Etelvina nació en Fredonia, Antioquia, en junio de 1908. Martín Evelio lo había hecho un año
antes en Aguadas, Caldas, durante
un abril lluvioso de 1907. Los dos viajaron todavía niños, por caminos distintos,
en compañía de unos padres que buscaban tierras baldías para sembrar maíz y
fríjol, los dos productos básicos en la dieta de los colonizadores.
Sus vidas se cruzaron tres
lustros después, en la Semana Santa de
1923, en la iglesia de un pueblo colgado de un barranco, conocido por sus
habitantes como “La villa de las cáscaras” y fijado en los mapas
con el nombre de Apía, vocablo tomado de
los pueblos indígenas que habitaban la zona. No tuvieron que decirse
muchas cosas antes de casarse en la misma iglesia en una ceremonia sin pompas ni excesos.
Como ellos fueron cientos, miles
de familias de andariegos que un día
empacaron sus pocos enseres y su numerosa prole y se embarcaron en una travesía
que los llevó a poblar caseríos fundados una o dos décadas atrás en el territorio que hoy lleva el nombre de Risaralda.
Con alguna excepción, no eran
colonos ricos, dotados de recursos para comprar tierras o despojar de los suyas
a quienes habían vivido una aventura
similar al finalizar las guerras de independencia. Se reproducían con fervor
bíblico, pues necesitaban brazos para
cultivar la tierra y vientres fértiles que
garantizaran descendencia.
Cuando apenas empezaban a recoger
los frutos del esfuerzo, casi todos fueron víctimas del despojo y la violencia
durante esa sangrienta confrontación en
la que los campesinos conservadores y liberales pusieron los muertos mientras
gamonales y hacendados extendían los
límites de sus predios con la complicidad de autoridades venales. Para los historiadores fue otro capítulo en la larga historia de
muerte y desplazamientos que han caracterizado
la apropiación de la tierra en
Colombia.
Fueron ellos los protagonistas de
un éxodo que derivó en el rápido y desordenado crecimiento de ciudades como
Bogotá, Medellín, Cali y Pereira.
De paso, sus brazos contribuyeron a la
consolidación de un emergente sector
industrial y comercial en esas ciudades.
Quienes se quedaron en los
pueblos presenciarían, como en una
película devuelta una y otra vez, el paso de
unas formas del horror cuya única
diferencia residía en los nombres de sus protagonistas: gerrilleros,
paramilitares, narcos, autoridades. Entre la violencia y la pobreza generada por las periódicas crisis del café muy pronto
emprendieron una nueva diáspora que esta vez
los llevó a lugares remotos de la
tierra. Ni en sus más delirantes noches
de insomnio los viejos fundadores imaginaron que sus nietos y bisnietos acabarían habitando lugares como Londres,
París, Tokio, Madrid, Roma o Barcelona.
La necesidad produce esos fenómenos.
Esos pueblos se llaman hoy Quinchía, Guática, Mistrató, Belén de Umbría, Apía, Balboa, La Celia,
Santuario, Pueblo Rico, Marsella, La Virginia, Santa Rosa de Cabal y Dosquebradas.
Con su capital, Pereira, conforman hoy
el Departamento de Risaralda, resultado de las pugnas políticas y los intereses
económicos que condujeron a su irrupción como unidad administrativa un primero
de febrero de 1967.
Hoy en Apía no hay un solo descendiente de Etelvina
y Martín Evelio. Nathaly, su
bisnieta, vive desde hace diez años en Sidney , Australia. Por correo
electrónico me contó la historia de sus
mayores. Sobra advertir que no tiene intención de regresar a una región y a un país a los que ve desde la
distancia como una suma de negaciones: todo lo contrario a la región de
oportunidades promocionada en folletos
turísticos.
Cada año, durante los festejos de
rigor, se suele abusar de palabras como gesta, estirpe, pujanza, raza. Quién
sabe si esa no sea la manera que
encontró un pueblo proclive a la hipérbole y el
eufemismo para disimular la
desazón que van dejando en el alma y la piel tantas esperanzas aplazadas.
Tesón, gallardía, titanes, nobleza, y otra cantidad de adjetivos que le encantan a Epifanío Mejía o Uribe Vélez. Cada pueblo inventa sus epopeyas. La de nosotros es una historia de arrieros.
ResponderBorrarSaludos. Cami.
Ah, carajo : no me había fijado en la conexión entre el lenguaje de los patriarcas Mejía y Uribe, apreciado Camilo. Siempre crei que lo que llaman " el alma antioqueña" estaba condensado en los versos de Gregorio Gutiérrez González y Jorge Robledo Ortiz. Sorpresas te da la vida.
ResponderBorrarEres un fiel representante de eso que algunos llaman "narrativa latinoamericana".
ResponderBorrarUn abrazo.
HD
Bienvenido a este mesón de diálogos, estimado Humberto. Aliento la esperanza de que estos encuentros sirvan, al menos, para curarnos de la desmemoria.
ResponderBorrarMe llama poderosamente la atención esa fragmentación política del territorio colombiano que es apenas un poco mayor al nuestro. Más de una treintena de departamentos contra apenas nueve de mi país. Ni el inmenso Brasil tiene tantos estados, creo. Un engorroso esfuerzo para cualquier escolar aprenderse de memoria por lo menos los nombres de todos. ¿se imagina la cantidad de dinero que se despilfarra en solo mantener a tantos gobernadores y su consiguiente burocracia? Ni hablar de los diputados y otros “servidores públicos” que suponen otra terrible sangría. ¿A qué se debe esta extraña atomización del poder: violencia, migración, desplazamiento interno, sobrepoblación, u otras causas varias? Da la impresión de que Colombia se ha construido a partir de feudos o fundos particulares.
ResponderBorrarMucho de lo anterior, apreciado José. En primer lugar, luego de las llamadas Guerras de Independencia contra la corona española, lo que en principio eran fuerzas unificadas frente a un enemigo común se fragmentó en numerosas facciones, cada uno con su propio caudillo.
ResponderBorrarDe allí se desembocó a una disputa entre partidarios del modelo centralista y federalista que desencadenó varias guerras civiles. No por casualidad a uno de esos periodos se le conoció como " La Patria boba".
Sumo y sigo: las luchas feroces por la apropiación de la tierra y la consiguiente formación de latifundios fue otro factor de incidencia en esa fragmentación que a usted le llama la atención. Y faltan datos de otros municipios.
“No tuvieron que decirse muchas cosas antes de casarse en la misma iglesia en una ceremonia sin pompas ni excesos.”
ResponderBorrarHace no sé cuántos años, cuando recién comenzaba a afeitarme y no sabía cómo cortejar a las chicas, me pregunté sobre la forma en que mis padres y abuelos habrían “conversado” el amor, de jóvenes, antes de casarse. No me atreví a preguntarle a mi padre, pero sí a mi abuelo (el pudor tiene sus caprichos). El viejo, de origen humilde (aunque, como maquinista de ferrocarril, alcanzó bastante prestigio social entre sus conocidos), me dijo que no se reconocía en ninguna de las técnicas que utilizaban los amantes “modernos”, representados entonces en los guiones de radioteatro. El cariño, a comienzos del siglo XX, incluso en ausencia de chaperones, se manifestaba en frases amables, con gestos de cortesía, confidencias y relatos, frases de doble sentido, sí, pero sin las expresiones y excesos románticos que luego adoptaron las nuevas generaciones. En el amor de aquella época no se mencionaba (mucho) el amor. “Nunca se me ocurrió utilizar la palabra “amor”, me dijo el abuelo. “A lo sumo un ‘te quiero’, pero nunca lo repetiría en público.” Después, ya hablando en broma, para escabullirse de un tema incómodo, me dijo que el amor, a su juicio, era un invento de la clase media. Mira lo que son las cosas, años después escuché lo mismo en boca de un profesor de filosofía.
Qué maravilla de estampa, mi querido don Lalo. Incluso para enamorarse había que ser discreto y evitar las estridencias. Siempre he pensado que hay algo falso en esas puestas en escena de los sentimientos, cosa que los viejos ya sospechaban.
ResponderBorrarY mire por dónde : ayer domingo 1 escuché en la radio que " según una investigación científica, un buen porcentaje de los gemidos que las mujeres emiten durante el sexo son fingidos". No sé quién hizo las mediciones y calculó los porcentajes pero, en esencia, el asunto apunta en la misma dirección: la teatralización de las emociones para impresionar al otro... o a los otros.