Crossroads
Vivir
enloquece. Los desencuentros, las inconsecuencias, las deslealtades y los
adioses van minando la mucha o poca dosis de lucidez con la que llegamos equipados
al mundo. Por eso, al final de la jornada solo podemos conciliar el sueño con
la ayuda de una biblia, un frasco de somníferos , una botella de ron , de
alguna otra cosa… o del control del televisor sobre la mesa de noche. Ese color
azul enfermizo que vemos parpadear de madrugada en las ventanas, es el llamado de auxilio de alguien que ya no
puede encontrar sosiego.
No
importa lo que digan los biempensantes o los manuales de autoayuda: cuanto más
feliz dice ser la gente, más oscuro es el agujero de su desdicha.
No
puede ser de otra manera: desde el nacimiento hasta la muerte, debemos sortear
los señuelos plantados en el camino a modo
de promesas. En algunos sólo nos llevamos un susto. En otros, nos tronchamos un
tobillo o nos partimos un brazo. Y en
unos cuantos más nos precipitamos sin fórmula de juicio en los profundos
infiernos.
Por
eso las encrucijadas nos desafían a intuir los riesgos y escoger, si no el
mejor, el menos tortuoso de los caminos.
Guiados por el instinto, los animales suelen ser más atinados en sus elecciones.
Los humanos en cambio, sujetos pensantes al fin y al cabo, a menudo elegimos la
ruta llena de zarzas, guijarros y espinas. En el matrimonio, en la profesión,
en los negocios, en la paternidad, en el sexo y en otros asuntos de mayor o
menor importancia, la sensatez suele
abandonarnos cuando más la necesitamos.
En
esos momentos volvemos a los orígenes y
añoramos la seguridad de la cueva, el dulce crepitar del fuego que calienta la
sangre y ahuyenta las fieras. El aliento del hogar primigenio.
Sin
excepción, los personajes de Encrucijadas,
la más reciente novela del escritor
norteamericano Jonathan Franzen, van por el mundo buscando el rastro de ese
fuego. Al igual que las criaturas de los
cuentos y novelas de William Faulkner, John Updike, Philip Roth, John Cheever,
Raymond Carver, Saul Bellow, Thomas Pynchon o D.W. Wallace, estos seres miembros de
familias hechas trizas devienen metáforas de ese gran desastre colectivo llamado “Sueño
Americano”. En una sociedad
entregada en cuerpo y alma al consumo y el entretenimiento, que todo el tiempo
estimula a partes iguales la avidez y el derroche, la angustia y la ansiedad
resultan ser la única forma de sentirse vivo.
Eso
lo sienten, aunque casi nunca lo saben, personas como Russ Hildebrandt, pastor
de la Iglesia Reformada en una
parroquia de New Prospect o su colega y competidor Rick Ambrose, un ministro
más joven que él. Apoyado en su carisma y energía juvenil, Ambrose acabó por arrebatarle el grupo
mayoritario de sus jóvenes feligreses, dejándolo sumido en un resentimiento que
se alimenta de sí mismo y que a veces se manifiesta en distintas formas de
celos y crispación sexual.
La
familia de Russ está integrada por Marion,
su mujer, y por sus cuatro hijos: Clem,
Perry, Judson y Becky. Como todos sabemos, a su manera, los amantes
furtivos o públicos, pasados o
presentes, afectan con su fuerza
centrífuga la estructura de toda familia. Por eso el adulterio es anhelado y temido a la vez. Sin su aliento,
las parejas se extraviarían en el tedio y el desprecio mutuos, pero su fuego,
cuando se pierde el control, puede reducirlos a todos a cenizas.
Russ,
por ejemplo, cree estar enamorado de la
señora Frances Cottrell, una viuda joven que asiste a su iglesia y lo acompaña en sus misiones de
caridad y servicio social en barriadas de negros que la intimidan y entusiasman
por igual. Consciente del deseo que despierta en Russ, se involucra en un juego
de seducción que ella misma acabará por
tomarse en serio, a pesar de sus alardes sobre la vitalidad de otros amantes,
en contraste con el apocado y timorato predicador.
Por
su lado, Marion se refugia en el pasado: persigue el recuerdo de Bradley, un
vendedor proclive a las proezas sexuales, de quien quedó embarazada treinta
años atrás, dejando en su mente la imagen lacerante de un aborto que la
asedia en sus cada vez más frecuentes
noches de desvelo.
Atrapados
en esa red, todos dudan de todos y a la vez se necesitan, con las
contradictorias emociones de un adicto a las drogas
Mientras
eso sucede, los hijos de Marion y Russ
se adentran en su propio laberinto. Sus pasadizos conducen a Perry a las
drogas fuertes propias de los tiempos; en otros, como le sucede a Clem, a un
enfrentamiento con lo que él llama sus
convicciones, en este caso resumidas en su decisión de enrolarse en los contingentes que van a Vietnam. A su vez Becky debe enfrentar el reto de un embarazo y un matrimonio prematuro, al tiempo que Judson, todavía niño, contempla impávido cómo sus
padres se le escapan con creciente frecuencia a su reino de sombras.
"Los años del desmadre"
El
presente de la novela, al menos en el sentido convencional de esa palabra,
transcurre en el tránsito de los sesenta a los setenta, con todo y su carga de
gritos de libertad de toda índole:
sexual, moral, política, familiar, cultural. Por eso, los sonidos del rock son
omnipresentes: The Beatles, The Rolling
Stones, Crosby Stills and Nash; Yes, Caroline King, Cream, Creedence Clearwater
Revival, The Who, Grand Funk Railroad, Vanilla Fudge y varias decenas de
grupos más, suenan todo el tiempo a modo de banda sonora de esos erráticos
destinos.
Y
como la música es una de las claves de la historia, es tiempo de decir que el
título fue tomado de Crossroads,
la legendaria canción del no menos
mítico músico de blues Robert Johnson. Según la leyenda, igual que el doctor
Fausto, en un cruce de caminos Johnson
le vendió el alma al diablo a cambio de su genio musical.
Russ
tiene una colección de discos del más puro blues negro del Mississippi, entre
ellos los de Johnson, que cuida como uno de sus tesoros más preciados. Por los días en que intenta
seducir a Frances, le presta los
vinilos. Por descuido, la mujer se para
en ellos y rompe un par: un presagio de lo que iba a pasar con una relación
trunca desde el comienzo.
No
es casual que escritores norteamericanos como Thomas Pynchon, David Foster
Wallace y el mismo Franzen tengan una
filiación cercana con el rock. Desde mediados del siglo XX esa música ha sabido
expresar como ninguna otra el malestar, el desasosiego, las rupturas, los miedos
de una sociedad que invade países lejanos a nombre de la libertad al tiempo que entra a saco en la vida de sus propios ciudadanos a través de todos los medios de
comunicación posibles, entre ellos los muy efectivos púlpitos de la legión de
iglesias católicas y evangélicas que se multiplican por todo su territorio.
Ese
es otro de los componentes fuertes de Encrucijadas: la omnipresencia de la
religión en la vida de sus protagonistas. En algunos casos las búsquedas
espirituales son profundas y honestas. En otros son una manera de encontrarse
con sus iguales, como pasa con los jóvenes y adolescentes. Unos cuantos más son
instrumentos de promoción social y no
pocos son expresión de una curiosa forma de ateísmo: feligreses que van a la
iglesia pero no creen en Dios. De cualquier manera , esas fuerzas no paran de
cobrar aliento: en el siglo XXI de las
tecnologías y los descubrimientos, las
sectas representan un caudal electoral decisorio en Norteamérica y otros
países.
La fe de los desesperados
Como
tantos, Russ Hildebrandt se debate entre la fe y el escepticismo. Tiene fe en el
apostolado social caro a las enseñanzas de Cristo, pero desconfía de los
mensajes trascendentes. Como en su relación con Frances, también los de la
religión son asuntos de aquí y ahora. Buscando un atajo a sus tribulaciones,
acaba por idealizar a quienes él cree sus amigos, habitantes de una reserva de
indios navajos donde predicó en su juventud y a la que ahora, agobiado por las
dudas sobre su matrimonio y por su creciente exasperación sexual ante la
cercanía de la viuda Cottrell, emprende
una especie de viaje iniciático que se parece bastante a una búsqueda de la redención.
Al
final, el único aprendizaje resulta ser el más obvio: que sus amigos
indios son apenas seres humanos como los demás, movidos por la ambición, la
codicia, la traición, la lujuria y las
pugnas por el poder.
¿A
qué madero salvador aferrarse entonces en esa encrucijada?
Ese
es el meollo de la novela de Franzen: no hay madero. Ni para Russ, ni para su
familia, ni para sus amigos ni para sus feligreses. Mucho menos hay madero para
los Estados Unidos de América, un país atrapado
en una suma de contradicciones
sin fin: la inútil guerra contra las drogas emprendida durante el gobierno de
Nixon, la tozudez de enviar una generación entera de jóvenes negros,
pobres, inmigrantes, indios y marginales a matar y morir en la más que perdida Guerra de Vietnam, así como
la demencial insistencia en estimular el consumo y el derroche como soportes de
todo el sistema.
En
suma, el lado más oscuro del tan promocionado American Way of Life, replicado a pie juntillas en todo el mundo y con visos de expandirse a otros planetas, según se advierte tras los
visillos de la carrera espacial.
Ese
estado del alma aparece condensado al
final de la novela, en la página 562 de
la traducción castellana editada por el sello Salamandra. Atrapada en su propia
encrucijada, Marion decide huir
al pasado y emprende un viaje a Los Ángeles, para cumplir una cita con Bradley, su amante de tres décadas atrás y
padre de su hijo malogrado. Tras su frustrante encuentro, se sume en un
monólogo silencioso, que el narrador recrea así:
“El chabacano biombo oriental del comedor la
acongojó. Saber que se había vuelto vegetariano y abstemio la acongojó. Las
cápsulas de vitaminas que tragó con el té helado la acongojaron. La cúpula de ensaladilla de huevo sobre un lecho
de lechuga la acongojó tanto que no pudo ni tocarla. Sentía en el pecho la
opresión del tremendo error que era estar ahí. Que hubiera pensado en follar (
porque se trataba de eso, la verdad, por eso había pasado hambre e inventado un
pretexto para ir a Los Ángeles) le pareció tan insensato que deseó no haberlo
hecho nunca con Bradley. Deseó no haberlo hecho nunca con nadie. Estar a sus
cincuenta años en un convento, levantarse cada mañana y oír el dulce canto de
los pájaros, dedicarse a amar a Dios. Ojalá ésa hubiera sido su vida en lugar
de ésta…”
¿
Puede alguien imaginar una imagen más certera del fracaso de las aspiraciones
humanas?
En ese intento desesperado, los personajes de
Encrucijada ensayan, cada uno a su
manera, su propio salto al vacío. Russ teje y desteje sus fantasías sexuales con la viuda Frances, que concluyen
de la única manera posible: con una penetración a medias. A su vez, ésta
se pierde en enredos de cama con hombres que nunca son Russ. Mientras eso sucede, Clem se
empecina en ir a la guerra para inmolarse en nombre de todos los excluidos de
su país. Por su lado, Becky juega a ser una mamá esposa casi niña, mientras Perry se abisma en las tinieblas de las drogas
químicas, una de las señas de identidad de los tiempos: explorar la conciencia,
le decían a esa forma de la
autodestrucción. ¿ Y el pequeño Judson?
Bueno, es apenas un niño. Ya
tendrá tiempo de enfrentar su propia encrucijada.
Lo más
inquietante de todo resulta ser el hecho de que, de distintas maneras,
estas vidas giren alrededor de una iglesia y de un pastor
descreído y acorralado por sus impulsos más mundanos. Hasta Clem, que emprende
un viaje a Los Andes peruanos del mismo
modo que los jipis peregrinaban a la remota Katmandú, acaba por regresar a
casa… lo que tampoco solucionará nada.
Al
final, decepcionados del mundo tanto como de ellos mismos, Marion y Russ se
brindan el consuelo de una
reconciliación. Una especie de balsa para náufragos.
Como
ellos, vencidos por fuerzas cuyos designios desconocen , los protagonistas de
esta novela siempre están de vuelta
hacia un algo que no puede ser sino el dulce crepitar del fuego que nos llama
desde las cavernas prehistóricas.
PDT. Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=Yd60nI4sa9A
Muchas gracias por esto, Gustavo. Oportuno y acertado.
ResponderBorrarLalo
Mil gracias a usted por el diálogo, mi querido don Lalo.
ResponderBorrarGustavo