“(…) y reposa tranquilo
Tras
la convulsa
Fiebre de la vida (…)”
W. Shakespeare
Macbeth
Otra vez el río
Hombres y pueblos de todos los tiempos han tenido su río. Junto a sus
orillas han levantado tiendas que después se convirtieron en aldeas y grandes
ciudades. Por eso, desde antes de Heráclito, el río es la más
visitada de las metáforas del devenir. Durante milenios, su viaje sin retorno ha sido la más
certera imagen del paso del tiempo.
El Támesis, el Sena, el Rhin, el Orinoco, el Mississippi, el Neva, el
Amazonas o el Río de la Plata arrastran
consigo, como si fuera una carga de líquenes, maderos, bejucos y animales muertos , la historia de
las multitudes de plantas, hombres y bestias que abrevan en sus orillas.
En la colosal saga de novelas que conforman la obra del escritor
norteamericano nacido en Hungría Henry Roth (1906-1995), ese río es el Hudson.
No es que sea solamente una parte del paisaje: sus aguas son otro protagonista
de las historias.
Los biógrafos del río nos dicen que nace en el lago Tear of the Clouds, ubicado en la ciudad de Keene, en el condado de
Essex, Nueva York, en la ladera suroeste del monte Marcy, el punto más alto de
las montañas Adirondack. Es el estanque más alto del estado, con 4,293 pies.
Añaden, además, que a partir de Troy, el Hudson se ensancha poco a poco, hasta
desembocar en el océano Atlántico, entre Manhattan, Staten Island y las costas
de Nueva Jersey, en la Upper Bay de Nueva York.
Cuando los personajes de las novelas de Roth caminan por la ciudad, más
tarde o más temprano se topan con alguno de los avatares del río, que a veces
es obstáculo y en otras tentación para los agobiados habitantes de una ciudad
cuya impronta es el vértigo.
Pero volvamos a la metáfora inicial. En 1934 Roth publica su primera novela
titulada Llámalo sueño. Sesenta años
después, cuando muchos lo daban por muerto, el escritor publicó su segunda
novela: A merced de una corriente salvaje,
una tetralogía de poco más de 1300 páginas que narran la aventura de un hijo de
judíos inmigrantes en la Nueva York de comienzos del siglo XX hasta devenir
autobiografía de un anciano escritor que al final de la misma centuria sostiene
un testarudo diálogo con su computadora, un artefacto dotado de lucidez que lo
confronta sin compasión.
El niño- anciano se llama Ira Stigman. Su infancia transcurrió entre la temprana residencia en el Lower East Side de Manhattan y un traslado a Harlem, motivado tanto por circunstancias económicas como por la peculiaridad de su propia familia. En casa se celebra con devoción el Yom Kippur y los mayores hablan Yiddish y observan los preceptos Kosher, mientras los más jóvenes aprenden a desenvolverse en inglés.
El primer párrafo del libro lo anuncia así:
“Pleno verano. Los tres
incidentes quedarían siempre asociados en su memoria, más duraderos, más
destacados que cualquier otra cosa de aquel verano de 1914, su primer verano en
Harlem. Qué extraño también que la llegada de los parientes de mamá, el
traslado a Harlem y el ominoso verano de 1914 coincidieran, como si todo su ser
y sus costumbres quedaran socavados por la fuerza de la historia disfrazada por
el simple hecho de la llegada de sus nuevos parientes. Mil veces pensaría en
vano: si hubiera ocurrido unos años más tarde. Todo lo demás podría ser lo
mismo, la guerra, los nuevos parientes: si hubiera podido tener, hubiera podido
vivir algunos años más en el Lower East Side, digamos, hasta su bar mitzvá. Bueno…”
Esos puntos suspensivos definen el tono y el curso de la novela. Así de
simples y de inexorables son los asuntos
en la existencia de todo hombre. Si hubiera… si hubiera… las cosas serían hoy
de otra manera. Pero, como los ríos, la vida no puede echar marcha atrás.
Nadie puede vivir borrando el paso anterior para rehacerlo de otra manera. Es
natural entonces que la figura de la culpa nos acompañe desde el nacimiento
hasta la muerte. La culpa y el consiguiente castigo como sucedáneo de la
redención. O al menos es así en la tradición judeocristiana.
Eso explica la alusión al bar mitzvá,
esa sentencia del Talmud que
establece los trece años como la edad en la que una persona es obligada a
observar los 613 mandamientos de la Torá.
Después de cruzar a ese límite, nadie puede sustraerse a los rigores de la
tradición.
Al menos en teoría, porque una de las muchas razones de la desgarradura
existencial de Ira Stigman y de muchos protagonistas de las novelas del otro
Roth, Philip (Nueva Jersey, 1933-2018) así como de los personajes erráticos que
atraviesan la obra de Saul Below, judío de Quebec (1915-2005), están ancladas en
la voluntad de desarraigo como una manera de insertarse en la sociedad de
acogida. Dicho de otra forma: el único camino para hacerse otro, en este caso
un norteamericano.
De modo que el estallido de la guerra y sus repercusiones en la historia y
en la vida de los individuos marca la primera encrucijada en el camino de Ira
Stigman y su familia. Eso explica el recurso de una célebre cita del Enrique VIII de Shakespeare en tanto clave de un recorrido que, como todo lo humano, está marcado por la sospecha de
lo impredecible:
Me he aventurado,
Como revoltosos pilluelos que
flotan sobre vejigas,
Todos estos veranos, sobre
un mar de gloria,
Más allá de donde hago pie.
Mi orgullo hinchado
Me reventó al fin debajo, y
ahora me ha dejado,
Cansado y envejecido para el
servicio, a merced
De una corriente salvaje que
me ha de cubrir para siempre.
Enrique VIII. III, 11
“… A merced de una corriente
salvaje”. Esa es la
sospecha del pequeño Ira en 1914 y la certeza del anciano escritor en 1995, en
ese diálogo infinito con su computadora, que se llama Ecclesias. Expectantes al comienzo y cansados al final: esa es la
parábola que abre y cierra la existencia de todos los mortales. Que se trata de
la misma persona, afirman las convenciones. Pero nada ni nadie puede probar que
el viejo escritor próximo a su fin y el
niño que correteaba por las riberas del Hudson y a menudo se bañaba en sus
aguas sean una continuidad el uno del otro.
Las novelas de Henry Roth, o la autobiografía, como algunos prefieren llamar
a ese colosal intento, no tienen propósito
distinto al de tender un puente hecho de recuerdos y palabras entre uno
y otro.
Los dones de la luz
En la tetralogía de Roth los títulos funcionan a modo de cortinas que
filtran la luz, al tiempo que delimitan las distintas etapas de la vida del
protagonista y la de quienes lo rodean, incluidas las turbulencias de la
Historia: las guerras mundiales, la quiebra financiera de 1929, las sucesivas
oleadas de inmigrantes provenientes de todos los rincones de la tierra. De esos
filtros de luz emergen los recuerdos, una sucesión de imágenes y sensaciones
con los que el narrador intenta reconstruir una historia hecha de fragmentos.
Su obra participa de la misma condición desmesurada del Ulises de Joyce, En busca del
tiempo perdido, de Proust, Guerra y
Paz de Tolstoi o Del tiempo y el río,
de Thomas Wolfe. Cada uno de los autores utiliza y potencia un determinado
sentido en su viaje exploratorio. Para unos es el olfato, para otros el oído y
su condición musical, mientras para unos cuantos el tacto, sobre todo en su
dimensión erótica, es el punto de contacto con el mundo y sus misterios.
Henry Roth recibió los dones de la luz y por eso se asoma al mundo con
mirada de pintor: desde niño recorre las calles del Lower East Side y de Harlem
y más tarde de media ciudad, fijándolo todo con diminutos alfileres en cada uno
de los rincones de la memoria. Decantadas por el paso del tiempo, esas imágenes
se convertirán en palabras con las que se tejerá el entramado de novelas que
llevan estos títulos: Una estrella brilla
sobre Mount Morris Park, Un trampolín
de piedra sobre el Hudson, Redención
y Réquiem por Harlem. Con la
capacidad de los grandes pintores para el detalle, la voz de Ira describe el
destello del sol en la corriente del
Hudson cuando la mañana aún es joven; se detiene en el tono sombrío de las
fachadas de los barrios pobres, en contraste con la luz natural que parece
nacer en las casas de los suburbios
ricos; la visión de un condón usado por la pareja de amantes furtivos que
emerge con prisa de entre el bosque del Central
Park se le revela como intuición de las dichas y pavores por venir;
las piernas perfectas de una mujer que
desciende por las escaleras del metro; la
enorme campana de una torre que con su repicar parece convocar a los
habitantes del mundo entero que no paran de desembarcar en Nueva York. “
Hágase la luz”, dicen que dijo Dios el primer día de la creación, y
los escritores como Henry Roth ya
estaban allí para convertirla en la sustancia misma de su obra.
Entre los que desembarcaron en Ellis
Island se contaban por millares los hijos de Las doce tribus perdidas de
Israel: judíos rusos, alemanes, polacos, sefarditas y húngaros trataban de
hacerse a un lugar en ese mundo del que ni siquiera conocían el idioma.
La familia de Ira proviene de la Galitzia austrohúngara, en el corazón de
la hoguera desde donde se propagaría la primera gran guerra y la consiguiente caída del Imperio Austrohúngaro. Por el lado de la familia del padre destacan nombres como Meyer,
Kharche, Simon, Gabe, Clara, Jacob o Chaim y Leah. La madre tiene parientes que se llaman Hannah, Saul,
Leibel, Ida o Moishe.
En medio de esa atmósfera plagada de normas religiosas que observar, el pequeño se siente sujetado por un corsé. Muy rápido intuye que si quiere hacerse un camino en la nueva sociedad tendrá que romper todos los lazos, antes de que llegue la hora de su bar mitzvá. Por eso prefiere frecuentar a los irlandeses que controlan el vecindario aunque lo discriminen, lo insulten y le propinen más de una paliza por el simple hecho de ser judío: algo le dice que es parte del precio que deberá pagar si quiere un día llegar a a ser él mismo; poco importa si no tiene claro lo que eso signifique.
En parte por presión familiar y otro tanto por su afán de hacer suyo el
modo de vida americano con su “ Self made
man” a modo de evangelio, Ira se desempeña
en distintos trabajos de medio tiempo, mientras trata de
encontrar en la escuela alguna
señal que le indique hacia dónde debe dirigirse: es ayudante en una
distribuidora de comestibles enlatados; fallido asistente en una oficina de
abogados , vendedor de boletos en una empresa de autobuses y pregonero de
refrescos y cacahuetes en el estadio de
béisbol , donde un día tiene su propia
epifanía americana cuando ve saltar a la cancha al gran Babe Ruth. La siguiente
revelación tendrá lugar ocho días después en el mismo estadio; mientras baja
las gradas después de entregar un refresco, vuelve la vista para atender a otro
comprador y entonces ve a la mujer, sentada unos metros más arriba y olvidada
de sí misma en su emoción por los avatares del juego:
“La mujer no era joven.
Tendría unos cuarenta años, no era bonita, era más bien rolliza…¿estaba sentada
deliberadamente con las piernas abiertas? “Coño”, la palabra surgió
espontáneamente de los labios de Ira. Un coño grande y rojo con un felpudo
negro que en el momento de verlo lo invadió de deseo, lo hizo caer en un
espasmo súbito y desmayado”.
En su recorrido, hace amigos. Fiel a su consigna prefiere a los no judíos: ya ha habido demasiados en su vida. Uno de esos amigos no judíos es Farley, despreocupado y brillante atleta que gana con aparente facilidad las competencias entre escuelas. Torpe en la pista, Ira lo admira y se regocija con sus éxitos. Sobre todo, agradece su manera tranquila de aceptarlo y lo siente más cerca de su corazón por eso. Pero un día se produce un quiebre: proclive a los pequeños robos tan frecuentes en las aulas, Ira roba la costosa pluma estilográfica de un compañero rico- todos van a la escuela pública- y en un gesto de devoción se la regala a Farley unos días más tarde. Una vez descubierto, recibe una dolorosa lección sobre las diferencias entre el mundo viejo y el nuevo. Mientras el director de la escuela lo ve como la pilatuna de un chico que debe ser corregida con una ejemplarizante expulsión, su padre descarga sobre él el martillo judío de la culpa y el castigo que le pesará durante una parte de su vida como una carga de plomo: una razón más para alejarse de esa atmósfera opresiva.
El tiempo recobrado
“Recobrar el tiempo”, como si estuviera acumulado y bien guardado
en alguna parte. Empresa inútil esa. Sin
embargo todos se empecinan, sean escritores o no. Ese empeño se expresa por
todas partes: en el cancionero popular y en la gran poesía; en las
conversaciones de café y en las cartas de amor o desamor. En sus conversaciones
con la computadora Ecclesias, el
anciano Ira vuelve una y otra vez sobre el asunto. Por ejemplo, en la memoria
del aparato, el episodio del robo y sus
secuelas queda registrado así:
“Pero lo sabía, o creía que
lo sabía, al menos en parte, pero todo eso era demasiado, demasiado confuso
ahora, demasiado indescriptible, sí, no solo el robo de la cartera, de las
plumas, de las reglas y transportadores. No, había llegado demasiado lejos en
su interior, sin remordimientos, cruel e incorregible, el robo de las plumas
solo era una parte de lo prohibido que sentía dentro de sí, solo una parte del
mal corrosivo. El robar se superaba pronto; puede que nunca volviese a robar,
que nunca volviese a robar realmente algo de otra persona. En eso tenía la
facultad de elegir. Lo otro estaba amalgamado, fundido con el éxtasis corporal,
con un nombre que nunca debía pronunciar. Lo otro no podía negarse a hacerlo”.
“Todo tan confuso, tan
indescriptible”. No hay
remedio, al final solo podemos recuperar, a duras penas, los sedimentos del
tiempo. El anciano escritor lo sabe, y por eso ama la simplicidad de M, su
mujer, su sabia manera de moverse por el mundo, como si lo supiera todo desde
siempre, lo suyo no es tanto un descubrimiento como una comprobación. Es ella,
virtuosa pianista, además, quien lo acompaña en esa lucha tenaz por descubrirse
a sí mismo. Así se lo hace saber a Ecclesias:
“Oh, qué cosas pasan, Ecclesias, qué cosas nos pasan, a mí, a nosotros, a mi querida mujer y a mí, este
14 de enero de 1985; a nuestros herederos, a nuestro país, a Israel, qué cosas
pasan. El escritor Clarence Garner, mi buen amigo, solía arremeter contra las
novelas de generaciones familiares (él pensaba en Thomas Mann). “Odio esas
novelas de generaciones, ¿tú no? ¡No las aguanto!, exclamaba”. Creo que estoy de acuerdo con él, pero esto es diferente,
Ecclesias: todavía tengo que descubrirme a mí mismo…”
Henry Roth
Por más que esté de acuerdo con su amigo Clarence, el novelista sabe que
debe escribir su propia novela de
generaciones familiares. Es el único- y último – recurso para cerrar o tratar
de cerrar el círculo perfecto que es,
en últimas, la vida de todo hombre. Le ha tomado medio siglo comprobar
que, por más tozuda que sea su voluntad de desarraigo, siempre le resultará
imposible: nuestras raíces están
enterradas más allá de nosotros, de nuestros padres y abuelos, porque datan de
los mismísimos tiempos de la creación y acaso más atrás. Lo ve con claridad cuando se descubre perturbado por las
noticias que llegan desde Israel, de su eterna confrontación con el
mundo árabe. Miles de años después, las Doce
Tribus Perdidas de Israel renuevan
cada día su diáspora.
A esa altura del camino es su única certeza: nunca pudo, y ya no podrá, ser
un americano de América.
El amor después del amor
Y siempre, sutil y desprevenida, la presencia respetuosa de M, su mujer, a
modo de bálsamo para curar las heridas, las culpas dejadas por su relación
incestuosa con Minnie, su propia hermana dos años menor que él, para entonces
una niña de catorce años. Del sexo con su prima Stella y de su relación de diez
años con Edith, una profesora
universitaria mayor que él. Para variar, Ecclesias
debe escuchar esa confesión:
“Ecclesias. Ecclesias, las
oportunidades perdidas, rechazadas, y la vida decente que podría haber tenido,
y que perdí y rechacé.
-Sí, el corazón lo anhela
todo, los dos extremos y el centro. ¿Cómo habrías conocido a M., te pregunto
por millonésima vez? ¿Cómo habrías escrito una novela notable?
De la novela puedo pasar,
pero no de M. No solo me preocupa lo que habría hecho sin M., tanto o más me
preocupa lo que ella habría hecho sin mí. Y no es que me halague a mí mismo.
Porque su tierna, escondida, reticente feminidad, su sensibilidad de artista,
su nobleza, su auténticamente única y sin embargo nada esnob necesidad de
compañía, todo eso contrastado con una tristeza innata, junto al reconocimiento
de la hipocresía y su pretendida crianza en la clase media.”
Y, una vez más, las distintas formas del verbo haber como resumen de
una vida, de todas las vidas: hubiera, habría, hubiese. Siempre un condicional
en el camino para anular toda posible tentación de certeza. Si no podemos
volver atrás, porque nos convertiríamos en estatua de sal como la bíblica mujer
de Lot, solo nos queda la duda, el acertijo, la conjetura. Para el novelista, la ilusión de recuperar al
menos una parte del tiempo perdido, aunque a duras penas sea eso, una ilusión
como tantas otras, cuyo recuerdo deja en el cuerpo y en el alma una sensación
tan amarga y dulce como la que se desprende de esta imagen recobrada por el
narrador cuando se remonta más de medio siglo atrás, siguiendo las hilachas de
memoria que lo conducen a uno de los viajes en tren con su amigo Larry, una de
sus amistades siempre truncas:
“… El tren había vuelto a
aminorar la marcha. Ira sintió algo extraño, como si fuera él el que estaba
aminorando su velocidad, como si las fantasías, las caprichosas ilusiones,
estuvieran aminorando su velocidad, toda aquella nueva promesa maravillosa, el
aspecto prístino de las cosas, la esperanza de un mundo en otro sitio…en algún
sitio…quizá…más anhelado porque…porque…no, estaba chiflado”
Ahora, viejo y próximo al final, Ira lo ve con plena lucidez: ese disminuir
de la velocidad es un primer presentimiento de la muerte, entonces tan lejana y
puesta en suspensión aparente por el furor de la corriente salvaje que los
versos de Shakespeare supieron expresar tan bien.
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