“El vapor ancla
en el puerto, un lugar solitario, desnudo de árboles, donde apenas hay un par
de casuchas de madera, contrahechas por el tiempo, de las cuales una hace las
veces de insegura bodega y en la otra se amontonan los pasajeros en espera de
coches y cabalgaduras para ir a la población”.
Por lo desolado,
el paraje descrito podría ser uno de esos lugares de la tierra abandonados de
Dios y de los hombres, tan frecuentes en
las historias de Joseph Conrad.
En realidad es
el sitio de destino del joven Ricardo, protagonista masculino de Rosas de
Francia, la novela del escritor Alfonso Mejía Robledo, publicada por primera vez en París en 1926, por la Casa Editorial Franco- Americana.
En este punto
empiezan los equívocos. La historia narrada
en el libro no tiene relación alguna con ese país considerado durante
mucho tiempo como epicentro de la Gran Cultura salvo, tal vez, por las rosas
que la protagonista femenina de la obra, Lucila, cultiva con esmero en su jardín y suele lucir como adorno prendidas
a la cintura.
Pero además su
autor es un hombre nacido en 1897 en un
diminuto poblado llamado
Villamaría, hoy perteneciente al
departamento de Caldas. Muy temprano su familia se afinca en
Pereira, una pequeña población que para
la época todavía no contaba medio siglo
de fundada. Cómo llegó este hombre, comerciante de oficio y escritor de
profesión, a editar su libro en una editorial
ubicada en el 222 del Boulevard Saint Germain de París es
parte de la aventura emprendida
por los investigadores Rigoberto Gil Montoya
y César Valencia Solanilla, cuyos resultados publica el sello editorial
Alma Máter, en un texto cuidadosamente
editado, que incluye la segunda versión
de la novela, corregida en su momento por el autor y precedida en este caso de
un minucioso ejercicio crítico.
Se trata de un trabajo sin precedentes en nuestro
medio. En general, críticos y lectores
han acogido el lugar común que reduce a Pereira a una ciudad de comerciantes,
por completo indiferentes a los asuntos del arte y la producción intelectual.
La sola
escritura y publicación de la novela en una época tan temprana, bastaría
para desvirtuar el prejuicio. Sin embargo, los autores de la investigación no
se conforman con tan poco. Todo lo contrario: estimulados por la lectura del texto original, se
adentran en una rigurosa pesquisa a través de periódicos, revistas, archivos y
testimonios personales, hasta
reconstruir la urdimbre familiar, social, económica , política y cultural que le permitió a un hombre joven,
solo en parte dedicado al mundo de los negocios, asumirse como artista en un
medio precario y por lo tanto proclive a reducir las expresiones artísticas a
la condición de simple excentricidad.
La anécdota de
Rosas de Francia no difiere mucho de las de cientos de historias publicadas
durante el romanticismo tardío. Un hombre joven y dado a la aventura, se cruza en el camino de una muchacha cuya
familia funda su prestigio en las
pretensiones aristocráticas propias de la
época. En el medio surgen los
elementos habituales del género: obstáculos de índole familiar conducen
a la heroína hasta la postración física,
en una revalidación de la enfermedad
como expresión visible de los destinos truncados. Lo valioso en realidad
reside en la decisión del autor: contar la misma historia de otra manera ha
sido siempre el propósito de los creadores genuinos. Y Mejía Robledo lo era al punto de que en el momento de su
muerte, acaecida en 1978, seguía
empecinado en el viejo propósito de morir y dejar obra.
El trabajo de
los profesores Gil Montoya y Valencia Solanilla se define entonces en un cruce de caminos: el de la biografía
del autor; el de la Pereira de la época en que fue concebida y publicada su
obra y el de la novela Rosas de Francia
como referencia de un momento fundacional, en una población que desde muy temprano y con los recursos
disponibles ensayaba su propio diálogo con el mundo a través de una arriesgada
aventura estética. Al final del recorrido nos comparten sus descubrimientos en este libro
de 500 páginas, cuyo mayor acierto consiste en devolvernos, a través de
un rastro de aromas lejanos, hasta las raíces mismas de nuestra tradición
literaria.
Esas palabras que cita al principio, estimado Gustavo, suenan tan frescas como si hubieran sido escritas ayer mismo. Bellas, precisas, nostálgicas, conteniendo cierto aroma a lugares entrañables. Que el autor sea tan antiguo me hace pensar en la novela María de su compatriota Jorge ¿Isaacs?, que leí hace tantísimo tiempo y, sin embargo, me pareció una novela desfasada, mal envejecida, a pesar de que trata de una temática que siempre tiene vigencia. No sé, tal vez el estilo del autor suena rancio para estos tiempos. Apelo a su conocimiento para sacarme de la duda o corregirme si es que estoy equivocado. Un saludo.
ResponderBorrarApreciado José: los libros, como los buenos vinos, deben envejecer bien. De allí depende que pasen a ser clásicos o se diluyan en su tránsito a través del tiempo. Aunque siempre queda flotando en el medio la cuestión de los gustos. Borges, poco afecto a los relatos extensos, habló una vez con generosidad de la obra de Isaacs, considerada por muchos un mero ripio del romanticismo europeo, y sobre todo francés.
ResponderBorrarEn mi caso, encuentro más bondades en Rosas de Francia que en María. Pero -bienvenidas sean las paradojas- en su momento los lectores de la primera la considerron una mala destilación de la segunda.
Coincido con usted: la frescura del primer párrafo de Rosas de Francia trasciende el momento en que fue escrito y eso es lo primero que se le debe pedir a un texto.
El problema con "María" del tal Isaacs es que no es un vino, sino una colada de leche, por eso cuanto más envejece más mortecina, putrefacta y descompuesta resulta su lectura. A mi me pareció vomitiva durante el bachillerato, supongo que ahora los norteamericanos utilizan la novela para torturar prisioneros en Guantánamo, y fuera de chistes, sería muy efectiva.
ResponderBorrarA pesar de que copia a Francia casi todo, "María" tiene algo original, como no, si estamos en Colombia: se empeña en exaltar la esclavitud y la subordinación de los negros casi tres décadas después de abolida la esclavitud. Ya que en eso si no se copiaban de los franceses los terratenientes del Valle del Cauca, en eso de la liberté, la fraternité y la egalité, pues. Ni antes ni ahora.
Como el artículo no es sobre "María" sino sobre el tal Alfonso Mejía Robledo y en vista que no he leído la novela "Rosas de Francia" y probablemente nunca lo haré, me limito a copiar una anécdota personal, por comentar no más: Don Alfonso tuvo una hermana de rostro hermoso, exuberante como una Heliconia, con nombre homónimo a la impoluta golosina de Isaacs. Esta María no vivió en haciendas suntuosas ni palacetes del Segundo Imperio, sino en fincas cafeteras entre el monte, soportando un marido tan brutal como borracho que fue, por más señas, mi bisabuelo. Don Alfonso cultivaba ese romanticismo francés pálido y tuberculoso que ya en Isaacs era decadente 60 años atrás, sembrando metáforas extranjeras como se siembran rosas: arrancándolas completas y transplantando en otra tierra. Mientras los vendetelas jugaban a la literatura, el arriero José Los Santos se mataba a machetazos con su vecino por una mujer, Manuel Ángel el mocho iletrado se hacía millonario especulando con tierras y vacas en la esquina del almacén donde nuestro hombre imaginaba doncellas. Pedro el finado peleaba con los jaguares y desbrozaba maniguas y fornicaba con su mula en las espesuras de las selvas del río La Vieja, más abajo de las propiedades de la familia Mejía Robledo. Josefina y Poliarco aventureaban sacando guacas por la serranía con el ruido luminoso que los espíritus hacen en viernes santo. Esos eran cuentos de hombres y mujeres que vivían como los venados y las dantas, relatos de montañas y frailejones, de cargas de café y caña molida. Historias como las de María mi bisabuela, que tarareaba canciones tristes de tiple cuando trasegaba montada en cargas de mula las quebradas de una tierra indomable, que convertía a los hombres en bestias salvajes. Historias mil veces más interesantes y originales, mil veces más propias y cercanas, mil veces menos aburridas, que esos relatos de pálidos y tuberculosos. Porque este es un país fértil donde crecen las rosas. Pero se dan mucho más bonitas las Heliconias, así crezcan entre el rastrojo.
Cami.
Qué saludable dosis de ácido sulfúrico para este debate, apreciado Camilo. Aunque no comparto en su totalidad sus argumentos- pienso que " esos relatos de pálidos y tuberculosos" tuvieron un sentido en su contexto- si me parece que ponen en discusión varios de los tópicos manejados en la historia de la ciudad. Me refiero a los arrieros y "vendetelas", por ejemplo. Ahora bien: en el mundo abundan los escritores que se ganaron la vida como comerciantes y eso no le resta un ápice a su obra. Es más: pienso que la enriquece con otras visiones y experiencias del mundo. Cito un caso : Silva no es menos poeta por intentar ganarse la vida regentando un almacén de ultramarinos. La diferencia reside en que a él lo dignificaron el fracaso y el suicidio.
ResponderBorrarMe parece excelente y digno de aplauso el trabajo de tus dos profesores, Gustavo. Esa tarea de reconstrucción cultural de una época y de las circunstancias de un escritor, así como el enfoque crítico de la obra, siempre tendrá su lugar en la biblioteca de una persona culta… o de un snob, que muchas veces son la misma persona; sobre esto recordemos el papel de los snobs en la evolución del arte moderno. Dicho esto, aclaro que he disfrutado mucho con el comentario de Camilo, una maravilla de elocuencia, garra y sentimiento.
ResponderBorrarAsí es Camilo, mi querido don Lalo: ojalá en los foros de Internet todas las personas tuvieran la capacidad para polemizar con tal dosis de vehemencia sin perder la altura.
ResponderBorrarPasando a su idea de los snobs, sin ellos no hubiese sido posible una obra como la de Proust, lo que ya es mucho decir.
Le comento Gustavo que acá en México La María es una novela muy solicitada, hablando de literatura colombiana. La verdad yo no he podido terminarla y no sé si sentirme mal o bien. Pero sí tiene razón en lo de Borges: en sus obras completas, en Prólogo de prólogos, si no me falla la memoria, hay un prólogo a este libro de Isaacs. Por otro lado, en varias introducciones a la literatura lationamericana se le nombra. Me parece que nos falta más lectura de otros autores como Vargas Vila y su 'Aura o las violetas' creo que se conoce más 'La María' entre los de mi generación. Igual pasará con Alfonso Mejía Robledo y esta historia, 'Rosas de Francia´' que si tiene imágenes tan bonitas como la descrita en el primer párrafo, no cabría la dicha..
ResponderBorrarApreciado Eskimal: gustos aparte, María es un referente ineludible de la literatura colombiana. Por lo demás, creo que nos hace falta más lectura, no solo de Vargas Vila, sino de todos los autores, empezando por los más célebres, que a su vez viven en la paradoja de vender muchos libros pero ser poco leídos.
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