El estudiante- de maestría o algo así- tiene el aire compungido de quien acaba de ver como el pan tan anhelado se le quema en la puerta del horno. En este caso se trata de un trabajo de grado pulido con la paciencia de orfebre del que se juega la mitad de su destino a la educación como forma de promoción individual. Su propuesta reúne las condiciones establecidas en los protocolos pero, al parecer, el aspirante a maestro en algo ha incurrido en una suerte de herejía: por exceso de confianza o simple descuido olvidó citar una autoridad que rige los destinos de esa parcela del conocimiento, y que tiene su sede en una universidad alemana, austríaca o luxemburguesa. De cualquier forma, uno de esos centros de poder académico donde se inicia una cadena de reciclaje que, por lo visto, no termina ni en el jardín infantil, pues hasta los párvulos se ven obligados a citar teorías enteras resumidas en una frase que nadie acaba de entender del todo. De modo que nuestro estudiante, ya entrado en la treintena, tiene que volver a empezar su tarea hasta que cite de manera adecuada al gurú, aunque a nadie parezca preocuparle mucho la explicación del porqué.
Así funciona el poder en todas partes: los líderes comunales deben hacer fila ante el concejal o congresista, que a su vez fungirá de interlocutor ante esa entidad todopoderosa llamada Estado. Los sacerdotes hacen las veces de voceros de la feligresía ante los purpurados, quienes en el momento requerido cumplen el rol de intermediarios ante un pontífice que se presenta como portavoz único de la ignota divinidad. Mecánica similar se aplica en el sector privado, donde los operarios reciben instrucciones desde lo alto a través de unos mandos medios que flotan en una especie de tierra de nadie en la que el miedo a perder el estatus constituye el único móvil.
En el sistema educativo ese poder se expresa en forma de una cadena de citas que funciona más o menos así: Alguien, a través de un crédito, de una beca por méritos o de puro y duro tráfico de influencias consigue llegar hasta el Sanctasanctorum, ubicado casi siempre en una ciudad centroeuropea o en un pacífico poblado inglés o norteamericano, donde obtiene la patente de iniciado. Con algunas excepciones, el paso siguiente será replicar, sin ubicarlas en contexto y mucho menos confrontarlas con la realidad, las teorías que lo convierten a su vez en iniciado, aunque con rango menor en la escala jerárquica. Es por eso que muchas pruebas de grado no se evalúan por los descubrimientos que se dan en el transcurso de esa aventura llamada conocimiento, si no por el número de citas acumuladas. Con seguridad, ustedes habrán leído esos ejercicios en los que los argumentos, que deben ser el soporte natural de una búsqueda personal, son reemplazados por una sucesión ininterumpida de párrafos que siempre empiezan así: “Siguiendo a fulano”, “Citando a mengano”, “Retomando a perencejo”, “para decirlo con palabras de…”. Al final, uno se queda sin saber qué quiso decir el autor de esa curiosa antología de frases, en la que las ideas dejan de ser miradas al mundo, para reducirse a una colección de referencias sin mucho sentido, porque hace rato la búsqueda solitaria del conocimiento quedó reducida a los confines gregarios y peregrinos que son el santo y seña de toda casa de citas que se respete.
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