¡Auxiliooo!¡Ladrooones! ¡Nos robarooon! vociferan al micrófono los relatores deportivos y los acompaña un coro de dirigentes, empresarios, entrenadores, futbolistas y- los últimos pero no menos importantes-, cientos de miles de aficionados que apostrofan e insultan en todos los idiomas.
La razón de semejante pataleta es obvia: el equipo de sus intereses, y a
veces de sus afectos, perdió, como por lo demás se suele perder en todos los
juegos, incluido el de la vida.
Como todos sabemos, el blanco de los ataques es siempre un árbitro y, en
tiempos más recientes, el VAR, ese aditamento tecnológico que, sólo en teoría,
permitiría impartir justicia sin dejar lugar a dudas.
O al menos esa fue la idea que nos vendieron: el VAR como soporte de las
decisiones arbitrales, cuyo resultado final redundaría en beneficio de un
concepto manoseado hasta el hartazgo: la transparencia como fundamento de la
ética ¿o era al revés?
En todo caso, el asunto siempre me sonó como el caso del ladrón que va a la
policía a implorar justicia contra el fulano que acaba de birlarle lo que él
mismo había robado minutos antes.
Porque ahí reside la clave de todo: los actores de la comparsa saben, pero
fingen ignorarlo, que hacen parte del entramado mafioso de un cartel llamado
FIFA cuyos dirigentes no se cansan de repetir, y en eso no se equivocan, que esa
entidad es “La multinacional más grande del planeta”.
Y lo es, al menos desde que la televisión se perfeccionó y las
transmisiones en directo les permitieron a los potentados dimensionar la
magnitud de un negocio que no ha parado de crecer. Eso explica, por ejemplo, la
multiplicación de torneos y torneítos en todos los lugares de la tierra: donde
quiera que haya un ser humano sentado frente a la pantalla alienta un
consumidor en potencia de cuantos productos circulan en el mercado; desde
automóviles de lujo hasta discursos políticos o religiosos, pasando por
gaseosas sin azúcar, licores sin alcohol, lociones para que ellas caigan
rendidas o laxantes para alcanzar una cagada más placentera.
Eso para no hablar de los mundiales, unos campeonatos donde, en efecto,
participaban los mejores, como esa selección Brasil de 1970, donde el único
superdotado no era Pelé… aunque lo pareciera.
Fue después de ese mundial cuando se empezó a hablar de la “necesidad” de
aumentar el cupo de dieciséis participantes a veinticuatro; luego a treinta y
dos y, desde la llegada de Infantino, el capo que descabezó al no menos turbio
Joseph Blatter, se insiste en que los participantes deberán llegar a la descabellada suma de cincuenta y
dos . Al paso que van, pronto los
competidores serán más de la mitad de los países existentes en el planeta. No
se apuren: ¿Qué tal un partido Vietnam del Norte contra Islas Vírgenes?
Por supuesto, como sucede con todas las formas de pillaje,
siempre habrá nobles pretextos para justificarlo. En este caso se habla de la
“democratización del fútbol”, borrando de un plumazo el criterio de calidad
para reducirlo todo a una ecuación financiera: más partidos igual a más derechos
de televisión vendidos y por lo tanto más facturación en publicidad. El
siguiente eslabón es fácil de predecir: si los aficionados dejan de acompañar a
sus equipos porque pueden ver los partidos sin moverse de casa es problema de
ellos. El resultado son esos partidos jugados con los estadios vacíos, un
paisaje frecuente en América Latina, donde las empresas de televisión,
conchabadas con empresarios, dirigentes y periodistas deportivos se inventan
torneos de pacotilla con el fin de promocionar y vender futbolistas en Europa y
en mercados emergentes controlados por magnates cataríes, chinos, rusos y
japoneses. “La otra mitad de la gloria” le dicen con supersticiosa pompa a un
embeleco de esos.
¿Y el juego? Preguntará un hincha atribulado al no encontrarlo, perdido en
tinieblas como anda.
En realidad, la degradación ha sido vertiginosa. En sus orígenes el Football fue un entretenimiento de las élites coloniales inglesas, dueñas del tiempo libre para permitirse esos lujos. De allí nos vienen palabras tan entrañables como corner, orsai o penalti. Al trasladarse a América, se convirtió en fútbol y ese no es un detalle menor. Con la argentinización del vocablo empezó a bajar de escalón en escalón hasta que el pueblo lo hizo suyo y provocó la desbandada de los aristócratas. El simbolismo político y social salta la vista, al punto de que no es difícil imaginar a Karl Marx haciendo proezas intelectuales con el fenómeno.
Cuando el juego pasó a ser de los políticos el pueblo siguió siendo
importante. Era el tiempo de los cracks indómitos y bohemios que hicieron del
potrero su seña de identidad y la de quienes los seguían. Fue ese el momento
cuando la televisión empezó a mostrarles a los europeos el valor de ese talento
que se daba silvestre a este lado del mundo.
Reviviendo el viejo espíritu colonial, ingleses, españoles, italianos y
a veces franceses, alemanes y portugueses se lanzaron a cazar los mejores
ejemplares en el mercado. Así se fortaleció el poder de empresas como el Real
Madrid, el Barcelona, el Manchester United y el Inter de Milán.
A partir de ahí los tiburones no han quitado el pie del acelerador. A ese
ritmo crearon el mito del futbolista famoso y multimillonario vendido como
modelo a millones de niños y jóvenes en el mundo entero. Es un negocio de doble
vía. El monopolio de las estrellas garantiza la obtención de más títulos. De
estos se deriva más atención mediática y por lo tanto más ingresos que permiten
adquirir nuevas estrellas. El círculo de los poderosos se cierra así cada vez
más.
A resultas de todo eso surgió el negocio de las apuestas. Poderosas empresas,
entre ellas algunos equipos célebres, se hicieron con esa nueva veta del
negocio, abriendo las puertas a otras formas
de corrupción de las que se lucran todos los componentes de lo que el
eufemismo llama “la cadena productiva”: deportistas, representantes,
dirigentes, empresarios, periodistas y
el resto de la fauna.
Con las cosas de ese tamaño, no sorprende que el viejo y conocido grito de
¡Al ladrón!¡ ¡Al ladrón! se escuche cada
vez con mayor insistencia en todos los estadios o desde los micrófonos. Poco importa
si quienes imploran auxilio acaban de asaltar a su propia madre.
Gustavo. Siempre el buen ojo, buen oído, percepciones contrastadas y la crónica cabal y redonda como el balón y espectacular como un grito de tribuna. Habrá contradicciones, ¡Es fútbol puro!
ResponderBorrarEn últimas eso es lo más saludable: las contradicciones; como un balón disputado en el medio campo entre un talentoso que podría ser- digamos- para no salirnos de Colombia, un Jairo Arboleda o un Alejandro Brand y un perro de presa tipo Pedro Sarmiento o Eduardo Pimentel.
BorrarMil gracias por el diálogo.
Gustavo