Un domingo en matiné
El escritor
Rigoberto Gil se ve a sí mismo, de niño,
hurgando ansioso entre la caja de basura dejada por un empleado a la puerta del
teatro de La Celia
Como si buscara
una moneda de oro, sus dedos escarban entre colillas de cigarrillos- en esos
tiempos se fumaba en los teatros-, pedazos de cartón y papeles estrujados.
Pero su tesoro
es otro: los retazos de celuloide en los que, vistos a contraluz, podía
contemplar en plena acción a sus héroes
tempranos: Ringo, el pistolero infalible; el durísimo Yul Brynner en Los Siete Magníficos y Santo, El enmascarado de plata.
Todavía se
estremece cuando evoca el día en que se
asomó al abismo de las tetas de Gina
Lollobrigida agitándose en lo más profundo del escote.
La película en
cuestión tenía un título imposible de olvidar: Tuya en septiembre.
Rigoberto nació
en La Celia en 1966. Las películas serían su primer contacto con
el mundo en ese pueblo apretujado entre montañas.
Tres décadas
después, su profesión de maestro lo llevaría por el mundo: México, Argentina,
Estados Unidos, España, Alemania, China.
Pero nada
parecido al mundo de ilusión que el cine le brindó en su infancia. De esa
materia estamos hechos los humanos.
En el nido de
las águilas.
Arrinconada
contra las montañas a la orilla del río Monos,
La Celia fue el último territorio en ser poblado por colonos en lo
que hoy es el Departamento de Risaralda. No por casualidad durante mucho tiempo
se dijo que las águilas eran las
únicas aves capaces de llegar hasta esas
alturas.
Un grupo de
familias que pretendían llegar hasta San José del Palmar en busca de tierras
para cultivar se arriesgó a subir la montaña. Se movían atraídas por tres
nombres que les sonaban a promesa: “La
selva”, “Sabaletas” y “La Celia”. Esas tierras eran propiedad de los
herederos de un colonizador llamado Martín Ortiz Romero. Allí se cultivaba fríjol y maíz, que no solo constituían la
dieta diaria de los campesinos, sino que les servían de unidad de cambio en los trueques por manteca, carne y sal.
La sal que se
producía en las fuentes de La Martinica,
La Rica y San Agustín.
Corría el año de
1910. Muchos fugitivos de la Guerra de
los Mil Días se habían refugiado en
esas cumbres. Con el paso de los años fundaron veredas que bautizaron con
nombres como El Tigre, La Secreta, La
Zelandia, La Playa, El Silencio, El Tambo, Momblan, La Capilla San Carlos y una veintena más.
En El tigre nació Alirio Montoya, un
campesino andariego que un día llegó a Pereira, estudió contabilidad en una escuela comercial, trabajó en un
banco, tuvo cuatro hijos con tres mujeres distintas y un día de 1979 se marchó con un grupo de aventureros en busca del todavía creíble Sueño Americano. Arriesgando
el pellejo ingresaron a territorio norteamericano en las proximidades de
El Paso. Allí se dispersaron. Cada
uno siguió su camino y no se volvieron a encontrar hasta noviembre de 2016 en
unas fiestas aniversarias de La Celia.
Alirio tiene la
cabeza calva y usa un sombrero aguadeño para protegerse del sol. De su cuello pende una cadena de oro con la
estampa de la Virgen de Guadalupe. En
el brazo derecho luce el tatuaje de un
pájaro en llamas.
“Me lo hice cuando estuve prisionero durante dos años
por una pelea que tuve con unos mexicanos que me querían tumbar en un
negocio”, dice, sentado en el banco de un parque en
La Virginia, al lado de la estatua de El caballero Gaucho, el célebre
cantor cuya música es casi la banda
sonora de los pueblos de esta zona,
hechos de pura tenacidad, desarraigo y nostalgia.
“Durante el tiempo que viví en San Antonio, Texas, me
hice amigo- o bueno, un poquito más que amigo- de Gloria, una profesora nacida en Apía, que se ganaba la vida
cuidando los hijos del ejecutivo de una petrolera. El ex marido de ella había
sido profesor de secundaria en casi
todos los municipios de Risaralda y se conocía su historia desde la fundación.
“Conversando con Gloria conocí mucho más acerca de La Celia de lo que
aprendí durante los seis años de estudio que tuve, pues solo cursé
hasta primero de bachillerato. Hasta me aprendí el himno de La Celia, del que
no había sido capaz de memorizar ni una estrofa.
“Supe, por ejemplo, que en 1903 empezaron a llegar los
primeros pobladores, entre los que se contaban Leonorcita Ruíz, Martín Orozco, Juan de la Rosa
Jaramillo y Félix Gómez, aparte de Teodoro Luaiza y Laureano Loaiza, que no
eran parientes como mucha gente cree:
uno era de apellido Loaiza y el otro Luaiza.
“Esas personas
se establecieron a la orilla del río Monos y empezaron a tumbar monte para
sembrar los cultivos y poner a criar sus animales. Al mismo tiempo parían hijos
que daba miedo. Fueron sus descendientes
los que fundaron veredas y cuando quedaba poca tierra se fueron para El Águila, un pueblo que sufrió mucho durante
La Violencia de liberales y conservadores. Otras familias se
instalaron en San José del Palmar, donde se emplearon como peones o se
convirtieron en pequeños propietarios de tierras que dedicaron a la agricultura
y la ganadería.”
El rastro del
conquistador
Transcurría el
siglo XVI. La embestida conquistadora se
desplegaba de norte a sur y de este a oeste, siguiendo el curso de los ríos o
utilizando los caminos de indios. A
troche y moche Jorge Robledo se había abierto paso desde Antioquia
atravesando las tierras de los armas y ansermas, atraído siempre por el señuelo
de las minas y por las grandes fuentes
de sal, tan codiciadas como el oro.
La leyenda de su
paso por estas tierras todavía alienta en los viejos relatos. Algunos insinúan
que en busca del río La Vieja cruzó
por un territorio conocido tres
siglos después con el nombre de Barcelona,
en alusión a una fonda caminera donde
los viajeros jugaban a las cartas mientras se aprovisionaban de víveres y licor. Según
relatos bastante difusos, los ejércitos de Robledo habrían pasado por allí, bajando después a fundar Cartago Viejo y Cartago Nuevo, es decir,
la actual Pereira y la actual Cartago
Pero es solo la
estela de una leyenda.
Lo cierto es que la fonda Barcelona operó como un punto de encuentro de gran vitalidad. Allí
se congregaban campesinos oriundos de Santuario y Balboa, conocida todavía como
Alto del Rey. Cuentan que en ese
punto se hicieron grandes negocios y se jugaron fortunas a los dados. Según el relato, más de un aventurero que
buscaba la ruta hacia el Valle y el Chocó dejó sus ahorros de toda la vida en
las mesas de ese lugar que en el pasado
había tenido nombres de por sí
premonitorios: “El embudo” y “La Guaca”.
Tras el vuelo de
los pájaros.
Antes de que el
periodismo deportivo acuñara el
apelativo de escarabajos para
referirse a esos ciclistas que arañaban
a puro pedal las cuestas de este país hecho de montañas, los habitantes de La
Celia organizaban carreras de ciclismo
entre su pueblo y El Águila, la localidad del Valle del Cauca colgada sobre la
cresta de la montaña, a mil ochocientos metros sobre el nivel del mar.
Los entusiastas participantes recorrían ese tramo
de carreteras sin asfaltar, pedaleando
entre yarumos y cafetales sin más incentivos que el goce de estar vivos.
De vez en
cuando desviaban la mirada hacia las cunetas y sus ojos se
topaban con el horror: los cuerpos acribillados a tiros o descuartizados a
machetazo limpio que les formulaban preguntas desde su mutismo inapelable.
Y las
preguntas siempre han tenido
respuestas, dependiendo de la época.
En estos riscos
los quimbayas libraron batallas feroces contra bandos enemigos, que muchas veces estaban integrados por facciones
de su propio pueblo.
En algunas
crónicas de Jorge Robledo, Pascual de Andagoya y Cieza de León es posible rastrear vestigios de esas batallas.
Más tarde, en
una nueva oleada migratoria, llegaron a la zona colonos provenientes de Valparaíso,
Jardín y Jericó, que sumados a
campesinos de Santuario y Apía poblaron
lo que hoy es El Águila.
Muchos pleitos
de tierras se dirimieron a machete y escopeta. Los cuerpos de las víctimas fueron
abandonados a la vera del camino por donde cruzaron los ciclistas varias
décadas después.
Como un árbol
enfermo que engendra ramas letales, las violencias se reprodujeron en la zona. La de liberales y
conservadores. La de los narcos. La de
todos los demás.
Tanto, que el
escritor Germán Castro Caicedo cuenta en
su libro Colombia amarga como, bien entrados los años setenta, se consumaban en
La Celia venganzas heredadas.
Familias enteras
tuvieron que abandonar el pueblo sin más
equipaje que el miedo y la ropa que llevaban puesta. Entre esas familias estaba
la de José Gil, el sastre más reconocido
de La Celia.
El sastre
de San Judas
“Se le tiene, mijo”, responde José Gil cuando un niño le pide
un par de baterías para alimentar su juguete recién estrenado.
Es un tipo tranquilo, que cojea a grandes zancadas en
busca del producto solicitado por los clientes de la sastrería, ubicada en el barrio San Judas de Dosquebradas- en realidad se llama Barrio Otún-,
ubicado a orillas del río que le dio su nombre original.
Como tantas
familias expulsadas de sus pueblos, levantó su casa en el vecindario y se
consagró a ganarse la vida con lo que mejor sabe hacer: “Confeccionar vestidos sobre medida para damas y caballeros, mijo” declara
en el tono pontificial de quien supo hacer de su trabajo una liturgia.
Y sella la declaración apurando un trago largo de cerveza.
“Bien fría mijo. Bien fría, para espantar este calor”
A lo mejor
rememora viejas noches de bohemia en La
Celia, a la lumbre de las canciones de
Olimpo Cárdenas, Julio Jaramillo y Nano Molina, tres sumos sacerdotes de
esa manera tan nuestra de convertir el
desarraigo en canciones.
Un desplazado
dichoso, piensa uno cuando lo ve sujetar el metro para tomarle las medidas
de cadera a una señora muy gorda con
unas nalgas enormes.
Igual que lo
hacía en La Celia.
¡Plop!
Don José es el
papá del escritor Rigoberto Gil, el niño
encantado por la ilusión del cine que
aparece al comienzo de esta historia. Dicen en la familia que el viejo
José se contaba entre los participantes
en las carreras de ciclismo que llevaban de La
Celia a El Águila.
Si uno no
transita el camino que va del padre al
hijo y
del hijo al padre le resultará imposible entender la impronta de la
violencia que recorre las novelas de Rigoberto Gil. Desde El
Laberinto de las secretas angustias, una historia en clave poética sobre la toma del Palacio de Justicia en 1985, hasta Perros
de paja, un abordaje en códigos cinematográficos de la marginalidad en San
Judas, pasando por ¡Plop!, la mirada
que el escritor emprende sobre el drama de los desaparecidos. En todas la
violencia aletea como un presentimiento sobre la vida de los protagonistas.
Bueno. No
siempre como un presentimiento. A veces es certeza pura.
Alirio y la
memoria.
Alirio se quita
el sombrero aguadeño y le hace una reverencia a la estatua de El
Caballero Gaucho.
Su calva- la de
Alirio- resplandece bajo al sol de la tarde.
Estimulada por
el calor, su memoria lo devuelve a los días de infancia y adolescencia, cuando escapaba con su panda
de amigos a disfrutar de largas caminatas por campos y veredas. Con sus manos
de dedos regordetes, empieza a dibujar imágenes en el aire tibio.
La laguna, Los Chorros,
los remansos de los ríos Monos y Cañaveral y el parque Verdum casi se materializan bajo el conjuro de sus manos.
“Los recuerdos de esos sitios
me ayudaron a sobrevivir durante los momentos más duros de mi vida en el
exterior. En los tiempos de mi permanencia en prisión cerraba los ojos y me dedicaba a evocar esos sitios. No sé cómo, pero podía
escuchar el rumor del agua. El canto de los pájaros. El silbar del viento en
los bosques de La Celia. Por eso me hice tatuar este pájaro en llamas. El ave, por supuesto, soy
yo. Eso me dijo Gloria una tarde de domingo, sentados en un parque de San Antonio”.
Después de esa
declaración de principios no cabe una palabra más.
Sólo el
silencio.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
https://www.youtube.com/watch?v=VzAuK5EmeUI
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