En los corrillos de los nuevos
hinchas globalizados no se habla de otra cosa. Desde que el Fútbol Club
Barcelona y Juventus de Turín resultaron
finalistas de la Liga de Campeones de
Europa el morbo no ha cesado de agitarse. Incluso se corren apuestas sobre en
qué momento el delantero Luis Suárez morderá a
algún integrante del equipo italiano ¿ Al finalizar el primer tiempo? ¿al comenzar la
segunda etapa? También se especula
acerca de quién será la víctima. ¿Carlos Tevez? ¿El portero Buffon? ¿el
mismísimo Giorgio Chiellini, en
una suerte de acto de justicia que se muerde la cola.?
Por supuesto, estamos apenas ante una muestra de la natural
crueldad humana. Al fin y al cabo lo que
nos hermana no es el amor al prójimo,
sino el anhelo de verlo caer... para sentirnos buenos después fingiendo que lo
ayudamos a levantarse.
Y no es que la gente
profese una suerte de inquina
contra ese formidable delantero uruguayo. Es más: casi todos admitimos que Suárez es víctima
de sus propias pulsiones incontroladas.
Un porcentaje amplio de aficionados
reconoce que la sanción impuesta por
Fifa fue desmesurada y, de paso ,
lamenta que el castigo nos impida verlo en la próxima Copa América disputando
el título de goleador con Messi, James Rodriguez, Neymar,
Vidal y Cavani, para mencionar
los favoritos.
Una lástima , pero desde el
comienzo de los tiempos alguien tiene que hacer
el papel de villano, para redimirnos de paso a todos los demás. En su frondoso libro La rama dorada, el
antropólogo y escritor Sir James
Goerge Frazer documenta con profusión de
detalles la forma como pueblos de todos
los confines de la tierra sacrificaban a hombres y mujeres sindicados
de haber violado alguna norma de la tribu. Más tarde , en el proceso
de “civilización”, acabarían
reemplazándolos por animales hasta que,
para resumir, se creó la figura del “ Chivo expiatorio”, tan conocida por
todos.
Bien sabemos que la vida es una
puesta en escena. Cada día salimos a la calle provistos de las máscaras necesarias para sobrevivir. El
buen ciudadano, el padre responsable, la madre abnegada, el hijo obediente, el juez
cumplidor de la ley, el amante fiel...
en fin, la lista de roles es tan vasta como el número de los hombres. Y es allí
donde empiezan los problemas : al menor descuido se cae la máscara y el mundo
nos sorprende desnudos en la plaza. De
ahí la eterna queja: “Ya no eres la
que yo conocí”, reclama el amante despechado. “Antes de asumir el cargo
usted no se comportaba así” protesta el viejo camarada ante los cambios
experimentados por el amigo revestido de poder. Pero no hay tal cambio: se
trata en últimas, de la caída de una
vieja máscara y su remplazo por otra.
Se asume una nueva cara , que a
su vez se perderá cuando la vida nos ponga en una nueva encrucijada.
En tiempos premodernos el mito cumplía la función de asignar y
modificar roles. La historia del ladrón
bueno y el ladrón malo en el relato de la crucifixión es una prueba de ello.
Uno y otro son necesarios para
trasmitir el mensaje del perdón y , de
paso, el discernimiento entre el bien y
el mal.
Pero estamos en la era del
espectáculo, donde el mito devino impostura y el rito se convirtió en farsa.
Por eso solo nos quedan los famosos como única
posibilidad de redimir nuestras
propias flaquezas. En esa suerte de espejo fragmentado nos vemos reflejados en la celebridad escogida. Cristiano Ronaldo, el soberbio ostentoso.
Lionel Messi, el engreído ensimismado. París Hilton, la
casquivana tonta. Luis Suárez... bueno...
En su momento las hordas digitales agotaron los calificativos para referirse al
uruguayo. El más amable de ellos quizá fue caníbal, no recuerdo bien.
“ La vida es un cuento narrado
por un idiota, lleno de ruido y furor”, escribió William Shakespeare. Varios siglos después William Faulkner retomó
la frase para el título de una de sus
novelas. A los dos los asistía una certeza : la vida como impostura. Como
puesta en escena en la que nos
escondemos para no asumir nuestras verdades profundas. Verdades como las
de Luis Suárez o las de tantos hombres y mujeres que asumen la
amarga tarea de hacerse lapidar
para que los portadores de una y mil
caras podamos salir cada día a la calle a representar el propio papel.
El caso de Luis Suárez, su culpa, su negación, su confesión a regañadientes y, finalmente, su rehabilitación mediática, parece una metáfora con ecos bíblicos. Enseña tantas cosas... la más atractiva es la forma en que opera la credulidad popular ante cualquier pavada que hacen o dicen sus héroes. ¿Recuerdas que millones de uruguayos, con el presidente a la cabeza (uno de los mandatarios mas íntegros del momento), estaban dispuestos a jurar por su inocencia? Supongo que el agente, o mejor todavía, la mujer de Suarez, tuvo la sensatez de hacerle ver que la situación era insostenible. Gracias a esa sensatez, Suarez es hoy una de las cuatro o cinco figuras más festejadas de su deporte. Estamos ante una versión moderna de la expiación: si te confiesas en público, si eres famoso y contribuyes al espectáculo, el perdón es rápido y completo. Casi casi como si te confiesas en el programa de Oprah Winfrey.
ResponderBorrarDejaré esto por acá, don Gustavo, y me retiraré lentamente...
ResponderBorrarCami,
"“Cualquier historia de las esperanzas y desdichas de un solo hombre, de un simple muchacho desconocido, podía abarcar a la humanidad entera, y podía servir para encontrarle un sentido a la existencia” Ernesto Sábato, Abaddón el exterminador, Seix Barral, Barcelona, 1982, pp. 16
El gran confesionario: eso son los realities, empezando por el programa de Oprah Winfrey, mi querido don Lalo. Son una versión , en directo y con audiencia plena, del viejo mito de la expiación. Pero eso sí, con la diferencia de que hoy la pauta suma millones de dólares compensados por el consumo desenfrenado de los espectadores.
ResponderBorrarMás que oportuna la cita del viejo y querido Ernesto Sábato, apreciado Camilo. Disfrute entonces de su buen retiro.
ResponderBorrarSuena gracioso aquello de ponerle precio a la probabilidad de que Suárez mordisquee a un contrincante en la final de Berlín, y tal vez se pague más que por un gol suyo. El morbo está servido. La vida, entendida como el accionar o el rol que toca desempeñar dentro de una sociedad, es una mascarada condenada a repetirse; y el poder político es su mayor y más agudo ejemplo. Cuanto más básica la sociedad mayor facilidad para que la farsa devenga en mito. Será por eso que en países como el mío, campea a sus anchas la impostura.
ResponderBorrarApreciado José : mucho me temo que, tal como lo intuyen muchas de las grandes sabidurías, la vida toda es una impostura.
ResponderBorrarA propósito de eso, acabo de leer Los reconocimientos, una novela portentosa del norteamericano William Gaddis. El meollo de la historia son las falsificaciones y dobleces partiendo del arte como lo que es : la gran metáfora de la existencia. Más adelante hablaremos de ella en este blog.