jueves, 24 de marzo de 2011

Libros y pistolas


En una de esas incursiones armadas que son pan de cada día en la historia de  muchos pueblos pequeños de Colombia hace casi diez años resultó destruida la sede del cuartel de policía en el corregimiento de Santa Cecilia, puerta de entrada al Departamento del Chocó.
Desde entonces los agentes de policía están exiliados en el local  donde funcionaba la Casa de la Cultura  y en lugar de libros,  instrumentos musicales o trajes típicos el visitante tropieza con fusiles, pistolas, charreteras, municiones  y botas de campaña  apilados en los salones donde una vez algún adolescente descubrió los poemas encendidos de Porfirio Barba Jacob o una muchacha  le dio rienda suelta a los ritmos milenarios que corrían por sus venas, al  son de un mapalé compuesto por un autor tan genial como desconocido.
La imagen constituye por si sola la  postal de un país donde las pistolas y quienes las empuñan juegan un papel más importante  que los libros y sus autores, con  todo y lo que eso significa para las esperanzas de construir  una sociedad donde los vencedores no sean siempre los que gritan más  fuerte o los que pegan más duro. Para muestra no tenemos un botón, si no miles. En  una conversación ocasional con  varios niños estudiantes del   Colegio Suroriental de Pereira, cinco de ellos respondieron que cuando sean grandes  quieren ser traquetos . A  su vez  las niñas afirmaron que sus modelos femeninos a seguir son las    arquetípicas mujeres de mafiosos, heroínas de las telenovelas que acaparan los índices de sintonía en Colombia.
Acto seguido, en uno  de esos establecimientos nocturnos  donde se divierten los jóvenes  de estrato medio y alto, un grupo de ejecutivos animados por el tequila insisten en que es una imperdonable injusticia eso de que se juzgue a los paramilitares y sus cómplices políticos, por benévolas que  sean las condenas, cuando ,  y lo dicen convencidos :  “Han arriesgado el cuero para salvarnos de  los  que se quieren apoderar de ese país”. Poco parece importarles que una de las razones que explican la violencia en Colombia reside   precisamente en que desde hace  mas de un siglo un grupo cada  vez mas reducido se apoderó de  ella y no tiene la mínima intención de renunciar  a sus privilegios para permitir el surgimiento de algo que se parezca a la justicia social.
Más adelante,  en un congreso de representantes gremiales un dirigente expresa  sin  sonrojarse   que “Este país lo que necesita es más chumbimba, a ver si por fin nos dejan trabajar  tranquilos” como si no fuera suficiente con una historia nacional   que naufraga en un mar de sangre, sin que se planteen alternativas civilizadas a la vista.
Lo grave del asunto  es que, en los tres casos, se trata de personas que a pesar de la diferencia de edad tienen o han tenido acceso a través de la  educación a lo que  desde hace  más de tres siglos se  conoce como  El Proyecto de la Ilustración, una suerte de utopía basada en la idea de que el conocimiento del  universo y sus leyes    es el mejor camino para inventar un mundo   donde la infamia   y la arbitrariedad no constituyan  la única impronta.  Por lo visto,  para esas personas los libros en particular y la cultura en general son apenas   un embeleco de poetas y de intelectuales  despistados ,a todas  luces menos  seductores para ellos que el chocar de las botas y el estallido inapelable de las balas.

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