Aunque lo parezca,
un siglo y cien años no son la misma cosa. El primero da la sensación
de cosa hecha, de asunto concluido.
Tanto, que se recurre a una etiqueta
para definirlo. El siglo de Pericles.
El siglo de oro español, el siglo de la
reina Victoria o el siglo de la Ilustración. De siglos está hecha la Historia
con mayúsculas, con su profusión de acontecimientos magnificados
por los expertos en organizar el pasado. En los siglos cada cosa
tiene su lugar y nada parece resultado del azar o de los sobresaltos desencadenados por las pasiones humanas. Ese
orden, siempre artificioso, es el padre de la creencia en el sentido de la Historia.
Cada suceso generaría otro, en una cadena
de causas y efectos capaz de explicar
por si sola las expresiones más
sórdidas o sublimes de la aventura
humana. Con los siglos no hay, pues, apelación. Su sino es, si se quiere, el de
la fatalidad. Y su reino el de las grandes masas y los líderes capaces de conducirlas
hacia la utopía o el desastre, que al final resultan ser lo
mismo
Los años en cambio nos remiten a las pequeñas dichas y
desventuras de los hombres. No hay en
ellos lugar para las grandes gestas. Apenas , sí, para el ensayo recurrente de ese relato inacabado que es
toda vida. Si los siglos parecen una
amplia autopista hacia alguna tierra de promisión, los años se
acercan más a una madeja tejida y destejida por alguien que aguarda su
recompensa diaria expresada en asuntos tan simples e irremplazables como un
beso, un adiós, una melodía o un plato servido en la mesa. Su territorio
es el de los juglares, los contadores de historias, los poetas o los místicos. Los años son las letras, las
palabras y las frases de un relato a
veces entrañable y en otras doloroso dirigido a preservar nuestras breves historias individuales de la disolución
definitiva.
Tomemos dos obras maestras de la literatura latinoamericana. Imaginemos una novela titulada Un siglo de soledad ¿Habría
allí lugar para la anónima y por eso
mismo ilustrativa saga de la familia Buendía, extraviada en los meandros de la
sangre y en los caminos tortuosos de la
guerra? Me temo que un siglo no sería suficiente: se precisa del
paciente inventario de los años
para dar cuenta de ese éxodo hacia una
suerte de paraíso vuelto de revés donde todos los actos conducen hacia la
desmemoria y la desolación.
Pensemos en cambio en un libro
titulado Los cien años de las luces.
Algo no encaja. Alejo Carpentier se hubiese extraviado en un laberinto de
pequeñas anécdotas sin encontrar la
esencia de ese momento de la historia
anclado en una fe ciega en la ciencia y
la razón como instrumentos capaces de alejar las tinieblas de la ignorancia y
la superstición, facilitando de paso la feliz convivencia entre los seres humanos. No importa si al final
la medicina resulta peor que el mal.
La elección de títulos como Cien
años de soledad o El siglo de las luces no es, pues, aleatoria: responde a la necesidad de ubicar la materia narrada en un contexto capaz de ayudarnos
a recordar que la Historia grande
está amasada con pequeñas historias sin
las cuales ni el más épico de los
relatos sería posible.
Don Gustavo, hace rato que pasamos de los siglos y los años, a los 15 minutos de Andy Warhol. Hay que aprovecharlos, porque son desechables. Mañana en portada habrá "la nueva estrella de...", "los diez nuevos mejores autores de..", "las cinco nuevas películas que tienes que ver antes de...", o las "5 más grandes novelas de...", que desbancan con una rapidez fulminante a las que habían cosechado la gloria y los elogios el día anterior.
ResponderBorrarYo, cuando pienso en eso, me acuerdo de los frailejones en la Laguna del Otún, que llevan medio milenio o más, viendo pasar el mundo, sin ponerse a hacerle reverencias a nadie: que los imperios nazcan y sucumban, mientras ellos ganan unos cuántos centímetros más en su búsqueda de la inmensidad.
Saludos. Cami.
Qué bello eso del final, apreciado Camilo : " Que los imperios nazcan y sucumban, mientras ellos ganan unos cuantos centímetros en su búsqueda de la inmensidad". Como , según dicen, en literatura todo lo que no es autobiografía es plagio, no se sorprenda si un día le robo esa imagen.
ResponderBorrarHúrtela sin cuidado. Pertenecemos a la misma legión de plagiarios.
BorrarSaludos.
Cuánta razón tienen sus percepciones, amigo Gustavo. No sería lo mismo la Guerra del Siglo que la Guerra de los Cien Años, en la que Inglaterra y Francia se desangraron lentamente. El solo evocar tantos años, transmite claramente la idea de un conflicto larguísimo, inacabable, desesperante por lo eterno que debió parecer. Un siglo suena tan corto como un resumen, como una vida, más o menos. Cien años, evoca al “inventario de los años” de muchas vidas y, por ende, un torrente interminable de historias y experiencias. Me anoto también eso de “inventario…” por si las moscas, para un plagio futuro, claro que sí. Y qué bueno que haya retornado a la red para seguir disfrutando de sus anotaciones.
ResponderBorrarAdelante , apreciado José. Digo, con lo del inventario. Después de todo cada ser humano contribuye con lo suyo a la escritura de esa Historia grande tejida con los hilos de las historias pequeñas.
ResponderBorrarDices bien, porque la medida del devenir cronológico no tiene necesariamente su correlato idéntico en el plano del espíritu, de la transformación y representación de las ideas. Tuve el primer atisbo de esto cuando comencé a escribir en un diario. No tenía mucho respeto por las palabras: creía que estaban a mi servicio, que importaban por su sonido, no su significado. Me despertó con un sopapo verbal el secretario de redacción, que era un escritor de verdad (de nombre Antonio Di Benedetto). Me dijo en un pasillo: "Usted ha escrito en un epígrafe 'los montes milenarios'. Cuántos años cree Ud que tienen los montes"? Todavía recuerdo el calor de ese día de hace unos cien años. Mis montes milenarios eran una mala imagen poética, mientras que el periodista debía hablar de la edad geológica de los montes si no quería pasar papelones.
ResponderBorrarQué lección, mi querido don Lalo. Por eso pienso que la lectura de buena pesía debe hacer de la formación del periodista. El sentido del ritmo, el silencio, la palabra precisa, lo que apenas se sugiere constituyen la esencia de una buena historia... Y, de paso, nos ayudan a entender la diferencia entre un siglo y cien años.
ResponderBorrarNo lo había pensado Gustavo. Pero recuerda usted con este artículo que hay que tener mucho cuidado con las palabras, cada una pone o quita algo en la literatura, en la vida misma.
ResponderBorrarSaludos, desde un cerro mexicano.
Esos si que sabian de los asuntos del tiempo... digo, los mayas y los aztecas, apreciado Eskimal.
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