La serpiente y el tigre se
presienten, se olfatean, se asechan, se saben
perdidos y vueltos a encontrar
mucho antes de cruzar la calle rumbo a ese árbol
donde sus sangres se citaron sin necesidad de palabras.
El tigre y la serpiente se miran,
se tocan, se arañan, se muestran la lengua y las garras una vez sentados bajo ese árbol del Parque Olaya Herrera de
Pereira.
La serpiente y el tigre, el tigre
y la serpiente se besan y hurgan bajo las ropas en busca de una dureza, de una
oquedad, de un fruto a punto de caer.
Las últimas incandescencias del
atardecer les encienden la piel y
entonces el tigre y la serpiente se convierten en salamandras: fuego
puro a punto de ceniza.
Sitiados por el deseo se
levantan, alcanzan la calle y abordan un taxi.
Solitario y vencido, tendré que
imaginar el resto.
No hay problema. Todo aquél que escribe es un mirón. Mirón de sí mismo y del prójimo.
Pero debo aclarar primero que
esto no es un relato de ficción, ni la
descripción del preludio de un video porno
con alta carga estética.
Es solo la viñeta, la breve
crónica de lo que vi en el Parque Olaya Herrera el miércoles 11 de julio.
Ella, la serpiente, era una
muchacha de veinte años con una serpiente cobra tatuada sobre su piel
blanquísima.
Desde las pantorrillas, el cuerpo del animal empezaba a ascender piel arriba hasta confundirse con el cuello
de la muchacha. En lo alto un par de ojos centelleaban: nunca supe si eran los
de la chica o los de la bestia.
Y el tigre, todo pelos, todo barbas,
todo pircings, aceptaba el desafío.
Igual que su chica, el tatuaje
de un tigre de Bengala se hacía uno con sus piernas, con sus brazos, con su
cuello.
Era un hombre de unos treinta
años hecho de puro músculo: la estirpe del cazador.
Y entre la pelambre del
rostro llameaban unos ojos dispuestos a
calcinarlo todo.
Quizás a esta hora el tigre y la
serpiente solo sean un montoncito de cenizas en un cuarto de hotel.
Durante unos minutos creí
entender el hondo sentido de la obsesión por los tatuajes a lo largo de la historia.
Por momentos son asunto de marginales: putas, marineros, chulos,
presidiarios.
Después se vuelven masivos y cada
quien quiere llevar su tatuaje en alguna
porción de piel.
Creo que son resultado
de nuestra irremediable nostalgia
del animal acorralado por la cultura.
Del animal que podía copular a
cualquier hora, en cualquier lugar y
con el que se cruzara en el camino.
La bestia inocente y por lo tanto indómita, que solo atendía a
los milenarios llamados de la vida.
A las ganas primordiales.
Me quedo contemplando estas
legiones de tatuados sin edad ni género. Niños, adolescentes, adultos, viejos,
mujeres, muchachos, travestis.
Sin saberlo, cada uno busca su
animal atávico para dibujárselo en la piel: el animal vedado y adorado de las
antiguas tribus.
Veo mariposas, tortugas, cebras, jirafas, leones,
peces, gatos.
Descubro bestiarios imposibles:
cruces de alga con pájaro, de fruto con
abeja y piedra.
Una nueva colección de dioses.
Los llevan en la pantorrilla, en
las piernas, en el pubis, en el pecho,
en la nuca, en el rostro, en los brazos,
en el culo.
Hastiados de todo y de todos, los
cultores del tatuaje se ovillan
sobre sí mismos para adorar su
animalidad dibujada en un rinconcito de piel o en el cuerpo entero.
Supongo que cuando se abandonan a las glorias y desastres del
sexo sus cuerpos devienen bosques
surcados por los ruidos de las bestias que los habitan: unos rugen, otros
maúllan, unos cuantos trinan y los de más allá lanzan al viento sus graznidos.
Pero son solo suposiciones mías,
aquí sentado en este parque, una hora después de que el tigre
y la serpiente abordaron un
taxi y se marcharon a no se sabe dónde.
PDT: les comparto enlace a la banda sonora de esta entrada.
¿Y qué dirán los psicoanalistas de todo este asunto?, ¿habrá una explicación freudiana al respecto?, ya que para todo le encuentran un motivo subyacente. Interesante su interpretación de que las 'tatoomanías' son una exteriorización de "las bestias que los habitan", como una manera de mostrar su impulsos básicos, sus 'salvajismos' a flor de piel. Personalmente me disgustan los tatuajes (especialmente los floridos o coloridos); sin ánimo de querer ser machista, me parece un atentado a lo más preciado que tiene una mujer: la natural belleza de su piel.Es una suerte de crimen estético. No hay vuelta que dar.
ResponderBorrarBueno, los psicoanalistas harían un festín, apreciado José. Me imagino que hablarían de sublimaciones, pulsiones y demás términos de su diccionario particular.
BorrarGustavo.
ResponderBorrarMuy buena nota.
Y fíjate que no has visto los tatuajes, literales, de "Coca Cola", "Nike", "Adidas" en el cuello, cara y pecho, y hasta uno más explícito que vi en otro país que rezaba: "Pinga de Oro".
En esta locura llamada "Posmodernidad", que no es ni pos, ni modernidad, las paredes son la piel de la gente. Saludos.
Mil gracias, Diego. Estamos de acuerdo. "Postmodernidad" es, en realidad, una manera sofisticada de nombrar el vacío.
ResponderBorrarAh... una maravilla eso de " Pinga de Oro. De ese tamaño debe ser el ego del portador.
Gustavo, esa definición de posmodernidad resulta acertada. Soy parte de esa generación que empezó a tatuarse en masa. Y sí, su estética está cargada de instinto. Tatuarse es dañarse la piel, es una cicatriz. Muchos se han tatuado, muchos de mis amigos, por sentir el dolor. Me gusta ver una mujer tatuada, no lo niego, me gustan los tatuajes. Pero en ellos hay un juego contradictorio. Queremos hacer visible una intimidad, queremos hacerlo porque es un cambio a las ideas sobre la belleza, sobre la expresión, sobre estar transitando, pero lo hacemos con algo perenne. Ya los diferentes serán quienes no tengan tatuajes, torciendo y utilizando un poco una idea de Borges acerca de los liberales y conservadores. Maestro, siempre estoy a punto de entrar a esa legión. Saludos.
ResponderBorrarLos guerreros maoríes tienen mucho que enseñar acerca de tatuajes, apreciado Eskimal. Cuando se preparan para el combate- es decir, para la muerte- emprenden un camino de vuelta a lo esencial de su condición.
ResponderBorrarDicho de otra manera: necesitan regresar a la nada que los precedió para asumir al fin la nada que habrá de sucederlos.
Y en el mapa de sus tatuajes están las claves.