no quiere fijarse- en que los uniformes de los muertos están nuevos o que las botas les quedan chicas. De ese tamaño pueden ser el miedo o el servilismo. Que más da : en ambos casos los caminos conducen a un silencio cómplice o, peor aún, a un laberinto de eufemismos, esos predecesores del lenguaje hipócrita de la corrección política heredados de la corona española y reinventados por el poder imperial par exorcizar sus culpas.
Más tarde, cuando se empiecen a descorrer los velos de la farsa, esos mismos medios y periodistas repetirán hasta la saciedad la sibilina expresión falsos positivos, para no abordar de frente el hecho de que están ante una serie de asesinatos cometidos por agentes del Estado Colombiano, en cumplimiento de las políticas de otro engendro bautizado como Seguridad Democrática.
En el más amplio sentido de la expresión, aparte de estar muy bien escrita, Cada oscura tumba es una novela política de principio a fin. De ahí la contundencia de su tono narrativo: claro, preciso y directo. No podía ser de otra manera: las pesadillas no admiten metáforas.
Guiados por el narrador , nos adentramos en el tortuoso camino de esas vidas unidas por el dolor y la necesidad de justicia. En el recorrido, Melva Lucy, hermana de Ánderson y empleada de una cafetería bogotana frecuentada por hombres de turbio pasado, se cruzará con Gabriel Álvarez Cuadrado, un abogado convencido de que el camino de la justicia solo puede transitarse armado de los preceptos clásicos del derecho. Por esa razón algunos de sus compañeros, menos ortodoxos y más pragmáticos, lo consideran un idealista. Para ellos, el nombre de su oficina de abogados, El Zarzo, más que a la ubicación del local, alude a que su colega está algo loco o “ caído del zarzo”, evocando la expresión coloquial. De despacho en despacho, sobrellevando los obstáculos de que está hecha la burocracia oficial, Melva Lucy y Cuadrado- así le gusta que lo llamen- persisten y avanzan con exasperante lentitud por una senda que en el abogado acrecienta su sentido del deber, en tanto Melva Lucy siente que cada negativa y cada trámite ahondan el pozo de su desdicha.
Mientras persisten en su lucha, los dos intentan- cada uno por su lado- experimentar algo que se parezca al amor y les brinde alguna forma de sosiego. De hecho, el abogado anda saliendo de su relación con una mujer de nombre Consuelo. Caprichoso o no, el nombre nos ayuda a comprender la honda soledad y el desamparo de unos personajes que luchan por devolverle a su vida algo de sentido, si es que lo tuvo alguna vez.
Por su lado, la muchacha se embarca en una relación- aunque no es la palabra precisa para designar lo que los une- con Ignacio, un cliente de Heidi, la cafetería donde trabaja. Con el paso de los días descubrirá que el hombre también es parte del entramado de violencias de esta historia : a su lado , trocará su necesidad de justicia por una vieja conocida del corazón humano: la venganza. Como vemos, a esta altura del camino la novela nos acerca cada vez más a Shakespeare. Lo suyo es , a su manera, un relato de ruido y furor.
En su momento Ignacio oprime el gatillo contra Triple Jota, el hombre que organizó el asesinato de Ánderson y de otros jóvenes que corrieron igual suerte: el conocido hilillo de sangre que aterroriza a Úrsula Iguarán en su casona de Macondo ha vuelto a su fuente primordial.
En la página 216 de la novela, a propósito de la muerte de Triple Jota, un diálogo entre Cuadrado y Rosales- un abogado alcohólico que un día si y otro también se asoma al agujero negro de sus propios desastres- expresa con certeza ese estado de cosas: “ (…) en este país un solo muerto no hace verano. Hasta para el triste concepto de masacre somos muy exigentes (…)”.
“ Un solo muerto no hace verano”. Lo que parece la simple paráfrasis de un viejo refrán es en realidad una certera fotografía de nuestras muchas formas de indolencia : nos acostumbramos tanto a la muerte violenta de los otros y hasta de la posibilidad de la propia que un asesinato de más o de menos es a duras penas un asunto de estadística.
Peor aún: nos volvimos cínicos. Ese cinismo es alimentado todo el tiempo por los medios. Citando a su amigo Marcelo Bitetti, un abogado argentino defensor de los derechos humanos que trabaja con las Madres de Plaza de Mayo, y a quien conoció durante un viaje a Buenos Aires, le cuenta a Paula Cristina, la mujer de la que Cuadrado quisiera enamorarse :
“ Es un gran ser humano. Muy fumador. – lo habían impresionado los dientes manchados, fáciles para la sonrisa, enmarcados por labios delgados y una barba casi toda negra, que contrastaba con la cabellera encanecida por la edad y los peluqueros. Cuando comentaban la obsesión de Rosales con los genocidios que no trascienden, le contó que un amigo suyo, José Wilson, muy ideático fue la expresión que usó, decía que eso se debía a la sensualidad de los medios y le explicó que Vietnam era el ejemplo perfecto: en dieciséis años murieron en esa guerra menos de sesenta mil norteamericanos y más de un millón de vietnamitas y la gran tragedia es la de los Estados Unidos.”
Otra vez los números : como si las estadísticas pudieran definir la realidad cuando, en últimas, la limitan y encogen.
¿ Cuántas personas murieron en la Guerra de los Mil días? ¿ En la Violencia liberal-conservadora? ¿ En la lucha armada de las guerrillas? ¿ En el exterminio perpetrado por los paramilitares y sus aliados en el Estado? ¿ En el delirio de los narcotraficantes?
Al final, es como si todo se redujera a una contabilidad de muertos.
De ahí la importancia de la poesía, la crónica, el cuento, el ensayo, la novela: cada uno a su modo nos acerca al rostro de los protagonistas- víctimas y victimarios, si tal división es posible- a los latidos de su corazón, al odio, el miedo , la venganza o el perdón agazapados en su sangre. A la irrepetible aventura de todos los días.
Por eso, Cada oscura tumba empieza a ocupar su lugar en una saga de narraciones que nos ayudan a comprendernos mejor. A despojarnos de maniqueísmos, como única manera de ingresar sin prevenciones a ese terreno de luces y sombras que es toda vida humana. Para muestra, la descripción que nos brinda el narrador sobre las emociones de Melva Lucy, después de la repentina muerte de Ignacio, apenas unas horas después de que este acribillara a Triple Jota cerca a la casa donde se refugiaba en un pueblo ardiente del Magdalena Medio colombiano llamado Aguasblancas:
“ Melva Lucy pensó en salir corriendo, en tomar el Transmilenio hacia su casa y olvidarse de lo que estaba sucediendo. Pero don Ignacio no merecía ese desprecio. Cuando asesinaron a Ánderson, su padre afrontó un trámite tras otro con una entereza que sorprendió a propios y extraños. Ivonne le ayudó con una expresión de tristeza que parecía predecir lo que le iba a pasar a Duván, y algunos de los muchachos se acercaron al velorio con uniformes del Santafe y uno o dos con traje y corbata. Después no faltaron los que se dedicaron a beber y madrearon al ejército. Dos de las cajeras del supermercado pasaron al final de sus turnos y dejaron un ramo de flores. Ella se concentró en evitar que su madre se enloqueciera y enloqueciera a los demás, y en cuidarle los episodios de asfixia y acompañarla en sus oraciones. Tuvo poco tiempo para llorar y lo hizo más en privado que en público y durante mucho tiempo.
Ahora no quería llorar”
Precarias y generosas formas de resistencia para un país en el que todas las lágrimas no alcanzan para llorar al incontable número de muertos y mucho menos para aliviar los trazos de dolor que deja su ausencia en la vida de los sobrevivientes.
Esa es la parábola que alienta en las 255 páginas de esta hermosa y terrible novela de Octavio Escobar Giraldo.
PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:
https://www.youtube.com/watch?v=EfilgfJIxjE
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