En una de esas incursiones armadas que son pan de cada día en la historia de muchos pueblos pequeños de Colombia hace casi diez años resultó destruida la sede del cuartel de policía en el corregimiento de Santa Cecilia, puerta de entrada al Departamento del Chocó.
Desde entonces los agentes de policía están exiliados en el local donde funcionaba la Casa de la Cultura y en lugar de libros, instrumentos musicales o trajes típicos el visitante tropieza con fusiles, pistolas, charreteras, municiones y botas de campaña apilados en los salones donde una vez algún adolescente descubrió los poemas encendidos de Porfirio Barba Jacob o una muchacha le dio rienda suelta a los ritmos milenarios que corrían por sus venas, al son de un mapalé compuesto por un autor tan genial como desconocido.
La imagen constituye por si sola la postal de un país donde las pistolas y quienes las empuñan juegan un papel más importante que los libros y sus autores, con todo y lo que eso significa para las esperanzas de construir una sociedad donde los vencedores no sean siempre los que gritan más fuerte o los que pegan más duro. Para muestra no tenemos un botón, si no miles. En una conversación ocasional con varios niños estudiantes del Colegio Suroriental de Pereira, cinco de ellos respondieron que cuando sean grandes quieren ser traquetos . A su vez las niñas afirmaron que sus modelos femeninos a seguir son las arquetípicas mujeres de mafiosos, heroínas de las telenovelas que acaparan los índices de sintonía en Colombia.
Acto seguido, en uno de esos establecimientos nocturnos donde se divierten los jóvenes de estrato medio y alto, un grupo de ejecutivos animados por el tequila insisten en que es una imperdonable injusticia eso de que se juzgue a los paramilitares y sus cómplices políticos, por benévolas que sean las condenas, cuando , y lo dicen convencidos : “Han arriesgado el cuero para salvarnos de los que se quieren apoderar de ese país”. Poco parece importarles que una de las razones que explican la violencia en Colombia reside precisamente en que desde hace mas de un siglo un grupo cada vez mas reducido se apoderó de ella y no tiene la mínima intención de renunciar a sus privilegios para permitir el surgimiento de algo que se parezca a la justicia social.
Más adelante, en un congreso de representantes gremiales un dirigente expresa sin sonrojarse que “Este país lo que necesita es más chumbimba, a ver si por fin nos dejan trabajar tranquilos” como si no fuera suficiente con una historia nacional que naufraga en un mar de sangre, sin que se planteen alternativas civilizadas a la vista.
Lo grave del asunto es que, en los tres casos, se trata de personas que a pesar de la diferencia de edad tienen o han tenido acceso a través de la educación a lo que desde hace más de tres siglos se conoce como El Proyecto de la Ilustración , una suerte de utopía basada en la idea de que el conocimiento del universo y sus leyes es el mejor camino para inventar un mundo donde la infamia y la arbitrariedad no constituyan la única impronta. Por lo visto, para esas personas los libros en particular y la cultura en general son apenas un embeleco de poetas y de intelectuales despistados ,a todas luces menos seductores para ellos que el chocar de las botas y el estallido inapelable de las balas.
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