Emilio Palacín Yance
pertenece a esa estirpe. Anarquista y
militante del movimiento obrero, como fugitivo de la guerra civil española
llegó a las costas de América con la esperanza de hacerse a un destino. En
esa búsqueda pasó por República
Dominicana, Cuba y Puerto Rico, hasta llegar a Cartagena de Indias, donde la
muerte lo esperaba con su puñal aciago. Pero antes, tuvo tiempo de dejar su simiente sembrada en el vientre de
una mujer que fue su amor durante cien días y en el de otra marcada por el sino de la melancolía.
A buscar los rastros de ese
abuelo indómito consagran su vida algunos de sus descendientes. Entre ellos
está Viviana, residente en Washington
D.C. Es una de las protagonistas de la
obra titulada Ritmo, aroma y Tiempo de Palacín, escrita por Guillermo Gamba López
y ganadora del premio nacional de novela Aniversario Ciudad
de Pereira, en 2015.
La historia empieza con un llamado de auxilio:
“Busco mis raíces familiares. Mi
abuelo salió de España a buscar refugio
en República Dominicana. Se llamaba Emilio Palacín Yance. Mis bisabuelos
murieron en la guerra; se llamaban Carmelo Palacín y Ponciana Yance, de Murcia.
“Mi abuela salió una tarde bajo los bombardeos y cuando regresó en la
noche no lo encontró, se escabulló entre el miedo porque Emilio Palacín Yance,
su compañero, estaba amenazado. Huyó porque lo creía muy implicado y temía por
sus vidas. Estaba embarazada y quería proteger a su criatura, pero él ignoraba
que ella estaba esperando un hijo suyo. Después, cuando nació mi padre,
jamás pudieron hallar a mi abuelo para avisarle.
¡¡¡Por favor!!! Si alguien tiene
o encuentra datos, por favor comuníquese conmigo.
Vivo en Washington D.C PBX 895777
Gracias a todos
Viviana”
Nada como el género epistolar
para emprender la búsqueda de las raíces
perdidas. A él han apelado poetas
y cronistas, desde el Antiguo Testamento
hasta nuestros días. Enviar y recibir cartas equivale a hurgar en viejos
baúles. El curioso no tarda en encontrar un dato, un objeto, que empiezan
a darle pistas. En los terrenos de la
memoria las cosas hablan. Por eso la
carta de Viviana empieza a recibir respuestas. Entre ellas está la de su primo
Emiliano Palacín, residenciado en Colombia. Juntos empiezan a desenredar una
madeja llena de nombres, de lugares: Teruel, Maceo, Marianao, Cartagena de
Indias, Medellín. En ellos transcurrió la vida de los abuelos, pero también la
de otros seres que se cruzaron en su camino: Hilario Quincozo, Mayita, Sara,
Zenaida, Cecilia la muñequera, Thomasa Barros. Todos son puntadas de un tejido en el que destacan los hijos del
abuelo, huérfanos a temprana edad y absorbidos por esa vorágine de violencias que es la esencia misma de la historia de
Colombia.
Sobre ellos planea una suerte de
ángel guardián: el músico José Bendito
Barros, trasunto, por supuesto, del compositor de “La Piragua”, ese otro himno nacional de muchos colombianos. Tocados
por el don de la ubicuidad, el cuerpo y
el espíritu del músico están presentes donde quiera que alguien necesite
deshacer un entuerto.
Porque una fuerza
omnipresente en las doscientas
veintiséis páginas de la novela es la
música. El mar que trae a Emilio Palacín desde España está impregnado de ritmos sembrados allí por miles
de navegantes embarcados por múltiples razones.
En sus olas alienta el cancionero gitano, sabedor de
olvidos y destierros. En sus
aguas se agita la rebelión de miles,
millones de esclavos desarraigados de unas selvas donde los tambores eran
sangre y corazón. En esas naves viajaron
los dioses africanos cuyo espíritu, en
un esfuerzo de supervivencia, hizo nido en los altares del santoral católico.
El narrador de la novela sabe
que, en últimas, cartas y canciones apuntan en la misma dirección: la búsqueda de la memoria
extraviada. Por eso hace uso de unas y otras para iluminar las insondables
tinieblas de unos personajes que no
pueden escapar al laberinto de una sociedad
roída por la miseria física y moral: los delincuentes que estafan al
abuelo, perfumista y fabricante de jabones.
Los traficantes que secuestran a Clarita para curar la extraña obsesión de un
niño eterno. Las venganzas entre clanes mafiosos de Antioquia. La miseria de
las barriadas de Cartagena de Indias. Todo: lo sublime y lo terrible tienen su
propio relato y su propia banda sonora.
“Temprano”
“Desde el mirador de la casa de la señora Thomasa Barros, Fisgoneo,
asoma un traje de gimnasta al otro lado de la calle, anchísimo. Me da ondas con
una mano. Una hamaca de siete colores, típica de San Jacinto, Bolívar, lo
columpia anudada en soportes endebles; ese andamiaje pide limpieza y sanear sus
fisuras y agrietamientos, se queja desde el dintel. Presiento una caída, una
lesión en un culo al momento menos pensado. Lo mece su primera faena cotidiana
que parsimonia y toca, crea y modifica
una composición; notas que una a otra quieren saltar, romper el
pentagrama y volar con el viento que ondea papeles. Un ensayo en clarinete
cuelga con gancho de atril. Infla unas mejillas y la hamaca acomoda en forma
y hechura del arpa de unas costillas que
empujan acompasadas al ritmo con
soplidos”.
Colgadas de dos cocoteros en la
costa, o de dos árboles bosque adentro,
las hamacas evocan las cadencias del mar, convertidas en acordes por los compositores de sones y
boleros. A ese ritmo está contada la
novela de Guillermo Gamba López. En ese
cruce de cartas uno advierte el aroma del ron,
las danzas de los Orishas y el destino
del abuelo Palacín anclado en la
memoria de sus nietos como una manera de eludir los sortilegios de la muerte.
Guillermo Gamba López
PDT: Les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada:
Agradecimientos Gustavo por la presentación y conceptos emitidos sobre "Ritmo, aroma y tiempo de Palacín". Me enaltecen sus palabras. Ha sido escrita durante varios años y trajinada para salir, tuve la suerte de estar y ganar el reconocimiento.
ResponderBorrarEl lector agradeciado soy yo, apreciado Guillermo. De hecho solo escribo reseñas sobre los libros que me gustan. De los demás que se encargue el tiempo.
ResponderBorrarEsa “búsqueda de la memoria extraviada” y ese sentimiento de desarraigo que parece subyacer en toda la obra-según extraigo de la reseña-, amén de las alusiones a dioses y esclavos africanos traídos al Nuevo Mundo; me hacen evocar automáticamente aquella novela del norteamericano Alex Haley que acometió la monumental faena en busca de sus “Raíces”, remontándose hasta varias generaciones de antepasados. Sospecho que hay ecos, a modo de homenaje, en la novela de su compatriota.
ResponderBorrarNo le quepa la menor duda, apreciado José: en la búsqueda de la raíces existe un punto del camino en el que todos nos encontramos.
ResponderBorrarGustavo. En las historias donde hay una búsqueda de los familiares desconocidos o perdidos, donde se indaga en genealogías, hay algo de suspenso y mucho de ese género cinematográfico nombrado por los gringos como 'roadmovie'.
ResponderBorrarLa epístola también es parte de los viajes y de la indagación. Y veo que el juego literario en 'Ritmo, aroma y Tiempo de Palacín' va por ese lado. Felicidades a Guillermo Gamboa. Si no me equivoco, es el autor del blog 'Gran rojo', el cual sigo.
Saludos.
En realidad, toda vida es una road movie, apreciado Eskimal. Incluyendo su propia banda sonora.
BorrarY sí: Guillermo Gamba es el mismo de el blog Grano Rojo, con todo y su impronta cafetalera.