jueves, 28 de junio de 2018

La sapiencia de lo eterno










La muerte no sólo realiza  su andadura a nuestro lado: también   nos precede y nos sucede.

Posee la sapiencia de lo eterno.

Por eso puede susurrarnos al oído la única verdad inaplazable: que no podemos olvidarnos de vivir porque nuestros días están contados.

No habrá ni uno más ni uno menos.

Por esa cuerda floja  transita La sentencia de muerte, la obra de Maurice  Blanchot traducida por Manuel Arranz y publicada por la Editorial Pre-Textos en su colección Narrativa Contemporánea.

Y digo la obra, porque de entrada el libro es inclasificable dentro de los parámetros establecidos para los géneros literarios.

Puede ser una novela dividida en dos partes que se complementan, dos cuentos largos que pueden leerse como una unidad, o como una consciencia  que se hace lenguaje y se enfrenta a lo inefable con la lucidez de quien sabe que nunca podrá asomarse a la esencia del misterio.




Por eso persiste con la tenacidad de quienes  se saben derrotados de antemano.

Esa consciencia se narra  a sí misma, instalada en esa sutil frontera que, a fuerza de no separarlos, une los terrenos de la vida y de la muerte, del olvido y la memoria.

En esa medida nos recuerda que somos eternos observadores a punto de  descubrir algo que al final se nos escapa.

Igual que Sísifo en el mito griego. El relato que nos devuelve siempre al sinsentido  que es a la vez el sentido de la vida: la persistencia ante lo inútil.

De entrada, en el primer párrafo el narrador nos advierte: “Estos sucesos me ocurrieron en 1938. Siento, al hablar de ellos, una enorme desazón. Varias veces ya, he intentado darles una forma escrita. Si he escrito libros, fue porque esperaba, mediante los libros, terminar con todo aquello. Si he escrito novelas, las novelas surgieron cuando las palabras empezaban a  retroceder ante la verdad. Yo no le tengo miedo a la verdad. No temo confesar un secreto. Sin embargo las palabras, hasta ahora, han sido más débiles y más cautas de lo que me hubiera gustado. Esta cautela, lo sé es una advertencia. Sería más noble dejar a la verdad en paz. Le sería  extraordinariamente útil a la verdad, el permanecer oculta. Pero, ahora, espero acabar pronto. Acabar, esto  también es noble e importante”.

Ustedes ya lo habrán notado: La sentencia de muerte es un relato con muchas comas. Tantas, como la respiración acezante – y acechante- de Ella  que agoniza y se renueva  en un interrumpido viaje de ida y regreso entre  el enigma  que le corre por las venas  y sus improbables soluciones.

                                                Maurice Blanchot


La vida y la muerte como acertijos. Cartas  trucadas en las que los dioses de un mundo sin dioses juegan una eterna partida.

La sentencia de muerte es un libro de atajos que conducen siempre al punto de partida… o de llegada, que es lo mismo.

Los sucesos apenas sugeridos por el narrador acaecen en un trasfondo que es el de la Segunda Guerra Mundial.

Pero ese es apenas  un dato que le añade más penumbras a un ámbito de  por sí crepuscular.

En medio de esas sombras se da el devenir de los testigos de lo que pasa. Aunque ésta última expresión, lo que pasa, carece de  relación alguna  con lo que aceptamos como el mundo de lo real.

¿Sueña el narrador? ¿Sueña la agonizante? Sueñan los testigos? ¿Sueña el lector?

Imposible responder a esas preguntas. Sobre  todo si recordamos que el concepto de sueño es un viejo tópico de las literaturas del mundo.

De a poco, sin darnos cuenta, nos sumergimos en la segunda  parte de La sentencia de muerte.

De repente,  nos  adentramos en  el reino del deseo y del amor, esas conocidas máscaras de la fatalidad y de la muerte.

En una habitación de hotel pasan cosas misteriosas. Esa habitación es el mundo. O, si se quiere, una metáfora del mundo con su inagotable  acervo  de absurdos y milagros.

En este  lado de la cuerda floja Ella adquiere un nombre: Nathalie.  Además tiene una hija: Christiana. Pero su  esencia sigue siendo igual de etérea.

Lo inasible define su ser y por lo tanto su rol en la aventura del narrador.

Todo intento de aprehensión a través de los viejos trucos  del amor y el deseo convoca la presencia de la muerte.



Igual que en algunas películas de Ingmar  Bergman. El director sueco debió haber leído a Blanchot en algún punto de su trayectoria.

Por lo menos una buena parte de sus  imágenes se aproximan a esta  descripción del narrador:

“Me pareció exageradamente hermosa. La veía pasar delante de mí, ir y venir desde un lugar  muy próximo pero infinitamente distante, como si estuviera  detrás de un cristal.”

A lo mejor    aquí reside la clave  de  esta historia: todos están siempre  detrás de un  cristal. Y ese cristal es la metáfora de lo inasible. De la  imposibilidad de acceder a ese paisaje en el que la vida y la muerte son una sola entidad.

Allí donde toda sentencia de muerte es a la vez una sentencia de vida.


PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada

6 comentarios:

  1. Qué magnífica forma de condensar en dos líneas, literalmente, el sinsentido que nos mueve en una rueda eterna, esa obcecación ante lo inútil, tal vez acuciados por esa voz interior que nos susurra el “memento mori” . En suma, apresurados por la fugacidad de la vida, la triste soledad (con relación a las otras especies animales) de sabernos finitos.

    PS.- un placer haber leído sus crónicas sobre “El amor en los tiempos del porno” en La Cebra y como usted sabe, sigo afiebrado por el Mundial, asi que felicitaciones a Colombia y que siga produciendo muchos “orgasmos” y ojalá duraderos.

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    1. Ja. Apreciado José: lo jodido es que, como bien lo advirtió san Agustín, siempre viene " La tristeza después del coito", así en el fútbol como en la vida.

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  2. Gustavo, me quedo con el libro, aunque ahora leo la novela sobre Carlos Pizarro que escribió Carlos Fuentes. Lo confieso, la conseguí por puro morbo del tipo escritor-obra póstuma. Fifo, Julián Rengifo, no sé si lo recuerda, me habló de la historia en una noche de cervezas acá en Tijuana. La encontré en una librería que de nombre Gandhi, extrañas, incluso, incoherentes relaciones puede uno hacer.
    Ahora, me quedo con esa duda sobre la verdad. Se dice o no se dice. Implica ser verdad cuando se dice o cuando se esconde. Parece que decir la verdad legitima una mentira inconsciente. Esa entrada llena de comas es poderosa y es un intento por no trastabillar. Lo inasible de la vida, Gustavo, de otras maneras, con otras figuras, le he leído esa frase. Quizá sea una de sus obsesiones literarias.
    Abrazos.

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    1. Bueno, una noche de cervezas en Tijuana ya es en sí misma una historia( " En Tijuana/ dos veces por semana/ se festejaba en México/ la nuit", canta Joaquín Sabina).
      Y claro que recuerdo a Rengifo y su escéptica sonrisa ante la cháchara de los profesores.
      Gracias por su lectura de la abundancia de comas entendida como una ayuda para no trastabillar.

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  3. "Igual que en algunas películas de Ingmar Bergman. El director sueco debió haber leído a Blanchot en algún punto de su trayectoria". Antes de leer este párrafo había recordado esa escena tan bella y sugestiva de una película de Bergman, la Muerte jugando al ajedrez con el caballero que regresa de... las cruzadas, si mal no recuerdo

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  4. Exacto, mi querido don Lalo: " El séptimo sello" es el título de esa película, si mal no recuerdo.
    Por lo demás, las películas de ese hombre transcurren siempre en esa finísima frontera en la que la vida y la muerte juegan a las cartas.

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