jueves, 19 de julio de 2018

La inocencia de las bestias






La serpiente y el tigre se presienten, se olfatean, se asechan, se saben  perdidos y vueltos a encontrar  mucho antes   de cruzar la calle rumbo  a ese árbol  donde sus sangres se citaron sin necesidad de palabras.

El tigre y la serpiente se miran, se tocan, se arañan, se muestran la lengua y las garras una vez sentados  bajo ese árbol del Parque Olaya Herrera de Pereira.

La serpiente y el tigre, el tigre y la serpiente se besan y hurgan bajo las ropas en busca de una dureza, de una oquedad, de un fruto  a punto de caer.

Las últimas incandescencias del atardecer les encienden la piel y  entonces el tigre y la serpiente se convierten en salamandras: fuego puro a punto de ceniza.

Sitiados por el deseo se levantan, alcanzan la calle y abordan un taxi.

Solitario y vencido, tendré que imaginar el resto.

No hay problema. Todo  aquél que escribe es un mirón. Mirón de sí mismo y del prójimo.

Pero debo aclarar primero que esto  no es un relato de ficción, ni la descripción del preludio de un video porno  con alta carga estética.



Es solo la viñeta, la breve crónica de lo que vi en el Parque Olaya Herrera el miércoles 11 de julio.

Ella, la serpiente, era una muchacha de veinte años con una serpiente cobra tatuada  sobre su piel  blanquísima.

Desde las pantorrillas, el  cuerpo del animal empezaba a ascender  piel arriba hasta confundirse con el cuello de la muchacha. En lo alto un par de ojos centelleaban: nunca supe si eran los de la chica o los de la bestia.

Y el tigre, todo pelos, todo barbas, todo pircings, aceptaba el desafío.  Igual que su chica, el  tatuaje de  un tigre de Bengala se hacía  uno con sus piernas, con sus brazos, con su cuello.

Era un hombre de unos treinta años hecho de puro músculo: la estirpe del cazador.

Y entre la pelambre del rostro  llameaban unos ojos dispuestos a calcinarlo todo.

Quizás a esta hora el tigre y la serpiente solo sean un montoncito de cenizas en un cuarto de hotel.



Durante unos minutos creí entender el hondo sentido de la obsesión por los tatuajes a lo  largo de la historia.

Por momentos son asunto de  marginales: putas, marineros, chulos, presidiarios.

Después se vuelven masivos y cada quien quiere llevar su  tatuaje en alguna porción de piel.

Creo que son  resultado  de nuestra  irremediable nostalgia del animal acorralado por la cultura.

Del animal que podía copular a cualquier horaen cualquier lugar y con  el que se cruzara  en el camino.

La bestia inocente  y por lo tanto indómita, que solo atendía a los milenarios llamados de la vida.

A las ganas primordiales.



Me quedo contemplando estas legiones de tatuados sin edad ni género. Niños, adolescentes, adultos, viejos, mujeres, muchachos, travestis.

Sin saberlo, cada uno busca su animal atávico para dibujárselo en la piel: el animal vedado y adorado de las antiguas  tribus.

Veo  mariposas, tortugas, cebras, jirafas, leones, peces, gatos.

Descubro bestiarios imposibles: cruces de alga con pájaro,  de fruto con abeja y piedra.

Una nueva colección de dioses.

Los llevan en la pantorrilla, en las piernas, en el pubis, en  el pecho, en  la nuca, en el rostro, en los brazos, en el culo.

Hastiados de todo y de todos, los cultores  del tatuaje se  ovillan  sobre sí mismos para  adorar su animalidad dibujada en un rinconcito de piel o en el cuerpo  entero.

Supongo que cuando  se abandonan a las glorias y desastres del sexo  sus cuerpos devienen bosques surcados por los ruidos de las bestias que los habitan: unos rugen, otros maúllan, unos cuantos trinan y los de más allá lanzan al viento sus graznidos.

Pero son solo suposiciones mías, aquí sentado en este parque, una hora después de  que el tigre  y la serpiente  abordaron un taxi  y se marcharon a no se sabe dónde.


PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.



6 comentarios:

  1. ¿Y qué dirán los psicoanalistas de todo este asunto?, ¿habrá una explicación freudiana al respecto?, ya que para todo le encuentran un motivo subyacente. Interesante su interpretación de que las 'tatoomanías' son una exteriorización de "las bestias que los habitan", como una manera de mostrar su impulsos básicos, sus 'salvajismos' a flor de piel. Personalmente me disgustan los tatuajes (especialmente los floridos o coloridos); sin ánimo de querer ser machista, me parece un atentado a lo más preciado que tiene una mujer: la natural belleza de su piel.Es una suerte de crimen estético. No hay vuelta que dar.

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    1. Bueno, los psicoanalistas harían un festín, apreciado José. Me imagino que hablarían de sublimaciones, pulsiones y demás términos de su diccionario particular.

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  2. Gustavo.
    Muy buena nota.
    Y fíjate que no has visto los tatuajes, literales, de "Coca Cola", "Nike", "Adidas" en el cuello, cara y pecho, y hasta uno más explícito que vi en otro país que rezaba: "Pinga de Oro".
    En esta locura llamada "Posmodernidad", que no es ni pos, ni modernidad, las paredes son la piel de la gente. Saludos.

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  3. Mil gracias, Diego. Estamos de acuerdo. "Postmodernidad" es, en realidad, una manera sofisticada de nombrar el vacío.
    Ah... una maravilla eso de " Pinga de Oro. De ese tamaño debe ser el ego del portador.

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  4. Gustavo, esa definición de posmodernidad resulta acertada. Soy parte de esa generación que empezó a tatuarse en masa. Y sí, su estética está cargada de instinto. Tatuarse es dañarse la piel, es una cicatriz. Muchos se han tatuado, muchos de mis amigos, por sentir el dolor. Me gusta ver una mujer tatuada, no lo niego, me gustan los tatuajes. Pero en ellos hay un juego contradictorio. Queremos hacer visible una intimidad, queremos hacerlo porque es un cambio a las ideas sobre la belleza, sobre la expresión, sobre estar transitando, pero lo hacemos con algo perenne. Ya los diferentes serán quienes no tengan tatuajes, torciendo y utilizando un poco una idea de Borges acerca de los liberales y conservadores. Maestro, siempre estoy a punto de entrar a esa legión. Saludos.

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  5. Los guerreros maoríes tienen mucho que enseñar acerca de tatuajes, apreciado Eskimal. Cuando se preparan para el combate- es decir, para la muerte- emprenden un camino de vuelta a lo esencial de su condición.
    Dicho de otra manera: necesitan regresar a la nada que los precedió para asumir al fin la nada que habrá de sucederlos.
    Y en el mapa de sus tatuajes están las claves.

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