En esa obra tragicómica que es la Historia de Colombia resulta singular la manera como muchos de sus actores pasan de las páginas sociales de periódicos y revistas a las judiciales, casi sin solución de continuidad. Un día aparece en las sociales un congresista dorándose al lado de su muñeca de silicona en una playa del mar Caribe y a la semana siguiente lo vemos descender de un avión comercial, esposado y custodiado por agentes de policía, acusado de adelantar su gestión en abierta connivencia con mafiosos, guerrilleros, paramilitares o las tres cosas juntas. En el segundo capítulo nos topamos con uno de esos jóvenes genios de las finanzas que amasan fortunas en un abrir y cerrar de ojos en el reino de la especulación financiera. Está celebrando la llegada del nuevo año en una discoteca de la ciudad amurallada de Cartagena, rodeado de algunos especímenes de la fauna silvestre del jet set internacional. Días después lo descubrimos protagonizando una crónica roja con estafas y crímenes de por medio: su fortuna había sido amasada mediante fraudes y artimañas que dejaron en la ruina a miles de pequeños inversionistas. El tercer acto de la puesta en escena nos presenta a la alta ejecutiva de una entidad oficial flotando en una piscina de champaña a bordo de uno de esos cruceros que le dan la vuelta al mundo cargados con esa población bronceada y ansiosa que hace las delicias de las revistas del corazón. El problema es que, apenas a la vuelta de unas semanas vemos a la misma señora, ojerosa y pálida, ingresando a una dependencia de la fiscalía porque resultó que su universo de artificio estaba sostenido por el dinero de los contribuyentes, en un giro inesperado de lo que ahora se ha dado en llamar los carteles de la contratación.
En la sutil frontera que separa las páginas sociales de las judiciales alienta la corrupción en todas sus manifestaciones. Y el fuego que la alimenta es, por supuesto, el arribismo, esa lacra mental y social que lleva a las personas y a las familias, a no detenerse ante nada con tal de acceder a los símbolos de prestigio y reconocimiento. Todo posible código ético o noción de respeto queda anulado ante lo que parece una sentencia bíblica al revés : trepe como sea, mijito, arrástrese primero, pisotee después, adule, falsifique, amenace , mate, aprópiese, desplace, masacre pero trepe, que es el único medio posible de ingresar a esa suerte de paraíso contemporáneo que son las portadas de las revistas de negocios y farándula. No importa si esas mismas revistas lo descuartizan después, en ese acto de canibalismo ritual que es propio de los humanos desde el comienzo mismo de los tiempos: nadie podrá quitarle lo bailado, ni sacarlo de esa portada que permanecerá durante generaciones en el álbum familiar como prueba de las cimas que se pueden alcanzar cuando se carece de escrúpulos. Se omitirá , eso sí, cualquier mención de las simas a las que se puede descender cuando la ambición convierte al individuo en un animal enloquecido. Eso lo supieron los antiguos griegos, como puede rastrearse en las tragedias de Sófocles. Lo recrearon con despiadada agudeza escritores como Dostoievsky , Balzac, Stendhal, o Scott Fitzgerald, geniales exploradores de los abismos de la condición humana. Pero tuvimos que esperar la llegada de los periódicos modernos para comprender que, tal como lo intuyeron las viejas sabidurías, el destino de los mortales puede cambiar de plano con solo dar vuelta a la página.
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