“Bueno es culantro...pero no
tanto”, dicen en algunas regiones colombianas para referirse a una situación
que en principio les resultó novedosa y
atractiva, pero muy pronto se tornó pesada hasta la náusea.
Eso es lo que ha empezado a
sentir un creciente sector de la sociedad frente a las andanadas y vituperios
del expresidente Álvaro Uribe cada vez que algo no le gusta o no corresponde a
la medida de sus intereses. Incluso
muchos de quienes en principio
respaldaron a rajatabla sus prejuicios
convertidos en doctrina política rondan ahora los límites del hastío.
Bien sabemos que la obsesión del
poder constituye una de las formas extremas de locura. Tanto, que quienes la
padecen se pasan la tercera parte de la vida tratando de alcanzarlo. Una vez
obtenido dedican otro tanto a conservarlo. Y cuando lo pierden consagran lo que
les resta de aliento a recuperarlo a cualquier
precio. Abran un libro de
Historia y encontrarán miles de pruebas.
Pero lo de este hombre ha
superado todos los límites. Buen comunicador y encantador de multitudes, como
corresponde a la tradición culebrera paisa, ha sabido aprovechar como nadie el poder multiplicador de las
redes sociales para mantenerse en boca de la gente, y sobre todo en los
primeros planos de los medios de comunicación.
Como estos últimos viven en
esencia del escándalo, todo lo que el hoy senador publica en Twitter es replicado y acentuado hasta la exasperación.
Los 140 caracteres parecen un formato hecho a la medida de su megalomanía: no hay que pensar mucho y, en su
defecto, las emociones atávicas se encienden con facilidad, desatando una reacción en cadena imposible de
controlar. Palabras como patria, bandidos y traidores tienen la capacidad casi mágica de despertar lo más primario del
ser nacional.
El 15 de junio, día de la segunda
vuelta electoral en Colombia, fui testigo de un hecho singular. Eran las seis de la tarde. Para un reportero
de televisión la noticia a esa hora no
era el triunfo del presidente Santos y el consiguiente respaldo a sus
propuestas de paz sino el silencio de
Uribe. El hombre examinaba la pantalla de su teléfono digital y miraba a
su alrededor con el aire ansioso y desamparado de un adicto acosado por el
síndrome de abstinencia. Incapaz de
controlar su incertidumbre, se preguntaba
a qué horas se pronunciaría el artífice electoral del partido Centro
Democrático. El asunto resultaba claro: por alguna razón, el periodista
necesitaba y esperaba el trino del expresidente.
Por esos motivos, como me cuento entre quienes piensan desde hace muchos años
que la veneración despertada por Uribe en
un sector de la sociedad obedece a su capacidad para encarnar
las facetas más irreflexivas del ser nacional, me atrevo a formular una propuesta, que empezaré a poner en
práctica en mi blog: que los medios, los caricaturistas y los ciudadanos dejen de hacer las veces de caja de
resonancia de sus declaraciones, insultos y amenazas. Tal vez así consigamos
que algún día, abrumado por tan ensordecedor silencio, decida retirarse a apacentar vacas en su hacienda El
Ubérrimo y podamos iniciar un nuevo
capítulo de la vida nacional, esta vez
sin su sombra.