El Tiempo es centelleo y ciencia
el sueño.
Paul Valéry
Corren los años noventa del siglo XX. Es un domingo de abril, justo en la frontera que cierra el verano y da paso al otoño en el cono sur de América. Un grupo de hombres y mujeres de dos generaciones están reunidos en la casa de campo recién comprada por Willi Gutiérrez luego de su regreso a Argentina después de más de treinta años de vivir en Europa. José Carlos y Gabriela, Lucía y Riera, Nula y Diana, Clara y Marcos, Soldi y Violeta, Leonor Calgani y el propio Gutiérrez. También están Carlos Tomatis, así como Amalia y Leopoldo. Los dos últimos realizan tareas domésticas en la casa y, en la práctica, son de momento la única familia del dueño.
Las razones del exilio de Gutiérrez no son del todo claras. Lo único
cierto es que un día desapareció sin avisarle a
ninguno de sus amigos y regresó de la misma manera, como si su vida
hubiera entrado en suspensión para materializarse , más de tres décadas
después, en las calles de la ciudad que parecía haberlo olvidado. De paso, se
informa al lector de algo que no alcanza
a ser dato: Gutiérrez podría ser el padre de Lucía, la hija de Leonor, con
quien vivió una pasión tormentosa durante
una de las muchas infidelidades de la mujer.
El anfitrión recibe a sus
invitados con una parrillada en la que
fluyen el vino y las conversaciones en una especie de juego en el
que todos tratan de encontrar en las palabras de los otros algunas
claves que les permitan entender el propio destino, si tal cosa es posible:
comprenderse a sí mismo y, de paso, al
mundo.
Es el viejo juego de los espejos en el que los otros nos devuelven
visiones fugaces de nuestro propio
reflejo: palabras, recuerdos , sensaciones, silencios. Todas esas cosas
que conforman el malentendido que llamamos nuestra vida.
El martes anterior, Nula, comerciante en vinos y filósofo aficionado-
en el fondo, todos lo somos- que intenta aproximarse a la sustancia del devenir, camina por la orilla
del río al lado de Gutiérrez , a quien
acaba de conocer en una visita comercial
cuyo propósito inicial era la venta de
algunas botellas de vino tinto y blanco. Van en busca de Escalante, un
viejo amigo de Gutiérrez. En el trayecto, siente de esa manera certera en que
se experimentan ciertas cosas, que su recorrido transcurre menos en el espacio
que en el tiempo. Se lo dicta el flujo de las aguas recién lavadas por la lluvia, que deja en la
superficie algo así como una sucesión de olas diminutas, que evocan en el observador el artificio
conocido como “ el paso del tiempo”.
Es la primera intuición de la
imposibilidad del regreso, de todo regreso porque, en contravía de lo que dice
el lugar común, la vida no recorre una línea recta en la que es posible
identificar un antes y un después, un
adelante y un atrás. Al contrario : es
mas bien una corriente que a cada
momento se despliega en múltiples meandros y estos en otros nuevos hasta formar
un archipiélago en el que resulta fácil perderse: el laberinto perfecto.
Una de las funciones de la memoria es encontrar la salida de ese
laberinto.
Esa será la materia sobre la que se levanta el edificio de La grande, novela del escritor argentino Juan José Saer, nacido en 1937 y muerto en 2005. Nada nuevo en realidad: la relación del agua y el tiempo es la más socorrida de las metáforas visitadas por filósofos y poetas a lo largo de los siglos. Lo distinto aquí es el camino propuesto por el autor para acercarse a lo inasible. El narrador de La grande se sabe tan provisional como la más diminuta de las criaturas que conforman el vasto universo. Y sabe también que las palabras son lo único capaz de brindarnos la ilusión, y por lo tanto el consuelo de la perdurabilidad.
Por eso trata de aproximarse a la materia de los acontecimientos-
otra fuente de malentendidos- con el sigilo de un depredador oculto en la
espesura del bosque. Un instante de
distracción y todo el esfuerzo se habrá echado a perder. Eso explica que lo primordial en la novela no
sean los hechos, ni los protagonistas, esos formalismos utilizados para
soslayar la inefabilidad de lo real. El
desafío está en el lenguaje. En eso que definiera don Francisco de Quevedo
en aquellos versos utilizados como uno de los epígrafes de la
novela: “…huyó lo que era firme, y
solamente lo fugitivo permanece y dura”.
Deudor de Proust, Juan
José Saer intuye que , a su modo,
Gutiérrez regresó de entre las sombras no con el propósito inútil de recuperar
el tiempo perdido, sino de oficiar el rito imposible de su recuperación. En la
fiesta del domingo, jornada que cierra
la novela, mientras los invitados toman fotografías con una vieja cámara y se las rotan después de un
rápido revelado, Gutiérrez irrumpe con
una cámara de video y se dedica durante
unos minutos a registrarlo todo, es decir, nada. Lo suyo es en realidad una
parodia. Sabe que ni el tiempo disecado
de las fotografías ni la vibración
ilusoria de los registros digitales tienen relación alguna con aquello que sólo
las palabras pueden conjurar: la irremediable desintegración de todo. En eso
piensa, contemplando a sus invitados, pero en especial a Leonor, ya envejecida y arrasada
por los años pero para él igual de joven que en sus recuerdos, mientras enhebra
en silencio un pensamiento: te dan
setenta años para que vivas unas horas, unos minutos, y después no hay nada más
que hacer con el resto; es tiempo gastado en vano.
Los trazos de la historia
Para que la sucesión de instantes cobre algún sentido, los hombres inventaron el concepto de historia y así se hicieron la ilusión de un encadenamiento lógico entre esos instantes. Da igual si se trata de la historia de un individuo o de pueblos enteros. Si se trata de una nota aparecida en la página de un diario o de la Historia Universal, que inspira tanta veneración en iniciados y legos por igual. Y como no puede haber una novela hecha sólo de sensaciones, La grande nos ubica en Santafe, ciudad donde transcurre todo, aunque el nombre no tarda en desvanecerse, para convertirse sólo en la ciudad. Así se la nombra todo el tiempo: la ciudad. La vida de sus habitantes discurre- esta palabra es esencial- a orillas de un río que es a la vez una bendición y una amenaza. A modo de asidero para el lector, se le menciona con nombre propio: El Paraná. Siempre, en invierno o en verano, en otoño o en primavera , los habitantes son conscientes de la presencia del río. Y no es que simplemente pase por la ciudad: el río atraviesa sus vidas. Es el conocido espejo de agua en el que todos se miran y una otra vez, sin reconocer del todo la imagen que les devuelve, porque siempre está cambiando. Es, en fin, la sustancia que descompone la materia y, con ella, la ilusión de eternidad.
Carlos Tomatis, que asiste como testigo a la manera como Soldi, en
compañía de Gabriela se documenta para escribir una historia de El
Precisionismo, tiene una vislumbre precisa de esa disolución y la expresa
así: Pero el reino de los muertos no está
en el confín de Occidente, en el lado izquierdo del mundo, sino adentro, en el
interior de cada uno, es la carga que llevan sobre sus hombros todos los que,
innecesaria y miserablemente, nacen y
mueren.
Así pues, el tiempo de La grande forma un arco que data de comienzos del siglo XX, cuando una oleada de inmigrantes trajo a la Argentina los antepasados de los protagonistas, así como a los del país entero: italianos, sirios, libaneses, judíos, españoles. Italiano es, por ejemplo, el padre de Mario Brando, fundador y líder del movimiento literario conocido como Precisionismo, cuyo objetivo es fundir los lenguajes de la ciencia y la poesía para alcanzar así el máximo nivel de precisión: algo así como los métodos de la industria trasladados a la literatura. Brando es, además , la caricatura de un producto típico de América Latina : el burócrata poeta, animal mítico capaz de combinar la búsqueda de la belleza con las abyectas prácticas que acompañan toda lucha por el poder, incluida la relación con los militares, tan frecuente en los países del sur de América. En ese difícil juego, Brando contemporiza y compite a la vez con los exponentes de otras capillas literarias: el regionalismo, el neoclasicismo y otras modas heredadas de corrientes europeas en trance de extinción.
Por su parte, Nula es nieto de Yusef, inmigrante sirio que huye de la violencia, para encontrarla de
nuevo en su país de acogida, encarnada en una dictadura militar que acaba por asesinar a su hijo, así como a miles de argentinos clasificados bajo la etiqueta común de
subversivos, esos hombres y mujeres que
ofrendaron la vida en su intento de cambiar el mundo, ignorantes de que el
mundo cambia por sí solo todo el tiempo. Con el paso de los años, muchos descendientes de esos inmigrantes, que no
pudieron hacerse a un lugar en la tierra de promisión, acabarán condenados a
vivir en barriadas periféricas conocidas con el nombre de Villas Miseria, donde
el hambre, la basura, la humillación, la angustia y la violencia devienen única
forma de identidad. Carlos Tomatis
lo resume de esta manera: A ella
han venido a parar sucesivamente todos los que, viniendo desde el fondo de la
aflicción, en las provincias del Norte, en el Paraguay, en Bolivia, e incluso
en el Perú, pensaban encontrar en las ciudades del litoral algún alivio o
alguna esperanza.
Y así, en un entrelazarse continuo de lenguas, músicas, tonalidades
de piel, comidas y creencias cuyos contornos, al desdibujarse, dan la ilusión
de pertenecer a una tierra común.
En ese tejer y destejer surge
la otra gran metáfora: el deseo, el fuego amoroso que enciende las vidas y no
tarda en reducirlas a cenizas. La
esperanza de redención que brota y se anula, como todo lo demás. Es el deseo de
Nula y Diana, su mujer. De Nula y
Virginia, una colega del negocio de vinos. El de Gutiérrez y Leonor, tan lejano que pertenece
más al incierto terreno de los sueños que a las precarias certezas de la
vigilia.
Para que el lector sienta en
las propias entrañas la dimensión precisa de esa forma de la muerte que es el
objeto de deseo ya marchito, el narrador
no ahorra imágenes como esta para referirse a Leonor Calcagno : (…) Si fue hermosa alguna vez, ya no
conserva ni la más leve sombra de esa hermosura; no debe pesar más de cuarenta
kilos; su piel oscura, estragada por su exposición permanente al sol, o peor
aún, a las lámparas de bronceado artificial, las cremas, los regímenes para
adelgazar, los estiramientos y los injertos de piel, los trasplantes capilares
y los teñidos, las aplicaciones de
silicona en los senos y los labios para volverlos supuestamente más sensuales,
fueron erosionando, si alguna vez la tuvo, su hermosura (…)
Las obras del tiempo
Trasmitir la idea del paso del tiempo supone un desafío para el lenguaje, porque los sucesos y las sensaciones siempre van un paso más allá. Quizás el vuelo del colibrí, con su infatigable ir y venir en busca del néctar- otra imagen del deseo- se acerque un poco, pero nada más. De ahí la singular sintaxis de la novela, la reiteración de comas- otro recurso proustiano- los párrafos extensos, la invocación permanente de aromas, sabores, colores. No es casual que Nula sea un vendedor de vinos: esta bebida, rodeada de un aura mítica en todas las culturas, viene a cerrar el triángulo que sustenta el armazón de la novela de Saer: el agua, el deseo, la ebriedad y todo lo que tienen de provisionalidad . Estas parecen ser las razones últimas de la búsqueda de Gutiérrez, o al menos es lo que siente Tomatis cuando, contemplándolo de pie junto a la pileta, recita para sí mismo: Salió de su casa y tuvo que atravesar el universo entero para llegar a la esquina, de modo que ahora sabe el esfuerzo que ir hasta la esquina exige, y lo que lo inmediato significa.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
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