martes, 14 de diciembre de 2010

Casas de citas


 El estudiante- de maestría o algo así- tiene el aire compungido de quien  acaba de ver como  el pan tan anhelado se le quema en la puerta del horno. En este caso se trata de un  trabajo de grado pulido con la paciencia de orfebre del que  se juega la mitad de su destino a la educación como forma de  promoción individual. Su propuesta  reúne las condiciones establecidas en los protocolos pero, al parecer, el  aspirante a maestro en algo ha incurrido en una suerte de herejía: por exceso de confianza o simple descuido olvidó citar una  autoridad  que rige los destinos de esa parcela  del conocimiento, y que tiene su sede en una  universidad alemana, austríaca o luxemburguesa. De cualquier forma, uno de esos centros de poder académico donde se inicia una cadena  de reciclaje que, por lo visto, no termina ni en el jardín infantil, pues hasta los párvulos se ven obligados a citar teorías enteras resumidas en una frase que nadie acaba de entender del todo. De modo que  nuestro estudiante, ya entrado en la treintena, tiene que volver  a empezar su tarea hasta que cite de manera adecuada  al gurú, aunque a nadie parezca preocuparle mucho la explicación del  porqué.
Así funciona el poder en todas  partes: los líderes comunales deben hacer fila  ante el  concejal o congresista, que a su vez   fungirá de  interlocutor ante esa entidad todopoderosa llamada Estado. Los  sacerdotes  hacen las veces de  voceros de la feligresía ante los purpurados, quienes en el momento requerido  cumplen el rol de intermediarios ante un pontífice que  se presenta como portavoz   único de la ignota divinidad. Mecánica similar se aplica en el sector privado, donde los operarios reciben instrucciones desde lo alto a través de unos mandos medios que flotan en una especie de tierra de nadie  en la que  el miedo a perder el estatus constituye  el único  móvil.
En el sistema  educativo ese poder se expresa en forma de una cadena de citas que funciona más o menos así: Alguien,  a través de un crédito, de  una beca por méritos o de puro y duro tráfico de influencias consigue llegar  hasta el Sanctasanctorum, ubicado casi siempre  en una ciudad centroeuropea o en un pacífico poblado inglés  o norteamericano,  donde  obtiene la patente de iniciado. Con algunas excepciones, el paso siguiente será replicar, sin ubicarlas en contexto y mucho menos confrontarlas con la realidad, las teorías que lo convierten    a su vez en iniciado, aunque con rango menor en la  escala jerárquica.  Es por eso que muchas pruebas de grado no se evalúan por los  descubrimientos que se dan en el transcurso de esa aventura llamada conocimiento, si no por el número de citas acumuladas. Con seguridad, ustedes habrán leído esos ejercicios en los que los argumentos, que deben ser el soporte natural  de una búsqueda personal, son reemplazados por una sucesión ininterumpida de  párrafos que  siempre empiezan  así: “Siguiendo a fulano”, “Citando  a mengano”, “Retomando a perencejo”, “para decirlo con palabras de…”. Al final, uno se queda sin saber qué quiso decir el autor de esa curiosa antología de frases, en la que las  ideas  dejan de ser miradas al mundo, para  reducirse a una colección  de referencias sin mucho sentido, porque hace rato la búsqueda solitaria del conocimiento quedó reducida a  los confines gregarios y peregrinos que son el santo y seña de toda  casa de citas que se respete.

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