martes, 29 de noviembre de 2022

El tiempo recobrado de Ira Stigman

                                                       


                                       


                                        “(…) y reposa tranquilo

                                           Tras la convulsa

                                            Fiebre de la vida (…)”

                                                          W. Shakespeare

                                                            Macbeth

 

 

Otra vez el río

Hombres y pueblos de todos los tiempos han tenido su río. Junto a sus orillas han levantado tiendas que después se convirtieron en aldeas y grandes ciudades. Por eso, desde antes de Heráclito, el río  es  la más visitada de las metáforas del devenir. Durante milenios, su viaje sin retorno ha sido la más certera imagen del paso del tiempo.

El Támesis, el Sena, el Rhin, el Orinoco, el Mississippi, el Neva, el Amazonas o el Río de la Plata  arrastran consigo, como si fuera una carga de líquenes, maderos,  bejucos y animales muertos , la historia de las multitudes de plantas, hombres y bestias que abrevan en sus orillas.

En la colosal saga de novelas que conforman la obra del escritor norteamericano nacido en Hungría Henry Roth (1906-1995), ese río es el Hudson. No es que sea solamente una parte del paisaje: sus aguas son otro protagonista de las historias.

Los biógrafos del río nos dicen que nace en el lago Tear of the Clouds, ubicado en la ciudad de Keene, en el condado de Essex, Nueva York, en la ladera suroeste del monte Marcy, el punto más alto de las montañas Adirondack. Es el estanque más alto del estado, con 4,293 pies. Añaden, además, que a partir de Troy, el Hudson se ensancha poco a poco, hasta desembocar en el océano Atlántico, entre Manhattan, Staten Island y las costas de Nueva Jersey, en la Upper Bay de Nueva York.

Cuando los personajes de las novelas de Roth caminan por la ciudad, más tarde o más temprano se topan con alguno de los avatares del río, que a veces es obstáculo y en otras tentación para los agobiados habitantes de una ciudad cuya impronta es el vértigo.

Pero volvamos a la metáfora inicial. En 1934 Roth publica su primera novela titulada Llámalo sueño. Sesenta años después, cuando muchos lo daban por muerto, el escritor publicó su segunda novela: A merced de una corriente salvaje, una tetralogía de poco más de 1300 páginas que narran la aventura de un hijo de judíos inmigrantes en la Nueva York de comienzos del siglo XX hasta devenir autobiografía de un anciano escritor que al final de la misma centuria sostiene un testarudo diálogo con su computadora, un artefacto dotado de lucidez que lo confronta sin compasión.




El niño- anciano se llama Ira Stigman. Su infancia transcurrió entre la temprana residencia en el  Lower East Side de Manhattan  y un traslado a Harlem, motivado tanto por circunstancias económicas como por la peculiaridad de su propia familia. En casa se celebra con devoción el  Yom Kippur y los mayores hablan Yiddish y observan los preceptos Kosher, mientras los más jóvenes aprenden a  desenvolverse en inglés.

El primer párrafo del libro lo anuncia así:

“Pleno verano. Los tres incidentes quedarían siempre asociados en su memoria, más duraderos, más destacados que cualquier otra cosa de aquel verano de 1914, su primer verano en Harlem. Qué extraño también que la llegada de los parientes de mamá, el traslado a Harlem y el ominoso verano de 1914 coincidieran, como si todo su ser y sus costumbres quedaran socavados por la fuerza de la historia disfrazada por el simple hecho de la llegada de sus nuevos parientes. Mil veces pensaría en vano: si hubiera ocurrido unos años más tarde. Todo lo demás podría ser lo mismo, la guerra, los nuevos parientes: si hubiera podido tener, hubiera podido vivir algunos años más en el Lower East Side, digamos, hasta su bar mitzvá. Bueno…”

Esos puntos suspensivos definen el tono y el curso de la novela. Así de simples y de inexorables  son los asuntos en la existencia  de todo hombre. Si hubiera… si hubiera… las cosas serían hoy de otra manera. Pero, como los ríos, la vida no puede echar marcha atrás. Nadie puede vivir borrando el paso anterior para rehacerlo de otra manera. Es natural entonces que la figura de la culpa nos acompañe desde el nacimiento hasta la muerte. La culpa y el consiguiente castigo como sucedáneo de la redención. O al menos es así en la tradición judeocristiana.

Eso explica la alusión al bar mitzvá, esa sentencia del Talmud que establece los trece años como la edad en la que una persona es obligada a observar los 613 mandamientos de la Torá. Después de cruzar a ese límite, nadie puede sustraerse a los rigores de la tradición.

Al menos en teoría, porque una de las muchas razones de la desgarradura existencial de Ira Stigman y de muchos protagonistas de las novelas del otro Roth, Philip (Nueva Jersey, 1933-2018) así como de los personajes erráticos que atraviesan la obra de Saul Below, judío de Quebec (1915-2005), están ancladas en la voluntad de desarraigo como una manera de insertarse en la sociedad de acogida. Dicho de otra forma: el único camino para hacerse otro, en este caso un norteamericano.




De modo que el estallido de la guerra y sus repercusiones en la historia y en la vida de los individuos marca la primera encrucijada en el camino de Ira Stigman y su familia. Eso explica el recurso de una célebre cita del Enrique VIII de Shakespeare  en tanto clave de un recorrido que, como todo lo humano, está marcado por la sospecha de lo impredecible:

Me he aventurado,

Como revoltosos pilluelos que flotan sobre vejigas,

Todos estos veranos, sobre un mar de gloria,

Más allá de donde hago pie. Mi orgullo hinchado

Me reventó al fin debajo, y ahora me ha dejado,

Cansado y envejecido para el servicio, a merced

De una corriente salvaje que me ha de cubrir para siempre.

                                                                                       Enrique VIII. III, 11

“… A merced de una corriente salvaje”. Esa es la sospecha del pequeño Ira en 1914 y la certeza del anciano escritor en 1995, en ese diálogo infinito con su computadora, que se llama Ecclesias. Expectantes al comienzo y cansados al final: esa es la parábola que abre y cierra la existencia de todos los mortales. Que se trata de la misma persona, afirman las convenciones. Pero nada ni nadie puede probar que el viejo   escritor próximo a su fin y el niño que correteaba por las riberas del Hudson y a menudo se bañaba en sus aguas sean una continuidad el uno del otro.

Las novelas de Henry Roth, o la autobiografía, como algunos prefieren llamar a ese colosal intento, no tienen propósito  distinto al de tender un puente hecho de recuerdos y palabras entre uno y otro.

Los dones de la luz

En la tetralogía de Roth los títulos funcionan a modo de cortinas que filtran la luz, al tiempo que delimitan las distintas etapas de la vida del protagonista y la de quienes lo rodean, incluidas las turbulencias de la Historia: las guerras mundiales, la quiebra financiera de 1929, las sucesivas oleadas de inmigrantes provenientes de todos los rincones de la tierra. De esos filtros de luz emergen los recuerdos, una sucesión de imágenes y sensaciones con los que el narrador intenta reconstruir una historia hecha de fragmentos. Su obra participa de la misma condición desmesurada del Ulises de Joyce, En busca del tiempo perdido, de Proust, Guerra y Paz de Tolstoi o Del tiempo y el río, de Thomas Wolfe. Cada uno de los autores utiliza y potencia un determinado sentido en su viaje exploratorio. Para unos es el olfato, para otros el oído y su condición musical, mientras para unos cuantos el tacto, sobre todo en su dimensión erótica, es el punto de contacto con el mundo y sus misterios.

Henry Roth recibió los dones de la luz y por eso se asoma al mundo con mirada de pintor: desde niño recorre las calles del Lower East Side y de Harlem y más tarde de media ciudad, fijándolo todo con diminutos alfileres en cada uno de los rincones de la memoria. Decantadas por el paso del tiempo, esas imágenes se convertirán en palabras con las que se tejerá el entramado de novelas que llevan estos títulos: Una estrella brilla sobre Mount Morris Park, Un trampolín de piedra sobre el Hudson, Redención y Réquiem por Harlem. Con la capacidad de los grandes pintores para el detalle, la voz de Ira describe el destello del sol en  la corriente del Hudson cuando la mañana aún es joven; se detiene en el tono sombrío de las fachadas de los barrios pobres, en contraste con la luz natural que parece nacer  en las casas de los suburbios ricos; la visión de un condón usado por la pareja de amantes furtivos que emerge con prisa de entre el bosque del Central Park se le revela como intuición de las dichas y pavores por venir; las  piernas perfectas de una mujer que desciende por las escaleras del metro; la  enorme campana de una torre que con su repicar parece convocar a los habitantes del mundo entero que no paran de desembarcar en Nueva York.  “ Hágase la luz”, dicen que dijo Dios el primer día de la creación, y los  escritores como Henry Roth ya estaban allí para convertirla en la sustancia misma de su obra.




Entre los que desembarcaron en Ellis Island se contaban por millares los hijos de Las doce tribus perdidas de Israel: judíos rusos, alemanes, polacos, sefarditas y húngaros trataban de hacerse a un lugar en ese mundo del que ni siquiera conocían el idioma.

La familia de Ira proviene de la Galitzia austrohúngara, en el corazón de la hoguera desde donde se propagaría la primera gran guerra y la consiguiente  caída del Imperio Austrohúngaro. Por el lado de la familia del padre destacan nombres como Meyer, Kharche, Simon, Gabe, Clara, Jacob o Chaim y Leah. La madre  tiene parientes que se llaman Hannah, Saul, Leibel, Ida o Moishe.

En medio de esa atmósfera plagada de normas religiosas que observar, el pequeño se siente sujetado por un corsé. Muy rápido intuye que si quiere hacerse un camino en la nueva sociedad tendrá que romper todos los lazos, antes de que llegue la hora de su bar mitzvá. Por eso prefiere frecuentar a los irlandeses que controlan el vecindario aunque lo discriminen, lo insulten y le propinen más de una paliza por el simple hecho de ser judío: algo le dice que es parte del precio que deberá pagar si quiere un día llegar a a ser él mismo; poco importa si no tiene claro lo que eso signifique.

En parte por presión familiar y otro tanto por su afán de hacer suyo el modo de vida americano con su “ Self made man” a modo de evangelio, Ira se desempeña  en distintos trabajos de medio tiempo, mientras  trata de  encontrar en  la escuela alguna señal que le indique hacia dónde debe dirigirse: es ayudante en una distribuidora de comestibles enlatados; fallido asistente en una oficina de abogados , vendedor de boletos en una empresa de autobuses y pregonero de refrescos y cacahuetes en  el estadio de béisbol  , donde un día tiene su propia epifanía americana cuando ve saltar a la cancha al gran Babe Ruth. La siguiente revelación tendrá lugar ocho días después en el mismo estadio; mientras baja las gradas después de entregar un refresco, vuelve la vista para atender a otro comprador y entonces ve a la mujer, sentada unos metros más arriba y olvidada de sí misma en su emoción por los avatares del juego:

“La mujer no era joven. Tendría unos cuarenta años, no era bonita, era más bien rolliza…¿estaba sentada deliberadamente con las piernas abiertas? “Coño”, la palabra surgió espontáneamente de los labios de Ira. Un coño grande y rojo con un felpudo negro que en el momento de verlo lo invadió de deseo, lo hizo caer en un espasmo súbito y desmayado”.




En su recorrido, hace amigos. Fiel a su consigna prefiere a los no judíos: ya ha habido demasiados en su vida. Uno de esos amigos no judíos es Farley, despreocupado y brillante atleta que gana   con aparente facilidad las competencias entre escuelas. Torpe en la pista, Ira lo admira y se regocija con sus éxitos.  Sobre todo, agradece su manera tranquila de aceptarlo y lo siente más cerca de su corazón por eso.  Pero un día se produce un quiebre: proclive a los pequeños robos tan frecuentes en las aulas, Ira roba la costosa pluma estilográfica de un compañero rico- todos van a la escuela pública- y en un gesto de devoción se la regala a Farley unos días más tarde. Una vez descubierto, recibe una dolorosa lección sobre las diferencias entre el mundo viejo y el nuevo. Mientras el director de la escuela lo ve como la pilatuna de un chico que debe ser corregida con una ejemplarizante expulsión, su padre descarga sobre él el martillo judío de la culpa y el castigo que le pesará durante una parte de su vida como una carga de plomo: una razón más para alejarse de esa atmósfera opresiva.

El tiempo recobrado

“Recobrar el tiempo”, como si estuviera acumulado y bien guardado en alguna parte. Empresa  inútil esa. Sin embargo todos se empecinan, sean escritores o no. Ese empeño se expresa por todas partes: en el cancionero popular y en la gran poesía; en las conversaciones de café y en las cartas de amor o desamor. En sus conversaciones con la computadora Ecclesias, el anciano Ira vuelve una y otra vez sobre el asunto. Por ejemplo, en la memoria del aparato, el episodio del  robo y sus secuelas queda registrado así:

“Pero lo sabía, o creía que lo sabía, al menos en parte, pero todo eso era demasiado, demasiado confuso ahora, demasiado indescriptible, sí, no solo el robo de la cartera, de las plumas, de las reglas y transportadores. No, había llegado demasiado lejos en su interior, sin remordimientos, cruel e incorregible, el robo de las plumas solo era una parte de lo prohibido que sentía dentro de sí, solo una parte del mal corrosivo. El robar se superaba pronto; puede que nunca volviese a robar, que nunca volviese a robar realmente algo de otra persona. En eso tenía la facultad de elegir. Lo otro estaba amalgamado, fundido con el éxtasis corporal, con un nombre que nunca debía pronunciar. Lo otro no podía negarse a hacerlo”.

“Todo tan confuso, tan indescriptible”. No hay remedio, al final solo podemos recuperar, a duras penas, los sedimentos del tiempo. El anciano escritor lo sabe, y por eso ama la simplicidad de M, su mujer, su sabia manera de moverse por el mundo, como si lo supiera todo desde siempre, lo suyo no es tanto un descubrimiento como una comprobación. Es ella, virtuosa pianista, además, quien lo acompaña en esa lucha tenaz por descubrirse a sí mismo. Así se lo hace saber a Ecclesias:

“Oh, qué cosas pasan, Ecclesias, qué cosas nos pasan, a mí, a nosotros, a mi querida mujer y a mí, este 14 de enero de 1985; a nuestros herederos, a nuestro país, a Israel, qué cosas pasan. El escritor Clarence Garner, mi buen amigo, solía arremeter contra las novelas de generaciones familiares (él pensaba en Thomas Mann). “Odio esas novelas de generaciones, ¿tú no? ¡No las aguanto!, exclamaba”. Creo que estoy de acuerdo con él, pero esto es diferente, Ecclesias: todavía tengo que descubrirme a mí mismo…”


                                              Henry Roth

Por más que esté de acuerdo con su amigo Clarence, el novelista sabe que debe escribir su propia  novela de generaciones familiares. Es el único- y último – recurso para cerrar o tratar de cerrar el  círculo perfecto que es, en  últimas, la vida de  todo hombre. Le ha tomado medio siglo comprobar que, por más tozuda que sea su voluntad de desarraigo, siempre le resultará imposible:  nuestras raíces están enterradas más allá de nosotros, de nuestros padres y abuelos, porque datan de los mismísimos tiempos de la creación y acaso más atrás. Lo ve con claridad  cuando se descubre perturbado por las noticias  que llegan desde  Israel, de su eterna confrontación con el mundo árabe. Miles de años después, las Doce Tribus Perdidas de Israel renuevan  cada día su diáspora.

A esa altura del camino es su única certeza: nunca pudo, y ya no podrá, ser un americano de América.

El amor después del amor

Y siempre, sutil y desprevenida, la presencia respetuosa de M, su mujer, a modo de bálsamo para curar las heridas, las culpas dejadas por su relación incestuosa con Minnie, su propia hermana dos años menor que él, para entonces una niña de catorce años. Del sexo con su prima Stella y de su relación de diez años  con Edith, una profesora universitaria mayor que él. Para variar, Ecclesias debe escuchar esa confesión:

“Ecclesias. Ecclesias, las oportunidades perdidas, rechazadas, y la vida decente que podría haber tenido, y que perdí y rechacé.

-Sí, el corazón lo anhela todo, los dos extremos y el centro. ¿Cómo habrías conocido a M., te pregunto por millonésima vez? ¿Cómo habrías escrito una novela notable?

De la novela puedo pasar, pero no de M. No solo me preocupa lo que habría hecho sin M., tanto o más me preocupa lo que ella habría hecho sin mí. Y no es que me halague a mí mismo. Porque su tierna, escondida, reticente feminidad, su sensibilidad de artista, su nobleza, su auténticamente única y sin embargo nada esnob necesidad de compañía, todo eso contrastado con una tristeza innata, junto al reconocimiento de la hipocresía y su pretendida crianza en la clase media.”




Y, una vez más, las distintas formas del verbo haber  como resumen de una vida, de todas las vidas: hubiera, habría, hubiese. Siempre un condicional en el camino para anular toda posible tentación de certeza. Si no podemos volver atrás, porque nos convertiríamos en estatua de sal como la bíblica mujer de Lot, solo nos queda la duda, el acertijo, la conjetura.  Para el novelista, la ilusión de recuperar al menos una parte del tiempo perdido, aunque a duras penas sea eso, una ilusión como tantas otras, cuyo recuerdo deja en el cuerpo y en el alma una sensación tan amarga y dulce como la que se desprende de esta imagen recobrada por el narrador cuando se remonta más de medio siglo atrás, siguiendo las hilachas de memoria que lo conducen a uno de los viajes en tren con su amigo Larry, una de sus amistades siempre truncas:

“… El tren había vuelto a aminorar la marcha. Ira sintió algo extraño, como si fuera él el que estaba aminorando su velocidad, como si las fantasías, las caprichosas ilusiones, estuvieran aminorando su velocidad, toda aquella nueva promesa maravillosa, el aspecto prístino de las cosas, la esperanza de un mundo en otro sitio…en algún sitio…quizá…más anhelado porque…porque…no, estaba chiflado”

Ahora, viejo y próximo al final, Ira lo ve con plena lucidez: ese disminuir de la velocidad es un primer presentimiento de la muerte, entonces tan lejana y puesta en suspensión aparente por el furor de la corriente salvaje que los versos de Shakespeare supieron expresar tan bien.

 

PDT:  les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

https://www.youtube.com/watch?v=Rx9aiPZ-Wy0&list=PLSPzdxN1kucwzSp9i2NoTR3BlNmX9ikXp&index=7

 

 

 

 

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