Toda frontera real o simbólica enuncia una intención de poder y dominación. Por lo tanto define zonas de exclusión. Eso explica que los mapas expresen, en últimas, realidades de tipo geopolítico. Basta con seguirle el rastro a lo que pasa hoy en Ucrania, en Gaza, en Pakistán o en la zona fronteriza entre Estados Unidos y México para hacerse una idea clara del asunto.
En el campo cultural los conceptos de clásico y popular trazan un mapa
imaginario que define criterios, valores, herramientas de análisis y zonas de
exclusión. En esa medida lo clásico se asimila a lo perdurable mientras lo
popular es confinado al territorio de las cosas efímeras. Poco importa en
realidad si la democracia y los medios
de comunicación de masas- una de sus expresiones visibles- han desfigurado esas
fronteras. Contra todo pronóstico, el viejo tópico persiste. Las producciones
denominadas clásicas se asimilan a lo canónico mientras las populares se presentan
revestidas de una condición gaseosa imposible de asir.
Por fortuna, en los territorios reales del arte y la cultura las cosas
están llenas de matices y nos ofrecen un panorama colorido y muy diferente al
monocromo paisaje de blancos y negros
que se nos quiere ofrecer desde algunos centros de poder. Para empezar, clásico
es lo que tiene clase, no en el estrecho sentido socio económico sino en el de
calidad, valor. En esa medida, una pieza sinfónica, un coro griego o el canto
ritual de un pueblo africano pueden ser clásicos y hacer parte de un canon; es
decir, de un listado o catálogo de los valores representativos de una comunidad
que puede ser local universal, concepto este último problematizado por la
llamada globalización.
Justo al lado de lo clásico- no al frente ni en el polo opuesto- florece la cultura popular. Ambos echan raíces en el mismo suelo y proyectan hacia las alturas ramas y frutos que pueden diferenciarse en texturas, olores y colores, pero que igual enriquecen la vida de quienes se alimentan de ellos. Así las cosas, resulta ineludible que esas raíces se junten y se hagan una sola en un tejido que es el de la vida misma. Si en un momento determinado las aristocracias y la naciente burguesía pretendieron apropiarse de lo clásico como elemento de diferenciación, eso no pasó de ser una veleidad sobrepasada por el ímpetu de formas de vida dotadas de la suficiente potencia para desdibujar las fronteras. Basta mencionar los nexos entre la gran ópera y el melodrama para formarse una idea de su común fuente nutricia.
La historia está llena de ejemplos. ¿Qué es El Quijote sino un
clásico de la cultura popular? Es bien sabido que Cervantes, al igual que
Shakespeare, frecuentó las tabernas, las posadas y las plazas de mercado donde
recogió las historias que nutrieron sus relatos. En el campo de la música
abundan los ejemplos de compositores- Brahms entre ellos- que encontraron en
cantos y danzas populares fuentes de inspiración para sus obras. Pasados al
terreno de la pintura, Picasso hizo suyas las imágenes de los pueblos africanos
para incorporarlas con un toque muy personal a esas formas estéticas que
transformaron en muchos sentidos el arte contemporáneo. Fue el genio de esos
autores el que puso las cosas en otra dimensión, no la pertenencia a una clase
social determinada; por eso lo suyo no era legitimar valores si no
trascenderlos.
En otro plano del tiempo y el espacio, cuando Gabriel García Márquez
declaró que Cien años de Soledad
no era más que un vallenato de trescientas cincuenta páginas estaba expresando
una realidad palmaria: la de un patrimonio cultural que se transformaba ante sus propios ojos en una suerte de
milagro bíblico de perpetua muerte y renovación. El asunto es simple: el genio del escritor de Aracataca percibió y
expresó con toda claridad el encuentro entre los instrumentos tradicionales de
los juglares vallenatos (la caja, la guitarra y la guacharaca) y las músicas
europeas sintetizadas en el acordeón, de la misma manera en que supo hacer
suyo el legado de Las Mil y una
Noches recibido a través de España y los relatos orales heredados de los
indígenas guajiros. Fue así como su obra se convirtió en clásica y no por la
bendición de alguna capilla auto investida de poderes celestiales.
Tomemos un último ejemplo: el del nacimiento del rock como una de las más
potentes expresiones de lo popular en el siglo XX. En un principio, los ritmos de los negros
(gospel, spirituals, soul, blues, jazz) eran escuchados con recelo por los oídos puritanos y con
delirios aristocráticos de los blancos estadounidenses. Sin embargo, es tanta
la potencia de ese fermento llegado de África que no tardó en traspasar los límites impuestos, igual que el
tango saltó de los prostíbulos a los salones de los burgueses latinoamericanos y europeos. Al encontrarse
cara cara con ritmos considerados
propios de los blancos, sobre todo de
los terratenientes del sur norteamericano, como el folk o el country, saltó la
chispa de nuevas músicas que no tardaron en adquirir un tinte clásico. Lo
que parecía una moda, pasajera como
todas, está a punto de cumplir cien años, si nos atenemos al juicio de
estudiosos como Charlie Gillet, autor de El sonido de la Ciudad, que le
adjudican a Sister Rosseta Tharpe ( Arkansas, 20 de marzo de 1915, Filadelfia,
9 de octubre de 1973) la partida de nacimiento de ese género proteico que desde
entonces no ha cesado de convertirse
siempre en otra cosa.
Por su condición próxima al prejuicio, los tópicos son difíciles de
erradicar. Tanto, que a veces parecen hacer parte de nuestro material genético.
De ahí que se haga necesario un estado de alerta permanente para no sucumbir a
los cantos de sirena de quienes, contra toda evidencia, quieren vender su idea
del talante irreconciliable entre lo clásico y lo popular.
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:
https://www.youtube.com/watch?v=-88l-M0KgkI
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