A veces uno se topa con curiosidades que ante
el mínimo examen se convierten en síntomas.
Mi vecino, el poeta Aranguren, me
muestra un artículo donde se dice que si bien
es cada vez mayor el número de personas que visitan páginas porno,
también es cierto que las abandonan más rápido.
-Puede ser el inevitable hastío ante la repetición, le
digo.
- O físico terror ante los niveles alcanzados por el porno conceptual,
ese en el que el objeto ya no es el sexo,
sino los trucos que lo trascienden. Hace
poco vi un vídeo en el que la mujer se echa pedos y el tipo les prende fuego
con un encendedor. Pura pirotecnia, como quien dice,
comenta el hombre, animándose con un trago doble de ron Tres Esquinas.
- O puta pirotécnica, respondo, menos sorprendido que
desconcertado.
- La industria del porno podría estar a puertas de una crisis,
insiste.
-¿Pero cómo, si el número de
páginas en internet se cuenta por millones y las actrices y actores de todas
las edades y colores siguen nutriendo esa especie de santoral del empelote? Le repliqué
- Pues sí señor, me respondió impávido. Una cosa son las páginas y sitios que se crean todos los días y una muy
distinta la duración de las visitas
- Algo raro debe estar pasando con ese mercado de hormonas, miedos, delirios y ansiedades- pensé- y me lancé enseguida a hilar cabos.
No sé si mi vecino o algún
investigador acucioso dispongan de una
prueba. Pero la idea de que el reino
donde se resuelven todas las fantasías pueda siquiera menguar en tamaño y
alcances resulta perturbadora. Al fin y al cabo la representación de escenas sexuales explícitas o veladas
nos ha acompañado desde que el
primer hombre se descubrió solo en su caverna. A partir de ese momento hasta nuestros días la pornografía
expresa sin pudores lo que la
moral y la hipocresía les han negado a los mortales a lo largo del tiempo: la posibilidad de
explorar el cuerpo hasta sus remotos confines, la transgresión del decálogo,
la siempre latente oportunidad de escapar por la puerta bloqueada por los guardianes del orden, la
promesa renovada de abandonarse a la
corriente de los más puros instintos.
En su
acepción más precisa, pornografía quiere decir “escrito sobre las putas”. De entrada resulta claro que este último
vocablo es utilizado en el sentido de juicio moral, no en el de ejercicio de un trabajo. A la puta se la juzga por violar unos códigos
y se la destierra al lugar de los apestados, aunque al mismo tiempo se la acepta como una
necesidad para desfogar las energías sexuales reprimidas. Sin ellas, la jauría
de machos alfa acabaría de enloquecer y destrozaría este planeta en cuestión de
minutos: peor que la fisión nuclear.
Desde sus inicios, la literatura ha rendido constante tributo a esa figura
temida y asediada que encarna el sexo con su red de dichas y
peligros. Los diálogos amenos entre dos
cortesanas, escrito por Pietro Aretino, acaso resuman la esencia del
dilema: en sus páginas se condensa el
siempre anhelado encuentro entre lo sublime
y lo procaz. Lo aéreo y lo rastrero. En suma, nos recuerdan que el bien y
el mal son caras de un mismo asteroide.
Como ustedes saben, el Aretino fue un
esteta de la pornografía.
Cada vez más inquieto, proseguí
mi búsqueda hasta que una nueva conversación con mi vecino me devolvió de golpe
a la simplicidad de la respuesta: la publicidad, el cine, las revistas y los vídeos son los
responsables de que nos hayamos hastiado de ver cuerpos desnudos. Tan sencillo
como eso: la sobre exposición nos robó el
misterio. La raíz del deseo anida
en la escasez, no en el exceso, como bien lo saben los teóricos de la economía política. Si renovamos la vieja costumbre de andar
vestidos a lo mejor la pornografía
recupere parte de su antiguo prestigio.
Devenido mercancía, el
cuerpo perdió su condición de puente
entre los anhelos humanos. Y el destino último de las mercancías, por costosas
que sean, es el cesto de la basura. De modo que si queremos recobrar al menos una parte del milagro avistado al
presentir la desnudez del otro, tendremos que hacer nuestro este mandato: ¡A
ponerse la ropa!
PDT. les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
A la pornografía y a la información les está sucediendo algo similar: la abundancia anula su impacto. El hastío es el gran síntoma de una sociedad mimada con sí misma, una sociedad a la que ya ni la sordidez le parecía censurable. Un abrazo, Tavo
ResponderBorrarQuerido Abel: quizás estemos a puertas de una cura de burro consistente en hacer de la castidad virtud... para volver por esa ruta al desenfreno de los monjes goliardos y empezar de nuevo el recorrido.
BorrarAlgunos todavía no nos hastíamos de nada de eso, por fortuna.
ResponderBorrar¡Salud!
Cami.
Felices polvos entonces, arrechísimo corresponsal.
BorrarEl porno moderno tiene "una influencia nefasta para los jóvenes" (como se dice desde los púlpitos, estudios de TV y columnas periodísticas), pero no necesariamente en el plano moral (los fariseos siempre creen que la mala conducta de ellos está determinada por sus propias circunstancias excusables, mientras que la nuestra es innata) sino intelectual: si acceden al porno gráfico desde la infancia... están sofocando la imaginación. Y ya sabemos el costo de una juventud sin imaginación. "Memorias de una princesa rusa" era mejor porno que las películas actuales, que no dejan nada librado a la imaginación.
ResponderBorrarMi querido don Lalo: siguiendo su reflexión, podríamos decir que el porno actual no alcanza a ser pornográfico por eso mismo: porque no apela a la imaginación sino al helado y predecible mecanismo de una cadena de montaje, de la que sabemos desde el comienzo que al final no puede salir sino un tornillo y nada más que un tornillo.
ResponderBorrar