La muerte no sólo realiza su andadura a nuestro lado: también nos
precede y nos sucede.
Posee la sapiencia de lo eterno.
Por eso puede susurrarnos al oído
la única verdad inaplazable: que no podemos olvidarnos de vivir porque nuestros
días están contados.
No habrá ni uno más ni uno menos.
Por esa cuerda floja transita La
sentencia de muerte, la obra de Maurice
Blanchot traducida por Manuel Arranz y publicada por la Editorial Pre-Textos en su colección Narrativa Contemporánea.
Y digo la obra, porque de entrada
el libro es inclasificable dentro de los parámetros establecidos para los
géneros literarios.
Puede ser una novela dividida en
dos partes que se complementan, dos cuentos largos que pueden leerse como una
unidad, o como una consciencia que se
hace lenguaje y se enfrenta a lo inefable con la lucidez de quien sabe que
nunca podrá asomarse a la esencia del misterio.
Por eso persiste con la tenacidad
de quienes se saben derrotados de
antemano.
Esa consciencia se narra a sí misma, instalada en esa sutil frontera
que, a fuerza de no separarlos, une los terrenos de la vida y de la muerte, del
olvido y la memoria.
En esa medida nos recuerda que
somos eternos observadores a punto de
descubrir algo que al final se nos escapa.
Igual que Sísifo en el mito
griego. El relato que nos devuelve siempre al sinsentido que es a la vez el sentido de la vida: la
persistencia ante lo inútil.
De entrada, en el primer párrafo
el narrador nos advierte: “Estos sucesos
me ocurrieron en 1938. Siento, al hablar de ellos, una enorme desazón. Varias
veces ya, he intentado darles una forma escrita. Si he escrito libros, fue
porque esperaba, mediante los libros, terminar con todo aquello. Si he escrito
novelas, las novelas surgieron cuando las palabras empezaban a retroceder ante la verdad. Yo no le tengo
miedo a la verdad. No temo confesar un secreto. Sin embargo las palabras, hasta
ahora, han sido más débiles y más cautas de lo que me hubiera gustado. Esta
cautela, lo sé es una advertencia. Sería más noble dejar a la verdad en paz. Le
sería extraordinariamente útil a la
verdad, el permanecer oculta. Pero, ahora, espero acabar pronto. Acabar,
esto también es noble e importante”.
Ustedes ya lo habrán notado: La sentencia de muerte es un relato con
muchas comas. Tantas, como la respiración acezante – y acechante- de Ella que agoniza y se renueva en un interrumpido viaje de ida y regreso
entre el enigma que le corre por las venas y sus improbables soluciones.
La vida y la muerte como
acertijos. Cartas trucadas en las que
los dioses de un mundo sin dioses juegan una eterna partida.
La sentencia de muerte es un libro de atajos que conducen siempre
al punto de partida… o de llegada, que es lo mismo.
Los sucesos apenas sugeridos por
el narrador acaecen en un trasfondo que es el de la Segunda Guerra Mundial.
Pero ese es apenas un dato que le añade más penumbras a un
ámbito de por sí crepuscular.
En medio de esas sombras se da el
devenir de los testigos de lo que pasa. Aunque ésta última expresión, lo que pasa, carece de relación alguna con lo que aceptamos como el mundo de lo real.
¿Sueña el narrador? ¿Sueña la agonizante? Sueñan los testigos? ¿Sueña
el lector?
Imposible responder a esas
preguntas. Sobre todo si recordamos que
el concepto de sueño es un viejo tópico de las literaturas del mundo.
De a poco, sin darnos cuenta, nos
sumergimos en la segunda parte de La sentencia de muerte.
De repente, nos
adentramos en el reino del deseo
y del amor, esas conocidas máscaras de la fatalidad y de la muerte.
En una habitación de hotel pasan
cosas misteriosas. Esa habitación es el mundo. O, si se quiere, una metáfora
del mundo con su inagotable acervo de absurdos y milagros.
En este lado de la cuerda floja Ella adquiere un
nombre: Nathalie. Además tiene una hija:
Christiana. Pero su esencia sigue siendo
igual de etérea.
Lo inasible define su ser y por
lo tanto su rol en la aventura del narrador.
Todo intento de aprehensión a
través de los viejos trucos del amor y
el deseo convoca la presencia de la muerte.
Igual que en algunas películas de
Ingmar Bergman. El director sueco debió
haber leído a Blanchot en algún punto de su trayectoria.
Por lo menos una buena parte de
sus imágenes se aproximan a esta descripción del narrador:
“Me pareció exageradamente hermosa. La veía pasar delante de mí, ir y
venir desde un lugar muy próximo pero
infinitamente distante, como si estuviera
detrás de un cristal.”
A lo mejor aquí reside la clave de
esta historia: todos están siempre
detrás de un cristal. Y ese
cristal es la metáfora de lo inasible. De la
imposibilidad de acceder a ese paisaje en el que la vida y la muerte son
una sola entidad.
Allí donde toda sentencia de
muerte es a la vez una sentencia de vida.
PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada
Qué magnífica forma de condensar en dos líneas, literalmente, el sinsentido que nos mueve en una rueda eterna, esa obcecación ante lo inútil, tal vez acuciados por esa voz interior que nos susurra el “memento mori” . En suma, apresurados por la fugacidad de la vida, la triste soledad (con relación a las otras especies animales) de sabernos finitos.
ResponderBorrarPS.- un placer haber leído sus crónicas sobre “El amor en los tiempos del porno” en La Cebra y como usted sabe, sigo afiebrado por el Mundial, asi que felicitaciones a Colombia y que siga produciendo muchos “orgasmos” y ojalá duraderos.
Ja. Apreciado José: lo jodido es que, como bien lo advirtió san Agustín, siempre viene " La tristeza después del coito", así en el fútbol como en la vida.
BorrarGustavo, me quedo con el libro, aunque ahora leo la novela sobre Carlos Pizarro que escribió Carlos Fuentes. Lo confieso, la conseguí por puro morbo del tipo escritor-obra póstuma. Fifo, Julián Rengifo, no sé si lo recuerda, me habló de la historia en una noche de cervezas acá en Tijuana. La encontré en una librería que de nombre Gandhi, extrañas, incluso, incoherentes relaciones puede uno hacer.
ResponderBorrarAhora, me quedo con esa duda sobre la verdad. Se dice o no se dice. Implica ser verdad cuando se dice o cuando se esconde. Parece que decir la verdad legitima una mentira inconsciente. Esa entrada llena de comas es poderosa y es un intento por no trastabillar. Lo inasible de la vida, Gustavo, de otras maneras, con otras figuras, le he leído esa frase. Quizá sea una de sus obsesiones literarias.
Abrazos.
Bueno, una noche de cervezas en Tijuana ya es en sí misma una historia( " En Tijuana/ dos veces por semana/ se festejaba en México/ la nuit", canta Joaquín Sabina).
BorrarY claro que recuerdo a Rengifo y su escéptica sonrisa ante la cháchara de los profesores.
Gracias por su lectura de la abundancia de comas entendida como una ayuda para no trastabillar.
"Igual que en algunas películas de Ingmar Bergman. El director sueco debió haber leído a Blanchot en algún punto de su trayectoria". Antes de leer este párrafo había recordado esa escena tan bella y sugestiva de una película de Bergman, la Muerte jugando al ajedrez con el caballero que regresa de... las cruzadas, si mal no recuerdo
ResponderBorrarExacto, mi querido don Lalo: " El séptimo sello" es el título de esa película, si mal no recuerdo.
ResponderBorrarPor lo demás, las películas de ese hombre transcurren siempre en esa finísima frontera en la que la vida y la muerte juegan a las cartas.