En el principio la mirada fue vertical. Los hombres elevaban la
mirada al cielo y se sentían amenazados por truenos, centellas y chubascos.
Creían que la ignota divinidad los castigaba por pecados todavía no cometidos.
Los antepasados de Zeus, el Júpiter tonante de los romanos, hacían
de las suyas en lo alto.
En su tentativa de conjurar esas fuerzas inventaron ritos, danzas,
cantos y plegarias que, con el paso del tiempo, se constituirían en piedra fundacional
de las expresiones artísticas.
De ahí el talante mágico que todas las culturas les atribuyeron a
los artistas: ubicados entre el sacerdote, el médico y el chamán, sus
peticiones podían aplacar o al menos mitigar la furia de los dioses.
Lo suyo era , pues, algo así como un contrapoder.
Pasaron los milenios y la presencia de los dioses se hizo abstracta,
metafísica. Por eso, algunos geómetras-teólogos de la iconografía cristiana
representaron a Dios como un ojo encerrado dentro de un triángulo : la vigilia eterna
confiriéndole una estructura ordenada al caos del universo.
De cualquier manera, la mirada seguía siendo vertical. De abajo hacia arriba o de arriba
hacia abajo: todo dependía de la posición ocupada en el ordenamiento jerárquico
del cosmos.
Faltaban muchas guerras,
cataclismos, rebeliones, debates, teorías y paso de cometas antes de que la
mirada se hiciera horizontal y los hombres descubrieran al otro, ya no como partícula de una masa gobernada por la divinidad,
sino como semejante, todavía no igual, pero semejante después de todo.
Fue la intuición de un horizonte común la que propició el cambio de perspectiva en el que muchos ven hoy el germen de la democracia y la
tolerancia, traducidos en el proverbio cristiano de “ No hagas a los demás lo que no deseas
que te hagan a ti”.
Pero pronto surgió la idea de que ese otro podía ser dominado y
aprovechado en beneficio de un individuo
o un grupo de poder con la suficiente capacidad de intimidación para
hacerse con el control.
Así surgieron las primeras castas, en principio sacerdotales y luego
expresadas en formas de dominio sobre la
tierra y el cielo, sobre los animales, las cosechas, las fuentes de agua y el
resto de los elementos.
En todos los casos la clave fue el miedo. Miedo a desatar la furia y
a perder el favor del poderoso. Y, lo peor: a perder la propia vida y la de los
miembros del clan. Ya lo advirtió un espíritu lúcido:“En
últimas, el poder es el poder de matar”.
A la élite religiosa se sumaron entonces las castas política,
militar y cortesana.
A estas alturas del siglo XXI, con todo el instrumental tecnológico
a su disposición, la omnipresencia del poder es tal que la gente ni siquiera lo
advierte o, si lo hace, lo considera normal en el orden de las cosas: “Siempre ha sido así”, es el evangelio
básico de todas las formas de sumisión. El poder y sus secuelas es visto como
una fatalidad y no como un hecho social,
político y económico susceptible de ser combatido.
En la casa, en la escuela, en las iglesias, en el lenguaje
cotidiano, en la publicidad y en los medios de comunicación multiplicados por
las redes sociales, el poder se manifiesta y cambia de rostro a un ritmo que el
mismísimo Proteo de la mitología clásica envidiaría.
Mimetizado entre la masa que se cree autónoma, esa ventaja lo ha vuelto
más letal. Cámaras de vigilancia ubicadas en todas partes, ubicación
georeferenciada de toda criatura viviente o inerte, acceso a los datos
personales, así como campañas de publicidad y mercadeo que crean gustos y
tendencias , ha dado lugar a engendros
tan sutiles y peligrosos como “ ciudadanos de bien” que disparan contra otros ciudadanos inermes,
para no hablar de caudillos de tres al cuarto que fabrican apocalipsis para erigirse acto seguido en redentores. Despojado de
su autonomía y carente de todo sentido
crítico, el “consumidor feliz” de
nuestro ha tiempo es una nave al garete
que cualquiera puede enrutar en su
provecho.
Por si eso no resulta suficiente, asistimos hoy a la creación
de empresas cuyo único objeto económico
es diseñar mentiras y distribuirlas en
un mercado creciente. Cuantificar el
número y la naturaleza de los clientes puede cortarnos el aliento.
Instalado de esa manera en la vida cotidiana, el poder rara vez
precisa de acciones extremas y puntuales… aunque si toca ya veremos. Sus
métodos son sutiles. Todo parece ser tan
libre y democrático. Desde la escogencia de un jabón de tocador en la góndola
de un hipermercado hasta la decisión de votar por un candidato en las
elecciones locales o nacionales, pasando por la sofisticación del trabajo desde
casa, cada una de las caras del poder ejecuta su plan de persuasión y
encantamiento con una habilidad tal, que las decisiones finales de los individuos parecen de veras actos de
la voluntad y no expresiones de la alienación extrema del que hace mucho tiempo
perdió el control de su vida.
PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.
https://www.youtube.com/watch?v=pPR-HyGj2d0
Me gusta esta descripción del chantapufi* universal y eterno, que orienta y casi siempre corrompe la evolución, amigo Gustavo. Como bien dices, sus herederos actuales son los\las "influencers".
ResponderBorrar*Del lunfardo rioplatense, generador del clásico "chanta" porteño.
Lalo
Mire por donde vuelvo a encontrarme con esa palabra, mi querido don Lalo. Se la escuché hace treinta años a unos argentinos que recorrían América con una compañía de teatro llamada Diablo Mundo, que en noches de luna llena se convertía en banda de Heavy Metal. Ellos hablaban del chanta como el gran timador, el rey de la simulación, dos características del demonio en la iconografía católica. Mejor dicho: el diablo como una de las mil caras del poder.
BorrarUn abrazo y mil gracias por el diálogo.
Gustavo
Sí, el chantapufi, o chanta, es un embaucador, un tramposo, derivados rioplatenses del original genovés chiantapuffi, que significa, según me dicen, "moroso", "insolvente". La condición de charlatán es habitual, pero no obligatoria: los chantas con apariencia de modestos y sobrios son, por supuesto, más peligrosos, por taimados. Vienen ¨con el cuchillo bajo el poncho¨, como dicen por allí.
Borrar*Ciantapuffi, quiero decir...
BorrarMire por donde vuelvo a encontrarme con esa palabra, mi querido don Lalo. Se las escuché hace treinta años a unos amigos argentinos que recorrían América con una compañía de Teatro llamada Diablomundo, que en noches de luna se convertía en banda de Heavy Metal. La usaban a menudo para aludir al diablo en su condición de engañador., de maestro de la simulación. Mejor dicho: el " chanta" como una de las mil caras del poder.
ResponderBorrarUn abrazo,
Gustavo