Soy nieto de Ana
María y Martiniano, dos campesinos de Fredonia y Aguadas, desplazados,
despojados , humillados y ofendidos por la violencia liberal-conservadora, que
viene a ser como la abuela de las violencias de hoy.
El viejo y querido Martiniano sobrevivió a un atentado a
tiros en un recodo del camino que conducía a su pequeña finca. Varias balas le
quedaron incrustadas en el cuerpo. A partir de entonces sus vecinos, en una
prueba de certero humor negro, lo bautizaron con un apodo que no precisa de
mayor ilustración : “Metralla”.
De niño jugué a las escondidas en
túneles y cuevas de espanto, cavados por mis antepasados para esconderse de los machetes y escopetas que
apuntaban al pecho de hombres y mujeres sabios en plantar maíz y recoger café.
De vez en cuando, hurgando entre los guijarros, hallábamos pequeños huesos : falanges, astillas de fémures, cosas así.
De mis compañeros de clase,
Vigoya, que era diestro en matemáticas,
se fue con los paramilitares y se volvió
experto en cercenar cabezas de prójimos a
los que veía por primera y última vez en su vida.
Rodrigo, hábil como ninguno en el campo de fútbol y recitador del Manifiesto Comunista, se hizo guerrillero y voló en pedazos destrozado por una mina que él mismo plantó para destruir a quien consideraba su enemigo.
Laura, a quien besé una sola vez
en un zaguán en penumbras, murió ahogada en su propia sangre a manos de los
verdugos del gobierno de Turbay Ayala. Tengo la fecha tatuada en lo más hondo de mi piel: 12 de mayo de 1979.
En abril de 1970, cuando el niño que fui todavía no cumplía los diez años, el presidente Carlos Lleras Restrepo decretó el toque de queda, con el fin de conjurar una eventual sublevación, ante las denuncias de fraude en la jornada que eligió a Misael Pastrana Borrero como nuevo presidente de Colombia.
Desde entonces, hemos vivido algo así como un perpetuo toque de queda no declarado.
En más de medio siglo de vida en
este país de autogoles y desastres no he conocido un solo día de sosiego. Como en la
canción de Andrés Calamaro, “crecí viendo a mi alrededor paranoia y horror”.
Por eso mismo, espero para mi hija, y sus compinches con los que baila
el pogo en los conciertos, al menos una mañana luminosa, como los limoneros de
don Antonio Machado.
Ya ni siquiera tengo ira, como en
los tiempos en que me creí punkero y blasfemé en los extramuros.
De modo que el día fijado
votaré por el sí al desarme de los fusiles, pero sobre todo de los corazones, a
ver si al fin empieza a cesar la horrible noche.
No sé ustedes.
No sé ustedes.
PDT : les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Carajo, ¡qué texto bien verraco!, como dirían en sus pagos (perdone si peco por ignorante o impertinente), bello y horroroso al mismo tiempo (“de vez en cuando, hurgando entre los guijarros, hallábamos pequeños huesos: falanges, astillas de fémures, cosas así”). No sospechaba que la violencia y todo su bagaje desastroso lo hubiesen tocado tan cerca, tan familiar, tan íntimo. Mis respetos por no dejarse arrastrar hacia la vorágine del odio, a pesar de sus razones, a pesar de las irreparables pérdidas. Un abrazo.
ResponderBorrarPrecisamente por eso, para no ahondar la herida, es que debemos poner fin a la barbarie, o por lo menos para empezar a hacerlo. La verdad, es que en mi país no hay una sola persona que no haya sido tocada de una manera u otra por las violencias( son tantas), apreciado José.
ResponderBorrar"...país de autogoles y desastres".
ResponderBorrarConseguir una frase de esas es lo que yo llamaría la gracia de la revelación.
Saludos, Cami.
Amén, apreciado Camilo.
BorrarAy, Gustavo. Normalmente eres bueno, pero cuando le pones estos cojones no hay con qué darle. Un abrazo grande es lo único que nos queda.
ResponderBorrarEntonces pongámole unos versos de Maria Elena Walsh a eso, mi querido don Lalo. Por ejemplo : " A pesar de todo / la vida que es dura/ también es milagro/ también aventura/ a pesar de todo/ de todas las cosas/ me brota la vida/me crecen las rosas".
ResponderBorrarUn abrazo y hablamos